viernes, 29 de noviembre de 2024

5ª LECTURA: "Vecinos", de Raymond Carver


VECINOS

Por Raymond Carver


Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero en su círculo de amistades, habían sido relegados —y sólo ellos— un tanto, y tal situación había hecho que Bill se ocupara de sus obligaciones de contable y que Arlene se dedicara a sus tareas de secretaria. Charlaban de eso a veces, sobre todo comparando sus vidas con las de sus vecinos Harriet y Jim Stone. Los Stone tenían una vida más completa y brillante que los Miller. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el trabajo de Jim.
    Los Stone vivían en un apartamento enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían del apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas.
Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por los codos y se besaron ligeramente en los labios.
    —¡Divertíos! —dijo Bill a Harriet.
    —Desde luego —respondió Harriet—. Divertíos también.
Arlene asintió con la cabeza.
Jim le guiñó un ojo.
    —Adiós, Arlene. ¡Cuida del muchacho este!
    —Así lo haré —respondió Arlene.
    —¡Divertíos! —dijo Bill.
   —Por supuesto —dijo Jim, sujetando ligeramente a Bill del brazo—. Y gracias de nuevo.
   Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les dijeron adiós con la mano también.
    —Me gustaría que fuéramos nosotros quienes saliéramos de viaje —dijo Bill.
   —Dios sabe lo bien que nos vendrían unas vacaciones —dijo Arlene. Le cogió del brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las escaleras a su apartamento.
Después de cenar Arlene dijo:
   —No te olvides. Hay que darle a Kitty la de sabor a hígado la primera noche.
Estaba de pie en la entrada a la cocina, doblando el mantel hecho a mano que Harriet le había comprado el año anterior en su viaje a Santa Fe.


Bill respiró profundamente al entrar en el apartamento de los Stone. El aire ya estaba denso y era vagamente dulce. El reloj en forma de sol sobre la televisión indicaba las ocho y media. Dos años atrás, Harriet había vuelto a casa con el reloj meciendo la caja de latón en sus brazos y hablándole a través del papel del envoltorio, como si se tratase de un bebé, para mostrárselo a Arlene.
    Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después rodó en su costado, pero saltó rápidamente al moverse Bill a la cocina y seleccionar del reluciente escurridero una de las latas colocadas. Dejando a la gata que escogiera su comida, se dirigió al baño. Se miró en el espejo y a continuación cerró los ojos y volvió a mirarse. Abrió el armarito de las medicinas. Encontró un frasco con pastillas y leyó la etiqueta: “Harriet Stone. Una al día según prescripción”, y se la metió en el bolsillo. Regresó a la cocina, sacó una jarra de agua y volvió al salón. Terminó de regar, puso la jarra en la alfombra y abrió el aparador donde guardaban el licor. Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el aparador.
Kitty estaba en el sofá durmiendo. Apagó las luces y cerró la puerta despacio, asegurándose de que quedaba cerrada. Tenía la sensación de que se había dejado algo.
    —¿Por qué has tardado tanto? —dijo Arlene. Estaba sentada sobre las piernas, viendo la televisión.
    —Por nada. Jugaba con Kitty —dijo él, y se acercó a donde estaba ella y le tocó los pechos.
   —Vámonos a la cama, cariño —dijo él.


Al día siguiente, Bill se tomó solamente diez minutos de los veinte permitidos en su descanso de por la tarde y salió a las cinco menos cuarto. Dejó el coche en el estacionamiento en el mismo momento en que Arlene bajaba del autobús. Esperó hasta que ella entró en el edificio, entonces subió las escaleras para alcanzarla al salir del ascensor.
     —¡Bill! Dios mío, me has asustado. Llegas temprano —dijo ella.
    Se encogió de hombros.
    —No había nada que hacer en el trabajo —dijo. Ella le dejó que usará su llave para abrir la puerta. Él miró a la puerta al otro lado del vestíbulo antes de seguirla dentro—. Vámonos a la cama —dijo él.
    —¿Ahora? —rió ella—. ¿Qué mosca te ha picado?
    —Ninguna. Quítate el vestido.
    La agarró toscamente, y ella le dijo:
    —¡Dios mío!, Bill
    Él se quitó el cinturón.
   Más tarde pidieron comida china por teléfono, y cuando llegó la comieron con apetito, sin hablarse, y escuchando discos.
    —No nos olvidemos de dar de comer a Kitty —dijo ella.
    —Precisamente estaba pensando en eso —dijo él—. Iré ahora mismo.
   Escogió una lata de sabor de pescado, después llenó la jarra y fue a regar. Cuando regresó a la cocina, la gata estaba arañando su caja. Le miró fijamente antes de volver a su caja-dormitorio. Abrió todos los armarios y examinó las comidas enlatadas, los cereales, los comestibles empaquetados, los vasos de vino y de cocktail, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el frigorífico. Olió unos tallos de apio, dio un par de mordiscos al queso, y masticó una manzana de camino al dormitorio. La cama parecía enorme, con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de una mesilla de noche, encontró un paquete medio vacío de cigarrillos y se los metió en el bolsillo. A continuación se acercó al armario y estaba abriéndolo cuando llamaron a la puerta. Se paró en el baño y tiró de la cadena al ir a abrir la puerta.
    —¿Por qué has tardado tanto? —dijo Arlene—. Llevas aquí más de una hora.
    —¿De verdad? —respondió él.
    —Sí, de verdad —dijo ella.
   —Tuve que ir al baño —dijo él.
   —Tienes tu propio baño —dijo ella.
   —No me pude aguantar —dijo él.
   Aquella noche volvieron a hacer el amor.


Le había pedido a Arlene que le despertara por la mañana. Era sábado. Se dio una ducha, se vistió, y preparó un desayuno ligero. Trató de empezar a leer un libro. Salió a dar un paseo y se sintió mejor. Pero después de un rato, con las manos todavía en los bolsillos, regresó al apartamento. Se paró delante de la puerta de los Stone por si podía oír a la gata moviéndose. A continuación abrió su propia puerta y fue a la cocina a por la llave.
    El apartamento de los Stone le pareció más fresco que el suyo, y más oscuro también. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura ambiente. Miró por la ventana, y después se movió lentamente por cada una de las habitaciones considerando todo lo que iba viendo, cuidadosamente, objeto tras objeto. Vio ceniceros, artículos de mobiliario, utensilios de cocina, el reloj. Lo miró todo. Finalmente entró en el dormitorio, y la gata apareció a sus pies. La acarició una vez, la llevó al baño, y cuando la gata entró cerró la puerta.
    Se tumbó en la cama y se quedó allí mirando al techo. Siguió un rato tumbado con los ojos cerrados, y después movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de recordar qué día era. Trató de recordar cuándo regresarían los Stone, y a continuación se preguntó si regresarían algún día. No podía acordarse de sus caras ni de cómo hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo se dio la vuelta en la cama para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.
    Se levantó. Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró hasta encontrar unos pantalones cortos, perfectamente planchados y colgados sobre un par de pantalones de tela marrón. Se quitó la ropa y se puso los pantalones cortos y la camisa. Se miró en el espejo de nuevo. Fue a la sala y se sirvió una bebida y comenzó a beberla de vuelta al dormitorio. Se puso una camisa azul, un traje oscuro, una corbata blanca y azul, zapatos negros de cordones. El vaso estaba vacío y fue a servirse otra bebida.
    En el dormitorio de nuevo, se sentó en una silla, cruzó las piernas, y sonrió observándose a sí mismo en el espejo. El teléfono sonó dos veces y se volvió a quedar en silencio. Terminó la bebida y se quitó el traje. Rebuscó en el cajón superior hasta que encontró un par de medias y un sostén. Se puso las medias y el sostén, después buscó por el armario para encontrar un conjunto. Se puso una falda blanca y negra a cuadros e intentó subirse la cremallera. Se puso una blusa de color vino tinto que se abotonaba por delante. Consideró los zapatos de Harriet, pero comprendió que no le entrarían. Se quedó un buen rato mirando por la ventana del salón detrás de la cortina. A continuación volvió al dormitorio y puso todo en su sitio.


No tenía hambre. Tampoco ella comió mucho. Se miraron tímidamente y sonrieron. Ella se levantó de la mesa y comprobó que la llave estaba en la estantería y a continuación recogió los platos apresuradamente. Él se puso de pie en el pasillo de la cocina y fumó un cigarrillo y la miró mientras cogía la llave.
    —Ponte cómodo mientras voy a su casa —dijo ella—. Lee el periódico o haz algo. —Apretó los dedos contra la llave. Le dijo a Bill que parecía algo cansado.
Él trató de concentrarse en las noticias. Leyó el periódico y encendió la televisión. Finalmente, salió de casa y fue al otro lado del vestíbulo. La puerta estaba cerrada.
    —Soy yo. ¿Estás todavía ahí, cariño? —llamó él.
    Después de unos minutos se oyó abrir la cerradura y Arlene salió y cerró la puerta.
    —¿Estuve mucho tiempo aquí? —dijo ella.
    —Sí, has tardado —dijo él.
  —¿En serio? —dijo ella—. Habré estado jugando con Kitty. La observó. Ella desvió la mirada, su mano estaba apoyada en el pomo de la puerta—. Es extraño —continuó ella—. ¿Sabes?, entrar así en la casa de alguien.
Él asintió con la cabeza, tomó su mano que seguía sobre el pomo y condujo a Arlene hasta el otro lado del pasillo. Abrió la puerta de su propio apartamento.
—Sí, es extraño —dijo él.
Le descubrió una pelusa blanca en la espalda del suéter, y vio que sus mejillas estaban encendidas. Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y ella se dio la vuelta y le besó también.
    —¡Jolines! —dijo ella—, jooliines —cantó ella con voz de niña pequeña aplaudiendo con las manos—. Me acabo de acordar que me olvidé completamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty ni regué las plantas. —Le miró—. Qué tontería, ¿no?
    —No lo creo —dijo él—. Espera un momento. Cojo el tabaco y te acompaño.
Ella esperó hasta que él cerró con llave su puerta, y entonces se cogió de su brazo por encima del codo, y dijo:
    —Creo que tengo que contártelo. He encontrado unas fotos.
    Él se paró en medio del vestíbulo.
    —¿Qué clase de fotos?
    —Vas a verlas tú mismo —dijo ella y se quedó mirándole.
    —¿En serio? —Sonrió él—. ¿Dónde?
    —En un cajón —dijo ella.
    —¿En serio? —dijo él.
    Y después de un instante Arlene dijo:
    —Tal vez no vuelvan —e inmediatamente se sorprendió de sus palabras.
    —Es posible —dijo Bill—. Todo es posible.
    —O tal vez regresen y… —pero no terminó.
    Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo, y cuando él habló Arlene casi no pudo oír sus palabras.
    —La llave —dijo él—. Dámela.
    —¿Qué? —dijo ella—. Miró fijamente a la puerta.
    —La llave —dijo él—. La tienes tú.
    —¡Dios mío! —dijo ella—. Me la he dejado dentro.
    Él probó el pomo. Estaba bloqueado. A continuación lo intentó ella. No giraba. Arlene tenía los labios abiertos y su respiración era dificultosa. Bill abrió sus brazos y ella se echó en ellos.
    —No te preocupes —le dijo Bill al oído—, por el amor de Dios, no te preocupes.
Se quedaron allí, quietos. Abrazados. Se apoyaron sobre la puerta como en contra del viento, y se prepararon.