Reglas para la superviviencia de
la novela
VICENTE VERDÚ
La nueva narración debe
sustentarse en la ironía y en la escritura del yo, contar con la multiplicada
sensibilidad del lector y atenerse a diez objetivos.
Que los últimos cinco premios
Herralde de novela hayan recaído sin cesar sobre escritores latinoamericanos no
debe considerarse un simple azar. La novela que todavía se premia responde al
molde tradicional y este producto no se cultiva con la debida dignidad sino en
la periferia del sistema. Sucede de la misma manera que con las películas de
autor, que, si antes procedían de Italia, Francia o Alemania, ahora brotan en
Irán, Irak, China, India, Argentina o Senegal, puesto que el cine de autor como
la novela de argumento son productos que caducaron en territorios de la
Metrópoli mucho antes de iniciarse el siglo XXI.
Paralelamente, así como en la
pintura es inconcebible producir sin tener presente la fotografía, la
televisión, los videojuegos, el avión, los grafitis o cualquier pantalla, en la
narración es torpe seguir como si no existiera publicidad, correo electrónico,
chats, cine, YouTube, MySpace o la blogosfera. Quienes en los países donde se
han desarrollado las nuevas formas de comunicación continúan redactando novelas
a la antigua usanza atienden sólo a los lectores vetustos, incomunicados o
burdos. Y también a los que aprecian los libros en cuanto les parecen películas
o telefilmes impresos y en donde la escritura cumple la simple función de
entretener durante el trayecto en avión o metro.
Nada que ver, pues, con el
carácter propio y especial de la escritura literaria, en donde la nueva
narración debería caracterizarse por estos diez componentes, al menos:
1. La novela actual -o como
quiera llamarse- deberá mostrarse enérgicamente resistente al intento de
trasladarla al cine, al telefilme o a la vida el videojuego: la literatura hoy
más que nunca debería alzarse como intransferible porque las historias
novelescas al aroma del siglo XIX han sido ya usadas con diferentes métodos de
explotación y lo fueron, precisamente, porque no existían entonces los
guionistas a granel que actualmente redactan para crear productos
audiovisuales. El destino de aquellas novelas fue atender precisamente a una
demanda general sin capacidad para vivir otras vidas adicionales que no fueran
las servidas por la fantasía de los libros.
2. La fantasía, la intriga -y
tanto más cuanto más enrevesada resulta- debe considerase un recurso
estereotipado e indicio, a la vez, de no aspirar a mucho más que un sudoku.
Cualquier obra literaria actual debe insistir más que nunca en la categoría de
su escritura. Es decir, en su habilidad para hacerse indispensable como medio
de conocimiento y comunicación peculiar, insustituible en la iluminación y la
clase de disfrute que procura. El gusto de la lectura se obtendrá no del
artificio argumental, el suspense policiaco, los agentes especiales, los cofres
por descerrajar o los misterios divinos, sino de la intensa degustación del
texto, sin necesidad de conspiraciones ni extrañas travesías. Los intríngulis
de esta literatura son más intríngulis que literatura. Vale para lo que vale y
ni una distinción más.
3. No habrá de valerse la obra de
ninguna estructura prefabricada mediante la cual el lector será conducido entre
añagazas del oficio hasta la apoteosis final, tan propia de las antiguas
revistas y la vulgaridad en las prestaciones. La narración literaria consciente
de sí no aspirará a apoteosis final alguna tal como el destino tampoco existe
en el proyecto vital de ahora, mientras la metafísica se disipa.
Lo que sucede
día a día tiene hoy la forma del accidente y el carácter de la inmanencia,
posee la belleza de lo instantáneo y la inteligencia de la negligencia. Ha
terminado el proceso, la idea de la historia y de su trascendencia. Lo que
cuenta es la belleza de la inmediatez, el texto convertido en un gozoso bocado
de por sí.
4. La fragmentación de las
historias, con sus anotaciones e intervalos mentales, tiende a copiar del blog
y de la comunicación fragmentada omnipresente. Una novela contemporánea que no
haya asumido esta clase de comunicación se ahogará en su jactancia. La
ignorancia del blog y de los mensajes cortos, del discurso corto y cambiante,
puede llevar, excepcionalmente, a una obra apreciable pero se tratará de esa
clase de valor que encuentran las alhajas y los cuadros escondidos en el polvo
de los museos. Una obra viva debe tener en su alma la actuación de su presente
porque de otro modo contribuirá a hacer de la literatura la estampa de una
dedicación embalsamada. ¿La muerte de la literatura? Sin duda diversos
novelistas de hoy perviven gracias al culto funerario del género y al amparo de
lectores melancólicos que transpiran alcanfor.
5. El desarrollo pues del libro
no obedecerá a un hegemónico hilo argumental sino a una red de experiencias que
hiladas, entrecruzadas o en racimo planteen un tutti frutti para el multipolar
lector de hoy. Las obras con hilo -o cable- que se lanza pero que se enreda,
que da a entender esto pero resulta ser lo otro, que juega, en fin, con el lector,
denota no poseer otra cosa mejor de la que vivir y comercia con artículos de
feria. Obras de escritores que imitan arrobados a aquellos otros que se ganaban
la vida gracias a que sus clientes los leían o los escuchaban leer a la luz de
las velas y, en general, no habían salido de la provincia.
6. La novela eminentemente nueva
no deberá, desde luego, agarrarte por el cuello y llevarte así, del pescuezo,
hasta su final, entre meandros y malabares. Contrariamente a estos modos
circenses, la buena novela del XXI considerará la multiplicada sensibilidad del
receptor mediático y la interacción. Estimará la belleza eficiente de la forma,
la seducción estética y no el uso instrumental o perruno del lenguaje. Es
decir, la lectura no será una ansiedad que, entre jadeos y vigilias, buscará
cuanto antes la revelación de la última página sino que paladeará cada párrafo
a la manera de la slow food.
Lo propio de la literatura
excelente será, hoy más que nunca, la belleza y perspicacia de la escritura.
Para contar una historia hay ahora abundantes medios, desde el telefilme al
vídeo, más eficaces, más plásticos y vistosos. La escritura, sin embargo, es
insustituible en cuanto agudiza su ser, emplea las palabras exactas y no la
palabra como un andén para llevar la obra a otra versión.
Los novelistas que escriben con
la ambición de ser llevados al cine delatan su menosprecio por la escritura. O
su incompetencia. Mejor harían con emplearse de cuentacuentos o copys.
7. El cine, la televisión, la
realidad virtual pueden presentar escenarios y vicisitudes con mayor riqueza
exterior pero la peripecia interior es el juego especial de la escritura y su
máxima legitimación. Si la novela, el cuento, el ensayo, el libro, en fin, se
justifica todavía sólo alcanza su indiscutible mérito en esta dirección. La
dirección propicia para explorar en el interior de uno mismo o del otro hasta
la extenuación.
8. ¿Ficción? Si la obra
literaria, las fórmulas matemáticas, las piezas musicales son siempre y en todo
caso autobiográficas, entonces ¿para qué fingir? Si, como se reconoce, la
realidad supera siempre a la ficción, entonces ¿para qué fantasear? El autor
habla mucho mejor de lo que conoce personalmente y peor de lo que maquina
deliberadamente. La ficción, en fin, pertenece a los tiempos anteriores al
capitalismo de ficción. Si la literatura aspira a conocer algo más sobre el
mundo y sus enfermos su elección es la directa, precisa y temeraria escritura
del yo.
La transmisión de lo personal da
sentido, carácter y contenido a la comunicación. No hay comunicación sin
comunión, no hay comunión sin comunidad, no hay comunidad sin sinceridad, no
hay sinceridad sin volcar lo personal.
9. La voz, en consecuencia, será
la de la primera persona del singular. Trato directo entre el autor y el
lector, entre las aventuras, las pasiones o los dolores que se comparten en la
secuencia del texto.
El estilo en tercera persona es
hoy el colmo de la falacia, la hipocresía, la cursilería, el amaneramiento o la
vana pretensión de saberlo todo por parte del narrador a la manera insufrible
de la voz en off en los años cincuenta del cine. No hay verosimilitud en esa
voz que ahora se recibe como el cénit de la impostación, el reverso de la
verosimilitud y la frescura. El autor/creador, que se endiosa atribuyendo a sus
personajes el don de criaturas que adquieren vida propia, se despeña en su
misma metáfora de acartonado Frankenstein.
10. Mejor haría en jugar y reírse
de sí mismo porque ahora, toda obra de aire severo, sin humor, carece de un
lugar soleado en el mundo de la comunicación. Podría decirse, incluso, que
ninguna obra sin humor forma parte de la producción intelectual inteligente
puesto que ningún genio en la historia de la humanidad prosperó sin la ironía
sobre sí mismo. Los novelistas más serios son a la vez los más tediosos y, como
corolario, los peores.
Sin ironía no hay
contemporaneidad, sin ironía no existe visión de la iridiscencia del mundo y su
variable composición.
Frente a estos diez virtuosos
componentes se cometen los correspondientes pecados capitales. La novela -o
como quiera que se llame- sin insustituible escritura, sólo con tema, se
suicida actualmente por falta de destino. Muchos leen y suponen que están
leyendo literatura o incluso un libro cuando, en realidad, prestan su atención
a enmascarados guiones de cine, borradores de telefilmes o largos bocadillos de
cómic. También, claro está, leen como algo contemporáneo a los sucedáneos del
siglo XIX, sin cuestionarse su momificación, bien porque amen la palidez del
vintage, abracen el olor a polvo, o bien porque no posean sentido del gusto en
general.
El lector, como el consumidor,
hoy más que nunca, se encuentra en condiciones de elegir entre una oferta muy
personalizada, surtida y extensa. De su elección depende dar vida a los
novelistas que escriben como estafermos o no.
La novela puede ser de este modo
tanto un asunto de guardarropía, un legado apreciable como fruto histórico, o
una literatura donde el autor, todavía vivo y despierto, se desafía para
conocerse, conocer y comunicar. Todo ello sin la obispal solemnidad de los
novelistas a la violeta que siguen autoestimándose como demiurgos y atribuyen a
la literatura una supuesta misión de libertad, de salvación universal y de
formidables tontadas por el estilo.
El novelista, como el pintor o el
diseñador, como el compositor o el arquitecto, son trabajadores que, como todos
los demás, tratan genéricamente de mejorar la vida. Nada de diferencias entre
el productor y el creador, el trabajador y el artista. Unos y otros con sus
condiciones y habilidades tratan de colocar su mercancía y se interesan por el
placer que provocan en el receptor. ¿Gozos divinos? ¿Placeres indecibles?
Zarandajas: el placer sólo reconoce la verdad o el sucedáneo, la ficción del
placer, sólo distingue entre buenos y malos amantes. Brillantes y opacos
escritores, como lúcidos y lelos ebanistas, lozanos y mustios cantautores,
actrices o masajistas. -