Ejemplo de tono enfadado:
LA FLAQUEZA DEL BOLCHEVIQUE, de Lorenzo Silva
Era lunes y, como todos los lunes, el alma me pesaba
ahí mismo, abajo del saquito de los cojones. Una tarde pensé que el alma era
una tercera bola que llevaba ahí colgando y que me servía tan poco como me
servían las otras dos. Desde entonces, cuando es lunes y el alma me pesa,
cuando es otro día y el alma me pesa, hasta cuando no sé qué día es y el alma
me pesa, siento ese bulto y esa carga abajo del todo, peleando con la tela
elástica del slip.
Yo no fui siempre un tipo con el alma
entre los cojones. Durante bastantes años ni siquiera decía palabrotas, y hasta
utilicé durante otros muchos un vocabulario abundante y selecto. Ahora he
decidido que la vida no merece arriba de quinientas palabras y que las más a
propósito son palabrotas, pero no es que nunca haya pasado de aquí, sino que he
llegado aquí. Muchos capullos se atascan donde yo estoy ahora al poco de nacer
y se quedan aquí para siempre. Yo he venido hasta aquí pasando por otros sitios
antes, y algunos de ellos olían bastante mejor, aunque nunca duró demasiado.
Puede parecer que más habría valido ser desde el principio uno de esos capullos
que no ven mundo ni conocen otros sitios que huelen mejor. Y a mí me lo parece.
Si toda mi vida hubiera sido un capullo ahora estaría contento, y no
acordándome de que aquel día era lunes y el alma me pesaba encima del slip.
El lunes del que me acuerdo empezaba con
la misma mierda de todos los lunes. En la radio había cinco gilipollas que
hablaban de lo que habían dicho otros cinco gilipollas para que al día
siguiente cinco gilipollas más (algunos de ellos los mismos del día de antes)
hablaran de lo que estos cinco gilipollas habían dicho y así hasta el infinito,
que es un batiburrillo de bandas de a cinco gilipollas. Como mi resistencia a
las chorradas ha ido bajando con el tiempo, puse una cinta y resultó ser una de
aquellas en las que hace años tenía grabado a ese pelma de Bach. Aunque he
borrado todas, grabando encima otra música más apropiada, a veces salen trozos
de sus apestosas Cantatas que siempre tratan de lo mismo y suenan igual.
Adelanté un poco la cinta y arrancó Breaking the Law, de Judas Priest. Lo dejé
ahí, y no porque me gusten los individuos de Judas, que creo que son un hatajo
de macarras que en su vida han tenido un par de ocurrencias, sino porque
armaban mucho ruido y eso me impedía pensar. Ante todo, buscaba librarme de lo
que hacía que me pesara el alma y que era lo mismo de siempre: es lunes (un
puto lunes), temprano (la puta de temprano), estoy en el coche (el puto coche),
en un atasco (puto atasco), sin saber si pasar por encima o por debajo del cinturón
de seguridad la corbata (el puto cinturón, la puta corbata); voy camino del
trabajo, donde pudriendo los días me dan a cambio dinero para comprar de comer
y pagar el apartamento y el coche y la corbata y la radio y los compactos de
donde grabo las cintas de Judas (puto trabajo, putos días, puto dinero, puta
comida, puto apartamento, etc.); y ahora va el guardia y como siempre corta en
Cibeles para que circulen los que bajan por Alcalá y nos jodamos los que
venimos por el Prado (el puto guardia).
De lo que venía pensando es fácil
acordarme, porque lo hago mucho y me lo he aprendido de memoria. Del guardia
también, porque todas las mañanas hace lo mismo. De Bach y de Judas, y aquí es
donde empieza el asunto, me acuerdo porque fue al encontrar Breaking the Law
cuando el coche que rodaba delante de mí frenó en seco y yo, que iba distraído
con el radiocasete, me lo comí a unos veintidós por hora, que no es mucho para
recorrer los diecisiete kilómetros que recorro cada mañana, pero sí bastante
para romper un coche contra otro.
En ese momento el infierno se me echó
encima, y el infierno era, por este orden: una zorra con trajecito chanel que
se me baja del coche de delante y me empieza a llamar hijo de puta y maricón y
yo qué sé cuántas cosas más que no le iban nada con la blusa; el mamón del
guardia que abre mucho los ojos y sin sacarse el pito de la boca se viene hacia
el lugar del siniestro con ganas de marcha; los de detrás que se ponen a darle
al claxon a ver si consigo volverme loco de una vez; el cinturón que no obedece
a mis intentos de separármelo del pecho para desabrocharlo porque debo de estar
tirando un poco más de lo que el fabricante opina que se debe tirar; los de
Judas que parecen empeñados en cargarse la batería, el bajo y todas sus guitarras.
Cuando por fin conseguí librarme del
cinturón y salir del coche, la zorra del trajecito chanel y el guardia ya se
habían aliado manifiestamente. El guardia me escupió apenas asomé el morro:
–Antes de nada retire el coche. ¿No ve
que está estorbando?
–Ayudaría si lo quita primero ella
-contesté sin ninguna astucia-. Me he empotrado en su culo.
–¿No le oye al muy cabrón? -trinó la
mujer-. Te habrás empotrado en el culo de tu puta madre.
–Bueno, vale. Pero si usted no mueve el
coche yo tampoco puedo moverlo y el guardia no va a poder despejar el tráfico,
que es lo que a él le importa.
–Señora -terció el guardia-, haga el
favor y a ver si podemos arreglar esto lo antes posible.
La mujer lo movió, yo lo moví y mientras
tanto el guardia desviaba a los malnacidos que pasaban riéndose de la hostia
que acababa de darme.