Relato:
EXACTAMENTE NO FUE BERNADETTE
de Charles Bukowsli
Me envolví en una toalla el pene ensangrentado y telefoneé al
consultorio del médico. Tuve que descolgar y marcar con la misma mano con que
sujetaba el teléfono descolgado, mientras con la otra aguantaba la toalla. Y
mientras marcaba el número, una mancha roja comenzó a empapar la toalla. Se
puso la recepcionista del consultorio.
—Ah, señor Chinaski, es usted. ¿Qué le pasa
ahora? ¿Ha vuelto a perder los tapones dentro de los oídos?
—No, esto es un poquito más grave. Necesito
que me dé hora inmediatamente.
—¿Qué
le parece mañana por la tarde a las cuatro?
—Señorita Simms, es una situación de
emergencia.
—¿Pero de qué naturaleza?
—Por favor, debo ver al doctor
inmediatamente.
—Está bien. Venga y procuraremos que le vea.
—Gracias, señorita Simms.
Me fabriqué un vendaje provisional haciendo tiras de una camisa limpia.
Por suerte, tenía un poco de esparadrapo, pero era viejo y estaba amarillento y
no pegaba bien. No me resultó fácil ponerme los pantalones. Era como si tuviera
una erección gigante. Sólo pude subirme la cremallera hasta la mitad. Logré
llegar al coche, sentarme y salir hacia el consultorio. Al salir del
aparcamiento, dejé estremecidas a dos señoras viejas que salían del oftalmólogo
de la planta baja. Logré entrar en el ascensor solo y llegar a la tercera
planta. Vi que venía alguien por el corredor, me volví de espaldas y fingí
beber agua de un pilón metálico. Luego, enfilé el pasillo y llegué al
consultorio. La sala de espera estaba llena de gente sin problemas serios: gonorrea,
herpes, sífilis, cáncer o cosas por el estilo. Me fui directo a la
recepcionista.
—Hola, señor Chinaski…
—¡Por favor, señorita Simms, no es ninguna
broma! Es una emergencia, se lo aseguro. ¡Dese prisa!
—Podrá entrar usted, en cuanto el doctor acabe
con el paciente que está atendiendo ahora.
Me
quedé plantado junto a la pared divisoria que separaba la recepción de la sala
de espera y esperé. En cuanto salió el paciente, entré como una bala en el
consultorio del médico.
—¿Qué pasa, Chinaski?
—Una emergencia, doctor.
Me quité los zapatos, los calcetines,
pantalones y calzoncillos, me eché sobre la camilla.
—¿Qué tiene usted aquí? ¡Vaya vendaje!
No contesté. Con los ojos cerrados sentía al
médico quitarme el vendaje.
—Sabe —dije—, conocí a una chica en un
pueblecito. Tenía menos de veinte años y estaba jugando con una botella de Coca
Cola. Se la metió por allí y no podía sacarla. Tuvo que ir al médico. Ya sabe
cómo son los pueblos. La historia se supo. Le destrozó la vida. Quedó
condenada. Nadie se atrevería ya a tocarla. La chica más guapa del pueblo.
Acabó casándose con un enano que iba en silla de ruedas porque tenía una
especie de parálisis.
—Esa
es una vieja historia —dijo el médico, desprendiendo el último trozo del vendaje—.
¿Cómo le ha pasado esto?
—Bueno, se llamaba Bernadette, 22 años,
casada. Cabello largo y rubio; se le cae continuamente sobre la cara y tiene
que retirárselo. ..
—¿Veintidós años?
—Sí, vaqueros…
—Es una fea herida.
—Llamó a la puerta. Preguntó si podía entrar.
«Claro», le dije. «No aguanto más», dijo. Y entró corriendo en mi cuarto de
baño, y sin cerrar la puerta del todo se bajó los vaqueros y las bragas, se
sentó y se puso a mear. ¡OOH! ¡JESÚS!
—Calma, calma. Estoy desinfectando la herida.
—Sabe, doctor, la sabiduría llega a una hora
infernal… cuando la juventud se ha ido, la tormenta se ha alejado y las chicas
se han marchado a su casa.
—Muy cierto.
—¡AY! ¡UY! ¡JESÚS!
—Por favor. Hay que limpiarlo bien.
—Salió y me dijo que anoche, en su fiesta, yo
no había resuelto el problema de su desdichada aventura amorosa. Que, en vez de
eso, había emborrachado a todo el mundo y me había caído sobre un rosal. Que me
había rasgado los pantalones, me había caído de espaldas y me había dado en la
cabeza con un pedrusco. Un tal Willy me había llevado a casa y se me habían
caído los pantalones y luego los calzoncillos, pero que no había resuelto el
problema amoroso. Dijo que el problema había desaparecido, de todos modos, y
que al menos yo había dicho un par de verdades.
—¿Dónde conoció a esa chica?
—Vino a la lectura de poesía en Venice. La
conocí después, en el bar de al lado.
—¿Puede recitarme un poema?
—No, doctor. En fin, ella dijo: «No puedo
más, hombre.» Se sentó en el sofá. Me senté enfrente en la butaca. Ella bebió
su cerveza y me lo explicó: «Le quiero, sabes, pero no puedo establecer ningún
contacto. No habla. Le digo: “¡Háblame!”, pero, santo cielo, no hay forma, no
habla. Me dice: “No se trata de ti, es otra cosa.” Y no hay modo de sacarle de
ahí.»
—Ahora voy a coserle, Chinaski. No será
agradable.
—Sí, doctor. En fin, se puso a hablarme de su
vida. Me dijo que se había casado tres veces. Le dije que no parecía tan
gastada. Y me dijo: «¿No? Pues he estado dos veces en un manicomio.» Le dije:
«¿Tú también?» Y ella dijo: «¿Has estado en un manicomio?» Y yo dije: «Yo no; algunas
mujeres que he conocido».
—Ahora —dijo el médico—, un poquito de hilo. Eso es todo. Hilo. Trabajo de
aguja.
—Hostias,
¿no hay otra forma?
—No, es una
fea herida.
—Me dijo que se había casado a los quince
años. La llamaban puta por ir con aquel tipo. Sus padres le decían que era una
puta, así que se casó con el tipo, para fastidiarles. Su madre era una borracha
que iba de manicomio en manicomio. Su padre le pegaba sin parar. ¡OOOOHH DIOS
SANTO! ¡POR FAVOR! ¿QUÉ HACE?
—Chinaski, no he conocido a ningún hombre que tuviera tantos problemas como
usted con las mujeres.
—Luego, conoció a la lesbiana. La lesbiana la llevó a un bar homosexual. Dejó a
la lesbiana y se fue con un chico homosexual. Vivieron juntos. Discutían por el
maquillaje. ¡OH! ¡DIOS MÍO! ¡POR FAVOR! Ella le robaba el lápiz de labios a él
y luego se lo robaba él a ella. Luego, se casaron…
—Habrá que
dar bastantes puntos. ¿Cómo se lo hizo?
—Estoy explicándoselo, doctor. Tuvieron un
hijo. Luego se divorciaron y él se largó y la dejó con el crío. Consiguió un
trabajo, tenía un canguro para el niño, pero el trabajo no le rendía mucho y
después de pagar el canguro apenas le quedaba dinero. Tenía que salir de noche
y hacer la calle. Diez billetes por polvo. Siguió así un tiempo. Pero aquello
no tenía salida. Luego, un día, en el trabajo (trabajaba para Avon) empezó a
gritar y no había forma de pararla. La llevaron a un manicomio. ¡CUIDADO!
¡CUIDADO! ¡HOMBRE, POR FAVOR!
—¿Cómo se llama la chica?
—Bernadette. Salió del manicomio, vino a Los Angeles y conoció a Karl y se casó
con él. Me contó que le gustaba mi poesía y que se quedaba admirada al verme
conducir mi coche por la acera a noventa por hora después de mis lecturas.
Luego dijo que tenía hambre y la invité a una hamburguesa con patatas fritas,
así que me llevó a un MacDonald. ¡HOMBRE, POR FAVOR! ¡VAYA MÁS DESPACIO! ¡O
BUSQUE UNA AGUJA BIEN AFILADA, POR DIOS!
—Ya
casi he terminado.
—En fin, nos sentamos a una mesa con nuestras
hamburguesas, las patatas fritas, el café, y entonces Bernadette me contó lo de
su madre. Estaba preocupada por su madre. Estaba preocupada también por sus dos
hermanas. Una hermana era muy desgraciada y la otra era simplemente tonta, y se
sentía satisfecha. Luego, estaba el crío, y a ella le preocupaban las
relaciones de Karl con el crío… ¾El doctor bostezó y dio otra puntada¾. Le dije que llevaba demasiada carga sobre las espaldas, que lo que
tenía que hacer era dejar que la gente se las apañara. Entonces me di cuenta de
que la chica estaba temblando y le dije que sentía haberle dicho aquello. Le
cogí una mano y empecé a acariciársela. Luego le acaricié la otra. Deslicé sus
manos por mis muñecas arriba, por debajo de las mangas de la chaqueta. «Lo
siento —le dije—. Lo único que haces es preocuparte por los demás, eso no tiene
nada de malo».
—¿Pero cómo fue? ¿Cómo se hizo usted esto?
—Bueno, cuando bajábamos las escaleras, la llevaba cogida de la cintura. Ella
aún parecía una estudiante de bachiller, una colegiala, aquel pelo largo y
rubio y sedoso; aquellos labios tan sensibles y atractivos… El único sitio
donde asomaba el infierno era en sus ojos. Estaban en un perpetuo estado de
conmoción.
—Por
favor, vaya a los hechos —dijo el médico—. Ya casi he terminado.
—Bueno, el caso es que cuando llegamos a mi
casa en su coche, había en la acera un imbécil, con un perro. Le dije a ella que
parara un poco más arriba. Aparcó en doble fila y le eché la cabeza hacia atrás
y la besé. Le di un largo beso, retiré los labios y luego le di otro. Ella me
llamó hijo de puta. Le dije que le diera una oportunidad a un viejo. La besé
otra vez. Un beso de verdad. «Eso no es un beso —dijo—. ¡Eso es lujuria, casi
una violación!».
—¿Y
qué pasó entonces?
—Salí del coche y ella dijo que me
telefonearía a la semana siguiente. Entré en casa y entonces fue cuando
sucedió.
—¿Cómo?
—¿Puedo ser franco con usted, doctor?
—Pues claro.
—Pues, en fin, de mirar aquel cuerpo, y
aquella cara, el pelo, los ojos…, oírle hablar, luego los besos, me puse… muy
caliente.
—¿Y?
—Entonces fue cuando cogí el jarrón. Es de mi
medida, me va perfecto. Así que la metí y empecé a pensar en Bernadette. Todo
iba muy bien hasta que el maldito chisme se rompió. Ya lo había usado antes otras
veces, pero supongo que esta vez estaba demasiado excitado… Es una mujer tan
atractiva…
—No se le
ocurra nunca meter el chisme en nada que sea de cristal.
—¿Me curaré, doctor?
—Sí, podrá usted volver a utilizarlo. Ha
tenido suerte.
Me vestí y me fui. Aún me hacía daño el roce
con los calzoncillos. Subiendo por Vermont paré en la tienda. No tenía nada de
comer. Hice un recorrido con el carro y compré hamburguesas, pan, huevos.
Tengo
que contárselo algún día a Bernadette. Si me lee, lo sabrá. Lo último que he
sabido de ella es que se fue con Karl a Florida. Quedó embarazada. Karl quería
que abortase. Ella no quiso. Se separaron. Ella sigue aún en Florida. Vive con
el amigo de Karl, Willy. Willy hace pornografía. Me escribió hace un par de
semanas. Aún no le he contestado.
***
Divertido y desolador. Técnicamente una obra de arte. Si se fijan en su
sistema de funcionamiento, todo opera como un arco que se tensa con una
pregunta: ¿Cómo se ha hecho la herida? Y seguimos a la flecha a lo largo de
todo su camino sin saber a dónde se dirige, esperando alguna de las opciones
posibles en la vida de seres humanos normales, aunque sospechando que, por lo
que estamos oyendo, podría llegar a cualquier lugar inesperado, para reventar
en la sorpresa cuando sabemos la respuesta a la pregunta, a dónde llega: ¡al
jarrón!
Pero en medio, como un gran
narrador, nos cuenta historias: la transversal es la suya: cómo se ha hecho la
herida. Otra es la que cuenta al principio, la de la chica que perdió la botella
de Coca-cola “por allí”. Esa historia, tan breve, es espeluznante. Era la más
guapa del pueblo y, sin embargo, por un chismorreo terminó casada con un enano
que iba en silla de ruedas. Bukowski ha hablado de ella ya en otro relato.
Amor por 17,50$
La principal obsesión de Robert —desde
que empezó a pensar en esas cosas— era poder colarse una noche en el Museo de Cera,
y entonces, ponerse a hacer el amor a las señoras de cera. Sin embargo, le
parecía que podía ser demasiado peligroso, así que se limitaba a hacer el amor
a estatuas y maniquíes en sus fantasías sexuales, viviendo en su mundo de
fantasmas.
Un día, al pararse en un disco en rojo
miró por la puerta de una tienda. Era una de esas tiendas que venden de todo
—discos, sofás, libros, chatarra... Y la vio allí, de pie, con un largo vestido
rojo. Llevaba unas gafas puntiagudas, estaba muy bien formada; con ese aire
digno y sexy que solían tener. Irradiaba verdadera clase. Entonces el disco
cambió y se vio obligado a seguir la marcha.
Robert aparcó el coche en la manzana
siguiente y volvió andando hasta la tienda. Se paró en la puerta, entre los
montones de periódicos, y la miró. Incluso sus ojos parecían reales, y la boca
era muy atrayente, haciendo como un pucherito.
Entró al interior y se puso a mirar los
discos. Ahora estaba más cerca de ella, le lanzaba miradas furtivas de vez en
cuando. No, ahora ya no las hacían así. Tenía incluso tacones altos.
La chica de la tienda se acercó.
—¿Puedo ayudarle, señor?
—No, gracias, sólo estoy mirando.
—Si hay algo que desee, hágamelo saber.
—Sí, claro.
Robert se acercó con disimulo al
maniquí. No había ninguna etiqueta con el precio. Se preguntó si estaría a la
venta. Volvió al estante de los discos, cogió un álbum barato y se lo compró a
la chica.
***
En su segunda visita a la tienda, el
maniquí seguía todavía allí. Robert la miró, dio unas vueltas, compró un
cenicero que imitaba a una serpiente enrollada, y luego se fue.
La tercera vez que fue allí le preguntó
a la chica:
—¿Está el maniquí en venta?
—¿El maniquí?
—Sí, el maniquí.
—¿Quiere comprarlo?
—Sí. ¿Ustedes venden cosas, no? ¿Está
el maniquí a la venta?
—Espere un momento, señor.
La chica se fue a la trastienda. Se
abrió una cortina y salió un viejo judío. Le faltaban los dos últimos botones
de la camisa y se le podía ver el ombligo peludo. Parecía lo suficientemente
amistoso.
—¿Quiere usted el maniquí, señor?
—Sí. ¿Está a la venta?
—Bueno, no del todo, es una especie de
instrumento de exhibición, de atracción...
—Quiero comprarla.
—Bueno, déjeme ver... —El viejo judío
se acercó y empezó a tocar el maniquí, el vestido, los brazos—. Veamos... Creo
que le puedo dejar esta... cosa... por 17,50 dólares.
—Me la quedo. —Robert sacó un billete
de 20. El dueño le devolvió el cambio.
—La voy a echar de menos —dijo— algunas
veces parece casi real. ¿Quiere que se la envuelva?
—No. Me la llevo tal como está.
Robert cogió el maniquí y la llevó
hasta el coche. La tumbó en el asiento trasero. Luego montó delante y condujo
hacia su casa. Cuando llegó, afortunadamente no parecía haber nadie por los
alrededores, la metió en su apartamento sin ser visto. La puso de pie en el
centro de la habitación y la contempló.
—Stella —dijo—. ¡Stella, perra!
Se acercó y le pegó una bofetada.
Entonces agarró la cabeza y comenzó a besarla. Fue un buen beso. Su pené
empezaba a ponerse duro cuando sonó el teléfono.
—Hola —contestó.
—¿Robert?
—Sí.
—Soy Harry.
—¿Qué tal, Harry?
—Bien. ¿Qué estás haciendo?
—Nada.
—Creo que me voy a pasar por allí.
Llevaré algunas cervezas.
—De acuerdo.
Robert se levantó, cogió el maniquí y
la llevó hasta el armario. La puso apoyada en una esquina y cerró la puerta.
***
Harry no tenía en realidad mucho que
decir. Estaba allí sentado con su bote de cerveza.
—¿Cómo está Laura? —preguntó.
—Oh —dijo Robert— ya no hay nada entre
Laura y yo.
—¿Qué pasó?
—El eterno toque de vampiresa, siempre
en escena. Era inexorable. Buscando tíos donde fuese... En el supermercado, en
la calle, en los cafés, en cualquier sitio y con cualquiera. Ninfomanía. No
importaba lo que fuese con tal de que fuese un hombre. Hasta con un tío que
marcó un número equivocado. No pude aguantarlo más.
—¿Y ahora estás solo?
—No, ahora estoy con otra. Brenda, ya
la conoces.
—Ah, sí. Brenda. Está muy bien.
Harry estaba allí sentado bebiendo
cerveza. Harry nunca había tenido una mujer, pero siempre estaba hablando de
ellas. Había algo enfermizo en Harry. Robert no puso mucho interés en la
conversación y Harry se fue pronto. Robert se dirigió hacia el armario y sacó a
Stella.
—¡Tú, condenada puta! —dijo—, me has
estado engañando ¿eh?
Stella no contestó. Estaba allí,
mirándole fría y tranquilamente. Le pegó una buena bofetada. Se podía caer el
sol antes de que una mujer fuese por ahí engañando a Bob Wilkenson. Le pegó
otra buena bofetada.
—¡Eres un maldito coño! Te fallarías a
un niño de cuatro años si le pudieses poner la pilila dura ¿eh?
La abofeteó de nuevo, entonces la
agarró y la besó. La besó una y otra vez. Entonces le metió las manos por
debajo del vestido. Estaba bien formada, muy bien formada. Stella le recordaba
a una profesora de álgebra que había tenido en bachillerato. Stella no llevaba
bragas.
—Grandísima puta —le dijo—. ¿Quién se
llevó tus bragas?
Su pené estaba en erección, apretado
fuertemente contra el vientre de ella. Le subió el vestido por encima de los
muslos. No había ninguna abertura. Pero Robert estaba terriblemente excitado.
Metió el pené entre los muslos de Stella. Eran suaves y duros. Entonces
eyaculó. Por un momento se sintió extremadamente ridículo, su excitación había
desaparecido, pero empezó a besarla por el cuello y entonces le mordió un pecho
sonriendo.
La lavó con la toalla de los platos, la
llevó hasta el armario y la puso detrás de un abrigo, cerró la puerta y todavía
tuvo tiempo de ver en la televisión el cuarto tiempo del encuentro entre los
Detroit Lions y los L. A. Rams.
***
A medida que pasaba el tiempo, a Robert
le iba agradando más. Hizo unas cuantas mejoras. Le compró a Stella muchos
pares de bragas, unas ligas, medias oscuras y camisones.
También le compró pendientes, y fue un
choque terrible para él comprobar que su amor no tenía orejas. Le puso de todos
modos los pendientes pegándolos con cinta adhesiva. No tenía orejas pero tenía
muchas ventajas: no tenía que sacarla a cenar, llevarla a fiestas, a películas
estúpidas; todas esas cosas que significan tanto para las mujeres de carne y
hueso. Y tenían discusiones. Siempre había discusiones, incluso con un maniquí.
Ella no podía hablar, pero él estaba seguro de que una vez le había dicho:
“Eres el mejor amante de todos. Ese
viejo judío era un amante estúpido. Tú eres un amante inspirado, Robert”.
Sí, tenía ventajas. No era como todas
las otras mujeres que había conocido. Ella no tenía necesidad de hacer el amor
en momentos inconvenientes. Él podía elegir con tranquilidad el momento de
hacerlo. Y no tenía períodos. Era una magnífica amante. Robert le cortó un poco
de pelo de la cabeza y se lo pegó entre los muslos.
El asunto había comenzado siendo
puramente sexual, pero gradualmente se estaba enamorando de ella, podía sentir
cómo ocurría. Pensó en acudir a un psiquiatra, pero decidió no hacerlo. Después
de todo, ¿por qué era necesario amar a un ser humano? Nunca duraba mucho. Había
demasiadas diferencias entre cada individuo, y lo que empezaba siendo amor
acababa casi siempre en guerra despiadada.
Tampoco tenía que acostarse en la cama
con Stella y escucharle hablar de todos sus antiguos amantes. De cómo Karl la
tenía así de grande, pero no sabía hacerlo. Y lo bien que bailaba Louie, que
podía convertir en ballet una venta de seguros. Y cómo Marty sí que sabía besar
de verdad, su manera de mover la lengua. Una y otra vez, siempre así. Qué
mierda. Claro que también Stella había mencionado al viejo judío, pero sólo una
vez.
Robert llevaba con Stella cerca de dos
semanas cuando llamó Brenda.
—¿Sí, Brenda? —contestó él.
—Robert, no me has llamado.
—He estado terriblemente ocupado,
Brenda. He sido ascendido a jefe de distrito y he tenido que arreglar cosas en
la oficina.
—¿Es por eso?
—Sí.
—Robert, algo anda mal...
—¿Qué quieres decir?
—Lo noto en tu voz. Pasa algo. ¿Qué
demonios pasa, Robert? ¿Hay otra mujer?
—No exactamente.
—¿Qué quieres decir con «no
exactamente»?
—¡Oh, Cristo!
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? Robert, algo
anda mal. Voy a ir a verte.
—No pasa nada, Brenda.
—¡Tú, hijo de mala puta, cabronazo, me
estás ocultando algo! Algo se está tramando. ¡Voy a ir a verte! ¡Ahora!
Brenda colgó y Robert se fue a por
Stella, la cogió y la metió en el armario, bien apoyada en una esquina. Cogió
el abrigo de la percha y cubrió a Stella con él. Entonces volvió a la sala y se
sentó a esperar.
Brenda abrió la puerta e irrumpió
dentro.
—Está bien. ¿Qué coño pasa? ¿Qué es lo
que anda mal?
—Mira, chica —dijo él—, todo va bien.
Cálmate.
Brenda estaba bien formada. Las tetas
un poco caídas, pero tenía piernas bonitas y un buen culo. En sus ojos había
siempre un aire perdido y frenético. Algunas veces, después de hacer el amor,
una calma temporal podía llenarlos, pero nunca duraba.
—¡Todavía no me has besado!
Robert se levantó de su silla y besó a
Brenda.
—¿Cristo, qué clase de beso es ése?
¿Qué pasa? A ver, dime, ¿qué es lo que anda mal?
—No es nada, nada de...
—¡Si no me lo dices, voy a gritar!
—Te digo que no es nada.
Brenda gritó. Se fue hasta la ventana y
se puso a gritar. Se la pudo oír en todo el vecindario. Entonces paró.
—¡Por Dios, Brenda, no vuelvas a hacer
eso! ¡Por favor, por favor!
—¡Lo haré otra vez! ¡Lo haré otra vez!
¡Dime qué es lo que pasa, Robert, o lo haré otra vez!
—De acuerdo —dijo él—, espera.
Robert se fue hasta el armario, lo
abrió, le quitó el abrigo a Stella y la sacó fuera.
—¿Qué es eso? —preguntó Brenda—. ¿Qué
es eso?
—Un maniquí.
—¿Un maniquí? ¿Quieres decir...?
—Quiero decir que estoy enamorado de
ella.
—¡Dios mío! ¿Quieres decir que…? ¿Esa
cosa?
—Sí.
—¿Amas a esa cosa más que a mí? ¿Esa
pasta de celuloide o de la mierda que esté hecha? ¿Quieres decir que amas a esa
cosa más que a mí?
—Sí.
—¿Y es de suponer que te la llevas a la
cama? ¿He de suponer que haces cosas a... con esa cosa?
—Sí.
—¡Oh...!
Entonces Brenda gritó de verdad. Se
paró allí y se puso a gritar. Robert pensó que ese grito nunca iba a cesar.
Entonces ella saltó hacia el maniquí y empezó a arañarlo y golpearlo. El
maniquí se rompió y cayó contra la pared. Brenda se fue enfurecida, bajó a la
calle, subió a su coche y arrancó salvajemente. Chocó contra el lateral de un
coche aparcado, dio marcha atrás y salió otra vez a toda velocidad.
Robert se acercó a Stella. La cabeza se
había caído y había ido rodando hasta debajo de la silla. Había restos de
material de relleno por el suelo. Un brazo colgaba perdido, roto, dos alambres
sobresalían. Robert se sentó en una silla. Solamente pudo sentarse. Entonces se
levantó y se fue al baño, se quedó allí de pie un minuto, atontado, salió otra
vez. Se paró en medio de la sala y pudo ver la cabeza debajo de la silla.
Empezó a sollozar. Era terrible, no sabía qué hacer. Recordaba cómo había
enterrado a su padre y a su madre. Pero esto era diferente. Esto era diferente.
Simplemente se quedó allí, de pie, en medio de la salita, sollozando y
esperando. Los ojos de Stella estaban abiertos, bellos y fríos, desde debajo de
la silla. Le miraban fijamente.
***
Poema:
“Como una flor bajo la lluvia”
del libro titulado “Peleando a la contra”.
***
Poema:
“Como una flor bajo la lluvia”
del libro titulado “Peleando a la contra”.
Me corté la uña del dedo del
medio
de la mano derecha
bien corta
y empecé a sobarle el coño
mientras ella estaba sentada
en la cama
poniéndose crema en los
brazos,
la cara,
y los pechos,
después de bañarse.
Entonces encendió un
cigarrillo;
"tú sigue",
y fumó y continuó poniéndose
crema.
Yo continué sobándole el
coño.
"¿Quieres una
manzana?", le pregunté.
"Bueno", dijo,
"¿tú vas a comer una?"
pero fue a ella a quien
comí...
Empezó a gritar,
después se puso de lado,
se estaba humedeciendo y
abriendo
como una flor bajo la
lluvia.
Después se puso boca abajo
y su hermosísimo culo
se alzo ante mí
y metí la mano por debajo
hasta el coño otra vez.
Estiró un brazo y me cogió
la polla, giró y se volvió,
me monté encima
hundí la cara en la mata
de pelo rojo
derramada alrededor de su
cabeza
y mi polla tiesa entró
en el milagro.
Más tarde bromeamos sobre la
crema
y el cigarrillo y la
manzana.
Después salí a la calle y
compré pollo
y gambas y patatas fritas y
bollitos
y pure y salsa y
ensalada de col, y comimos.
Ella me dijo
lo bien que lo había pasado
y yo le dije
lo bien que lo había pasado
y nos comimos
el pollo y las gambas
y las patatas fritas y los
bollitos
y el puré y la salsa
y hasta la ensalada de col.