Curso de Creación Literaria
de José Carlos Carmona
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martes, 18 de junio de 2024
Reglas para la superviviencia de la novela. Según Vicente Verdú
Apuntes técnicos para crear una novela
Posibles tonos para una novela
Abatido, absurdo, de admiración, afligido, agresivo, alegre, amable, amoroso, cálido, científico, cínico, cómico, compasivo, condescendiente, encorajinado, cordial, crítico, deprimido, despectivo, enfadado, entusiasta, épico, erótico, familiar, filosófico, formal, grave, histérico, horror, humorístico, iconoclasta, idealista, incisivo, indignado, informal, informativo, ingenioso, íntimo, iracundo, irónico, jocoso, melancólico, misterioso, moralista/moralizante, nostálgico, de odio, parco, paródico, periodístico, persuasivo, pesimista, ponderado, pornográfico, positivo, realista, religioso, respetuoso, reverente, romántico, sarcástico, satírico, seco, sensual, serio, solemne, sombrío, taciturno, terrorífico, tétrico, trágico, tranquilo, triste…
Ejemplo de tono en la novela 1: EL OTOÑO DEL PATRIARCA, de Gabriel García Márquez
De Gabriel García Márquez
Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza. Sólo entonces nos atrevimos a entrar sin embestir los carcomidos muros de piedra fortificada, como querían los más resueltos, ni desquiciar con yuntas de bueyes la entrada principal, como otros proponían, pues bastó con que alguien los empujara para que cedieran en sus goznes los portones blindados que en los tiempos heroicos de la casa habían resistido a las lombardas de William Dampier. Fue como penetrar en el ámbito de otra época, porque el aire era más tenue en los pozos de escombros de la vasta guarida del poder, y el silencio era más antiguo, y las cosas eran arduamente visibles en la luz decrépita. A lo largo del primer patio, cuyas baldosas habían cedido a la presión subterránea de la maleza, vimos el retén en desorden de la guardia fugitiva, las armas abandonadas en los armarios, el largo mesón de tablones bastos con los platos de sobras del almuerzo dominical interrumpido por el pánico, vimos el galpón en penumbra donde estuvieron las oficinas civiles, los hongos de colores y los lirios pálidos entre los memoriales sin resolver cuyo curso ordinario había sido más lento que las vidas más áridas, vimos en el centro del patio la alberca bautismal donde fueron cristianizadas con sacramentos marciales más de cinco generaciones, vimos en el fondo la antigua caballeriza de los virreyes transformada en cochera, y vimos entre las camelias y las mariposas la berlina de los tiempos del ruido, el furgón de la peste, la carroza del año del cometa, el coche fúnebre del progreso dentro del orden, la limusina sonámbula del primer siglo de paz, todos en buen estado bajo la telaraña polvorienta y todos pintados con los colores de la bandera. En el patio siguiente, detrás de una verja de hierro, estaban los rosales nevados de polvo lunar a cuya sombra dormían los leprosos en los tiempos grandes de la casa, y habían proliferado tanto en el abandono que apenas si quedaba un resquicio sin olor en aquel aire de rosas revuelto con la pestilencia que nos llegaba del fondo del jardín y el tufo de gallinero y la hedentina de boñigas y fermentos de orines de vacas y soldados de la basílica colonial convertida en establo de ordeño. Abriéndonos paso a través del matorral asfixiante vimos la galería de arcadas con tiestos de claveles y frondas de astromelias y trinitarias donde estuvieron las barracas de las concubinas, y por la variedad de los residuos domésticos y la cantidad de las máquinas de coser nos pareció posible que allí hubieran vivido más de mil mujeres con sus recuas de sietemesinos, vimos el desorden de guerra de las cocinas, la ropa podrida al sol en las albercas de lavar, la sentina abierta del cagadero común de concubinas y soldados, y vimos en el fondo los sauces babilónicos que habían sido transportados vivos desde el Asia Menor en gigantescos invernaderos de mar, con su propio suelo, su savia y su llovizna, y al fondo de los sauces vimos la casa civil, inmensa y triste, por cuyas celosías desportilladas seguían metiéndose los gallinazos. No tuvimos que forzar la entrada, como habíamos pensado, pues la puerta central pareció abrirse al solo impulso de la voz, de modo que subimos a la planta principal por una escalera de piedra viva cuyas alfombras de ópera habían sido trituradas por las pezuñas de las vacas, y desde el primer vestíbulo hasta los dormitorios privados vimos las oficinas y las salas oficiales en ruinas por donde andaban las vacas impávidas comiéndose las cortinas de terciopelo y mordisqueando el raso de los sillones, vimos cuadros heroicos de santos y militares tirados por el suelo entre muebles rotos y plastas recientes de boñiga de vaca, vimos un comedor comido por las vacas, la sala de música profanada por estropicios de vacas, las mesitas de dominó destruidas y las praderas de las mesas de billar esquilmadas por las vacas, vimos abandonada en un rincón la máquina del viento, la que falsificaba cualquier fenómeno de los cuatro cuadrantes de la rosa náutica para que la gente de la casa soportara la nostalgia del mar que se fue, vimos jaulas de pájaros colgadas por todas partes y todavía cubiertas con los trapos de dormir de alguna noche de la semana anterior, y vimos por las ventanas numerosas el extenso animal dormido de la ciudad todavía inocente del lunes histórico que empezaba a vivir, y más allá de la ciudad, hasta el horizonte, vimos los cráteres muertos de ásperas cenizas de luna de la llanura sin término donde había estado el mar. En aquel recinto prohibido que muy pocas gentes de privilegio habían logrado conocer, sentimos por primera vez el olor de carnaza de los gallinazos, percibimos su asma milenaria, su instinto premonitorio, y guiándonos por el viento de putrefacción de sus aletazos encontramos en la sala de audiencias los cascarones agusanados de las vacas, sus cuartos traseros de animal femenino varias veces repetidos en los espejos de cuerpo entero, y entonces empujamos una puerta lateral que daba a una oficina disimulada en el muro, y allí lo vimos a él, con el uniforme de lienzo sin insignias, las polainas, la espuela de oro en el talón izquierdo, más viejo que todos los hombres y todos los animales viejos de la tierra y del agua, y estaba tirado en el suelo, bocabajo, con el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada, como había dormido noche tras noche durante todas las noches de su larguísima vida de déspota solitario.
Sólo cuando lo volteamos para verle la cara comprendimos que era imposible reconocerlo aunque no hubiera estado carcomido de gallinazos, porque ninguno de nosotros lo había visto nunca, y aunque su perfil estaba en ambos lados de las monedas, en las estampillas de correo, en las etiquetas de los depurativos, en los bragueros y los escapularios, y aunque su litografía enmarcada con la bandera en el pecho y el dragón de la patria estaba expuesta a todas horas en todas partes, sabíamos que eran copias de copias de retratos que ya se consideraban infieles en los tiempos del cometa, cuando nuestros propios padres sabían quién era él porque se lo habían oído contar a los suyos, como éstos a los suyos, y desde niños nos acostumbraron a creer que él estaba vivo en la casa del poder porque alguien había visto encenderse los globos de luz una noche de fiesta, alguien había contado que vi los ojos tristes, los labios pálidos, la mano pensativa que iba diciendo adioses de nadie a través de los ornamentos de misa del coche presidencial, porque un domingo de hacía muchos años se habían llevado al ciego callejero que por cinco centavos recitaba los versos del olvidado poeta Rubén Darío y había vuelto feliz con una morrocota legítima con que le pagaron un recital que había hecho sólo para él, aunque no lo había visto, por supuesto, no porque fuera ciego sino porque ningún mortal lo había visto desde los tiempos del vómito negro, y sin embargo sabíamos que él estaba ahí, lo sabíamos porque el mundo seguía, la vida seguía, el correo llegaba, la banda municipal tocaba la retreta de valses bobos de los sábados bajo las palmeras polvorientas y los faroles mustios de la Plaza de Armas, y otros músicos viejos reemplazaban en la banda a los músicos muertos. En los últimos años, cuando no se volvieron a oír ruidos humanos ni cantos de pájaros en el interior y se cerraron para siempre los portones blindados, sabíamos que había alguien en la casa civil porque de noche se veían luces que parecían de navegación a través de las ventanas del lado del mar, y quienes se atrevieron a acercarse oyeron desastres de pezuñas y suspiros de animal grande detrás de las paredes fortificadas, y una tarde de enero habíamos visto una vaca contemplando el crepúsculo desde el balcón presidencial, imagínese, una vaca en el balcón de la patria, qué cosa más inicua, qué país de mierda, pero se hicieron tantas conjeturas de cómo era posible que una vaca llegara hasta un balcón si todo el mundo sabía que las vacas no se trepaban por las escaleras, y menos si eran de piedra, y mucho menos si estaban alfombradas, que al final no supimos si en realidad la vimos o si era que pasamos una tarde por la Plaza de Armas y habíamos soñado caminando que habíamos visto una vaca en un balcón presidencial donde nada se había visto ni había de verse otra vez en muchos años hasta el amanecer del último viernes cuando empezaron a llegar los primeros gallinazos que se alzaron de donde estaban siempre adormilados en la cornisa del hospital de pobres, vinieron más de tierra adentro, vinieron en oleadas sucesivas desde el horizonte del mar de polvo donde estuvo el mar, volaron todo un día en círculos lentos sobre la casa del poder hasta que un rey con plumas de novia y golilla encarnada impartió una orden silenciosa y empezó aquel estropicio de vidrios, aquel viento de muerto grande, aquel entrar y salir de gallinazos por las ventanas como sólo era concebible en una casa sin autoridad, de modo que también nosotros nos atrevimos a entrar y encontramos en el santuario desierto los escombros de la grandeza, el cuerpo picoteado, las manos lisas de doncella con el anillo del poder en el hueso anular, y tenía todo el cuerpo retoñado de liqúenes minúsculos y animales parasitarios de fondo de mar, sobre todo en las axilas y en las ingles, y tenía el braguero de lona en el testículo herniado que era lo único que habían eludido los gallinazos a pesar de ser tan grande como un riñón de buey, pero ni siquiera entonces nos atrevimos a creer en su muerte porque era la segunda vez que lo encontraban en aquella oficina, solo y vestido, y muerto al parecer de muerte natural durante el sueño, como estaba anunciado desde hacía muchos años en las aguas premonitorias de los lebrillos de las pitonisas. La primera vez que lo encontraron, en el principio de su otoño, la nación estaba todavía bastante viva como para que él se sintiera amenazado de muerte hasta en la soledad de su dormitorio, y sin embargo gobernaba como si se supiera predestinado a no morirse jamás, pues aquello no parecía entonces una casa presidencial sino un mercado donde había que abrirse paso por entre ordenanzas descalzos que descargaban burros de hortalizas y huacales de gallinas en los corredores, saltando por encima de comadres con ahijados famélicos que dormían apelotonadas en las escaleras para esperar el milagro de la caridad oficial, había que eludir las corrientes de agua sucia de las concubinas deslenguadas que cambiaban por flores nuevas las flores nocturnas de los floreros y trapeaban los pisos y cantaban canciones de amores ilusorios al compás de las ramas secas con que venteaban las alfombras en los balcones, y todo aquello entre el escándalo de los funcionarios vitalicios que encontraban gallinas poniendo en las gavetas de los escritorios, y tráficos de putas y soldados en los retretes, y alborotos de pájaros, y peleas de perros callejeros en medio de las audiencias, porque nadie sabía quién era quién ni de parte de quién en aquel palacio de puertas abiertas dentro de cuyo desorden descomunal era imposible establecer dónde estaba el gobierno. El hombre de la casa no sólo participaba de aquel desastre de feria sino que él mismo lo promovía y comandaba, pues tan pronto como se encendían las luces de su dormitorio, antes de que empezaran a cantar los gallos, la diana de la guardia presidencial mandaba el aviso del nuevo día al cercano cuartel del Conde, y éste lo repetía para la base de San Jerónimo, y ésta para la fortaleza del puerto, y ésta volvía a repetirlo para las seis dianas sucesivas que despertaban primero a la ciudad y luego a todo el país, mientras él meditaba en el excusado portátil tratando de apagar con las manos el zumbido de sus oídos, que entonces empezaba a manifestarse, y viendo pasar la luz de los buques por el voluble mar de topacio que en aquellos tiempos de gloria estaba todavía frente a su ventana. Todos los días, desde que tomó posesión de la casa, había vigilado el ordeño en los establos para medir con su mano la cantidad de leche que habían de llevar las tres carretas presidenciales a los cuarteles de la ciudad, tomaba en la cocina un tazón de café negro con cazabe sin saber muy bien para dónde lo arrastraban las ventoleras de la nueva jornada, atento siempre al cotorreo de la servidumbre que era la gente de la casa con quien hablaba el mismo lenguaje, cuyos halagos serios estimaba más y cuyos corazones descifraba mejor, y un poco antes de las nueve tomaba un baño lento de aguas de hojas hervidas en la alberca de granito construida a la sombra de los almendros de su patio privado, y sólo después de las once conseguía sobreponerse a la zozobra del amanecer y se enfrentaba a los azares de la realidad. Antes, durante la ocupación de los infantes de marina, se encerraba en la oficina para decidir el destino de la patria con el comandante de las tropas de desembarco y firmaba toda clase de leyes y mandatos con la huella del pulgar, pues entonces no sabía leer ni escribir, pero cuando lo dejaron solo otra vez con su patria y su poder no volvió a emponzoñarse la sangre con la conduerma de la ley escrita sino que gobernaba de viva voz y de cuerpo presente a toda hora y en todas partes con una parsimonia rupestre pero también con una diligencia inconcebible a su edad, asediado por una muchedumbre de leprosos, ciegos y paralíticos que suplicaban de sus manos la sal de la salud, y políticos de letras y aduladores impávidos que lo proclamaban corregidor de los terremotos, los eclipses, los años bisiestos y otros errores de Dios, arrastrando por toda la casa sus grandes patas de elefante en la nieve mientras resolvía problemas de estado y asuntos domésticos con la misma simplicidad con que ordenaba que me quiten esta puerta de aquí y me la pongan allá, la quitaban, que me la vuelvan a poner, la ponían, que el reloj de la torre no diera las doce a las doce sino a las dos para que la vida pareciera más larga, se cumplía, sin un instante de vacilación, sin una pausa, salvo a la hora mortal de la siesta en que se refugiaba en la penumbra de las concubinas, elegía una por asalto, sin desvestirla ni desvestirse, sin cerrar la puerta, y en el ámbito de la casa se escuchaba entonces su resuello sin alma de marido urgente, el retintín anhelante de la espuela de oro, su llantito de perro, el espanto de la mujer que malgastaba su tiempo de amor tratando de quitarse de encima la mirada escuálida de los sietemesinos, sus gritos de lárguense de aquí, váyanse a jugar en el patio que esto no lo pueden ver los niños, y era como si un ángel atravesara el cielo de la patria, se apagaban las voces, se paró la vida, todo el mundo quedó petrificado con el índice en los labios, sin respirar, silencio, el general está tirando, pero quienes mejor lo conocieron no confiaban ni siquiera en la tregua de aquel instante sagrado, pues siempre parecía que se desdoblaba, que lo vieron jugando dominó a las siete de la noche y al mismo tiempo lo habían visto prendiendo fuego a las bostas de vaca para ahuyentar los mosquitos en la sala de audiencias, ni nadie se alimentaba de ilusiones mientras no se apagaban las luces de las últimas ventanas y se escuchaba el ruido de estrépito de las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos del dormitorio presidencial, y se oía el golpe del cuerpo al derrumbarse de cansancio en el suelo de piedra, y la respiración de niño decrépito que se iba haciendo más profunda a medida que montaba la marea, hasta que las arpas nocturnas del viento acallaban las chicharras de sus tímpanos y un ancho maretazo de espuma arrasaba las calles de la rancia ciudad de los virreyes y los bucaneros e irrumpía en la casa civil por todas las ventanas como un tremendo sábado de agosto que hacía crecer percebes en los espejos y dejaba la sala de audiencias a merced de los delirios de los tiburones y rebasaba los niveles más altos de los océanos prehistóricos, y desbordaba la faz de la tierra, y el espacio y el tiempo, y sólo quedaba él solo flotando bocabajo en el agua lunar de sus sueños de ahogado solitario, con su uniforme de lienzo de soldado raso, sus polainas, su espuela de oro, y el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada. Aquel estar simultáneo en todas partes durante los años pedregosos que precedieron a su primera muerte, aquel subir mientras bajaba, aquel extasiarse en el mar mientras agonizaba de malos amores no eran un privilegio de su naturaleza, como lo proclamaban sus aduladores, ni una alucinación multitudinaria, como decían sus críticos, sino que era la suerte de contar con los servicios íntegros y la lealtad de perro de Patricio Aragonés, su doble perfecto, que había sido encontrado sin que nadie lo buscara cuando le vinieron con la novedad mi general de que una falsa carroza presidencial andaba por pueblos de indios haciendo un próspero negocio de suplantación, que habían visto los ojos taciturnos en la penumbra mortuoria, que habían visto los labios pálidos, la mano de novia sensitiva con un guante de raso que iba echando puñados de sal a los enfermos arrodillados en la calle, y que detrás de la carroza iban dos falsos oficiales de a caballo cobrando en moneda dura el favor de la salud, imagínese mi general, qué sacrilegio, pero él no dio ninguna orden contra el suplantador sino que había pedido que lo llevaran en secreto a la casa presidencial con la cabeza metida en un talego de fique para que no fueran a confundirlo, y entonces padeció la humillación de verse a sí mismo en semejante estado de igualdad, carajo, si este hombre soy yo, dijo, porque era en realidad como si lo fuera, salvo por la autoridad de la voz, que el otro no logró imitar nunca, y por la nitidez de las líneas de la mano en donde el arco de la vida se prolongaba sin tropiezos en torno a la base del pulgar, y si no lo hizo fusilar en el acto no fue por el interés de mantenerlo como suplantador oficial, pues esto se le ocurrió más tarde, sino porque lo inquietó la ilusión de que las cifras de su propio destino estuvieran escritas en la mano del impostor.
Ejemplo de tono en la novela 2: SEDA, de Alessandro Baricco
I.
AUNQUE su padre hubiera imaginado para él un brillante porvenir en el ejercito, Hervé Joncour había terminado por ganarse la vida con un oficio insólito, al cual no le era extraña, por singular ironía, una característica tan amable que traicionaba una vaga entonación femenina.
Para vivir; Hervé Joncour compraba y vendía gusanos de seda.
Corría el año de 1861. Flaubert estaba escribiendo Salambó, la iluminación eléctrica era todavía una hipótesis y Abraham Lincoln, al otro lado del océano, estaba combatiendo en una guerra de la cual no vería el fin.
Hervé Joncour tenía 32 años.
Compraba y vendía.
Gusanos de seda.
2.
PARA SER EXACTOS, Hervé Joncour compraba y vendía los gusanos cuando su existencia de gusano consistía en ser huevos minúsculos, de color gris o amarillo, inmóviles y aparentemente muertos. Bastaba la palma de una mano para tener millares. "Lo que se dice tener una fortuna en la mano.”
A principios de mayo los huevos se rompían, liberando una larva que, después de 30 días de febril alimentación a base de hojas de morera, procedía a encerrarse nuevamente en un capullo, para luego salir definitivamente dos semanas más tarde, dejando tras de sí un patrimonio que en seda hacía mil metros de hilo crudo y en dinero una bonita cantidad de francos franceses: suponiendo, claro está, que todo esto acaeciera en el respeto de las reglas y, como en el caso de Hervé Joncour, en alguna región de la Francia meridional.
Lavilledieu era el nombre del lugar en el cual vivía Hervé Joncour.
Hélene el de su mujer.
No tenían hijos.
3.
PARA EVITAR los daños de las epidemias que cada vez con mayor frecuencia afligían los cultivos europeos, Hervé Joncour llegaba incluso a cruzar el Mediterráneo para adquirir los huevos de gusano en Siria y Egipto. En eso consistía la característica más exquisitamente aventurera de su trabajo. Cada año, a principios de enero, partía.
Atravesaba mil seiscientas millas de mar y ochocientos kilómetros de tierra. Escogía los huevos, discutía el precio, los compraba. Después se volvía, atravesaba ochocientos kilómetros de tierra y mil seiscientas millas de mar y entraba de nuevo en Lavilledieu, de ordinario el primer domingo de abril, de ordinario a tiempo para la Misa Mayor.
Trabajaba todavía dos semanas más para poner a punto los huevos y venderlos.
El resto del año, descansaba.
4.
-¿CÓMO ES África? -le preguntaban.
-Cansa.
Tenía una gran casa en las afueras del pueblo y un pequeño laboratorio en el centro, justo enfrente de la casa abandonada de Jean Berbeck.
Jean Berbeck había decidido un día que no hablaría nunca más. Mantuvo la promesa. La mujer y las dos hijas lo abandonaron. Él murió. Nadie quiso su casa; así, ahora era una casa abandonada.
Comprando y vendiendo gusanos de seda, Hervé Joncour ganaba cada año una cifra suficiente para asegurarse a sí y a su mujer esas comodidades que en provincia tienden a considerarse como un lujo. Gozaba con discreción de sus haberes y la perspectiva, verosímil, de llegar a ser realmente rico lo dejaba del todo indiferente. Era, por otra parte, uno de esos hombres a los que les gusta asistir su propia vida, considerando impropia cualquier ambición de vivirla.
Se habrá notado que ellos observan su propio destino del modo en que la mayoría suele observar un día de lluvia.
5.
SI SE LO HUBIERAN preguntado, Hervé Joncour habría respondido que su vida continuaría así para siempre. Al inicio de los años sesenta, sin embargo, la epidemia de pebrina que había destruido los huevos de los cultivos europeos se difundió al otro lado del mar, alcanzando África y, según algunos, incluso la India. Hervé Joncour volvió de su habitual viaje, en 1861, con una carga de huevos que se reveló, dos meses después, casi totalmente infectada. Para Lavilledieu, como para tantas otras ciudades que fundaban su riqueza en la producción de seda, aquel año pareció representar el comienzo del fin. La ciencia se mostraba incapaz de comprender las causas de las epidemias, y todo el mundo, hasta en las regiones más lejanas, parecía prisionero del aquel sortilegio sin explicación.
-Casi todo el mundo -dijo despacio Baldabiou-. Casi -agregando dos dedos de
agua a su Pernod.
Ejemplo de tono en la novela 3: La flaqueza del bolchevique, de Lorenzo Silva
martes, 11 de junio de 2024
10ª SESIÓN: Narrador en Segunda persona. "Cómo ser la otra mujer"
Os conoceréis con gabardinas caras de color beis, una noche espesa como el caldo. Igual que en una película de detectives. Primero, quédate delante del escaparate de Florsheim, en la calle Cincuenta y siete, pega la cara al cristal, mira los Hummels de terciopelo falso que giran alrededor de los zapatos de piel; algunos son blancos como los que lleva tu padre y están apoyados en guirnaldas sobre un montoncito de nieve sintética. Todas las tiendas han cerrado. Ves tu aliento en el cristal. Dibuja un símbolo de la paz. Esperas un autobús.
Él surge de la nada, se parece a Robert Culp, la niebla se espesa, luego se abre, después es como si se volviera a cerrar a su espalda. Te pide fuego y, sorprendida, te sobresaltas levemente, pero le das tus cerillas del Lucky’s Lounge, «donde el ocio es cosa seria». Tiene una risita agradable, uñas agradables. Enciende el cigarrillo protegiendo la punta con las manos y le da una calada honda, como si se muriera de hambre. Al soltar el humo sonríe, te devuelve las cerillas, te mira a la cara, te dice: «Gracias».
Después se queda no muy lejos de ti, esperando. El mismo autobús, quizá. Intercambiáis miradas furtivas, moviendo los pies. Finge que contemplas la nieve sintética. Sois dos espías que miráis rápidamente los relojes, escondéis el cuello entre los hombros, lleváis subida la solapa de la gabardina y cortáis lentamente como aletas de tiburón la niebla iluminada por las tiendas y los taxis. Empezáis a hacer círculos, os calibráis el uno al otro con olisqueos primigenios, os miráis, con movimientos furtivos, tan penetrantes como Basil Rathbone.
Llega un autobús. Va abarrotado, todos contemplan sin humor las axilas de los demás. Baja una mujer rubia con pinzas en el pelo y los zapatos en la mano. Os subís juntos, os agarráis a barras cromadas contiguas y, cuando el autobús suelta su resoplido y se pone en marcha con estruendo, sacas un libro. Pasado un minuto, te pregunta qué lees. Es Madame Bovary con el forro de una biografía de Doris Day. Intenta explicarle lo de los forros de los libros. Te sonríe, interesado.
Vuelve a tu libro. Emma abre su ventana pensando en Ruan.
—¡Qué tiempecito! —le oyes suspirar con un acento levemente británico o de la clase alta del estado de Delaware.
Levanta la vista. Di:
—No es apto para ningún bicho viviente.
Parece una tontería. No tiene sentido.
Pero así es como os conocéis.
En el cine es tierno, te acaricia la mano bajo el asiento.
En los conciertos es encantador y atento, te invita a copas, te busca el tocador de señoras cuando no lo encuentras.
En los museos es sabio y cariñoso, te acompaña despacio entre las urnas cinerarias etruscas con gestos afectuosos y una diplomatura en Historia del Arte de la Universidad de Columbia. Es amable; se ríe de tus bromas.
Después de cuatro películas, tres conciertos y dos museos y medio, te acuestas con él. Te parece el número adecuado de actos culturales. Pones en el tocadiscos tu música favorita de arpa y oboe. Te dice el nombre de su mujer. Se llama Patricia. Es una abogada especializada en propiedad intelectual. Te dice que le gustas mucho. Te quedas tendida boca abajo, desnuda y todavía demasiado acalorada. Cuando te pregunte «¿Qué te parece?», no digas «ridículo» ni «lárgate de mi apartamento». Apoya la cabeza en una mano y responde:
—Depende. ¿Qué es la legislación de la propiedad intelectual?
Te sonríe.
—Ah, ya sabes. Cuando el ocio es cosa seria.
Échale una sonrisita apretada y tensa.
—Es que no quiero que te sientas incómoda con esto.
Di:
—Eh. Yo soy una persona muy tranquila. Soy dura.
Enséñale el bíceps.
Cuando tenías seis años te creías que amante significaba algo molesto, como ponerse un zapato en el pie equivocado.
Ahora eres mayor y sabes que puede significar muchas cosas, pero que esencialmente significa ponerse el zapato en el pie equivocado.
Caminas de manera diferente. No te reconoces en los escaparates; eres otra mujer, una loca escaparatista con gafas que tropieza frenética y preocupada entre los maniquíes.
En los servicios públicos te sientas aplastada peligrosamente en el asiento del retrete, como un extraño helado de carne desesperada y regocijante, y murmuras a tus muslos, que adquieren un color azulado:
—Hola, soy Charlene. Soy una amante.
Es como tener un libro prestado de la biblioteca.
Es como tener constantemente un libro prestado de la biblioteca.
Quedáis a menudo para cenar, después del trabajo, compartís litros enteros del tinto de la casa, después recorréis a trompicones las dos manzanas hacia el este, las veinte manzanas hacia el sur hasta llegar a tu apartamento y os tumbáis en el suelo del cuarto de estar con las gabardinas caras de color beis todavía puestas.
Es analista de sistemas (ya habéis agotado las bromas al respecto), pero te revela que lo que quiere ser de verdad es actor.
—Bueno, ¿y cómo te hiciste analista de sistemas? —le preguntas, qué gracia tienes.
—Como se hace uno cualquier cosa —responde pensando en voz alta—. Estudié y envié currículos.
Una pausa.
—Patricia me ayudó a preparar un currículo estupendo.
Demasiado estupendo.
—Ah.
Piensa en los estudios para amante, el título, los currículos. Puede que no estés cualificada.
—Pero el trabajo de análisis de sistemas no se me da demasiado bien —explica, mirando el techo agrietado y más allá, mucho más allá—. Calcular la eficiencia en función de los costes de doscientas personas que se pasan quinientas páginas de un lado a otro de un escritorio nuevo de metro por metro y medio... No soy una persona organizada, como lo es Patricia, por ejemplo. Es increíblemente ordenada. Hace listas de todo. Es impresionante.
Di con voz inexpresiva, apagada:
—¿Qué?
—Que hace listas.
—¿Que hace listas? ¿Y eso te gusta?
—Bueno, pues sí. Ya sabes, de lo que va a hacer, de lo que tiene que comprar, los nombres de los clientes que tiene que ver, etcétera.
—¿Listas? —murmuras tú desanimada, desangelada, con tu cara gabardina beis todavía puesta.
Hay un silencio largo, cansado. ¿Listas? Te pones de pie, te limpias el polvo de la gabardina, le preguntas qué quiere beber y después vas directa a la cocina sin aguardar su respuesta.
A la una y media se levanta en silencio, salvo por el roce suave que hace al vestirse. Se marcha antes de que te hayas quedado dormida del todo, pero antes se inclina sobre ti con su cara gabardina beis y te besa las puntas del pelo. Ah, te besa el pelo.
CLIENTES QUE VER
Fotos de cumpleaños
Rollo de celo
Cartas a TD y a mamá
En teoría sigues siendo secretaria de Karma-Kola, pero llevas al cuello la llave de la asociación de estudiantes Phi Beta Kappa colgada de una cadena de oro barata, con la esperanza de que alguien se fije en ti a la hora de un ascenso. Por desgracia, has perdido el respeto de todos tus compañeros excepto uno, y también el de muchos de tus superiores, que trabajan para poder enviar a sus hijas a la universidad para que no tengan que ser secretarias, y que por lo tanto te miran con desprecio por ser una fracasada a pesar de tener una licenciatura. Es como ser licenciada en fracaso. Pero Hilda te aprecia. Eres joven y le recuerdas a su hermana, la patinadora profesional.
—Pero si a mí no me gusta patinar —le aclaras.
Y Hilda sonríe, asintiendo con la cabeza.
—Ajá, eso es exactamente lo que ella me dice a veces, y lo dice de la misma forma que tú.
—¿De qué forma?
—Ah, no lo sé —responde Hilda—: con el flequillo con raya en medio, ese aire.
Pregúntale a Hilda si quiere salir a almorzar contigo.
Mientras os coméis unos bocadillos de carne con chucrut, pregúntale si ha tenido alguna vez una aventura con un hombre casado. A medio bocado, mientras intenta completar la coreografía de su masticar, le chorrea salsa rusa en las manos.
—Una vez —explica—. Fue el último amante que he tenido. Hace más de dos años.
Di «Ay, Dios» como si fuera algo horrible y trágico, e intenta después mitigar la grosería carraspeando y añadiendo:
—Bueno, supongo que no es tan terrible.
—No —suspira ella de buen humor—. Su mujer tenía la enfermedad de Hodgkin, o eso creían todos. Cuando le hicieron el diagnóstico correcto y no resultó tan negativo, volvió con ella. ¿Tú lo entiendes?
—Supongo —contesta dubitativa.
—Sí, puede que tengas razón. —Hilda sigue limpiándose carne con chucrut del dorso de las manos con una servilleta—. Bueno, de todas formas, ¿con quién te has
liado?
—Con uno que tiene una mujer que hace listas. Tiene la enfermedad de Hacelistas.
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé.
—Sí —replica Hilda—. Típico.
CLIENTES QUE VER
Tomates en lata
Pasta de dientes ecológica
Desodorante ecológico
Vitamina C de oferta, Rexall
Ver: otro zapatero, calle 32.
—La verdad es que Patricia ha tenido una vida muy interesante —comenta él, fumándose un cigarrillo.
—¿Ah, sí? —contestas, aplastando otro en el cenicero.
Haz una lista de todos los amantes que has tenido.
Warren Lasher
Ed Catapano Cabeza de Goma
Charles Deats o Keats
Alfonse
Métetela en el bolsillo. Déjala por ahí, a la vista. No sabes cómo, pero la pierdes. Tómate el pelo diciendo que eres «una perdida». Haz otra lista.
Susurra «No te vayas todavía» cuando se deslice de tu cama antes de salir el sol y tú estés allí, tendida boca arriba, refrescándote, desnuda entre las sábanas y oliendo a un sudor de almizcle, de cebolla. Siéntete gris como una toalla abandonada en unos vestuarios. Míralo mientras se vuelve a poner los pantalones, el suéter, los calcetines y los zapatos. Extiende la mano y agárralo del muslo mientras se inclina y te besa rápidamente, diciéndote que no te levantes, que ya cerrará la puerta al salir. En la oscuridad cargada de humo lo ves esbozar una sonrisa débil, culpable, e intentar despedirse desde la puerta con un gesto falso y desenvuelto de la mano. Vuélvete de costado, hacia la pared, para no tener que ver cómo se cierra la puerta. Oyes el ruido, no obstante, el tintineo de las llaves y el chasquido de la cerradura, las pisadas fuertes que después se van perdiendo por la escalera, el golpe de la puerta de la calle, después nada, todos sus ruidos se mezclan con la ciudad, su cara pasa sin nombre hacia el barrio alto en un autobús o en un taxi con mala calefacción mientras las ventanas del dormitorio, de todo el edificio en que vives, se estremecen cuando pasa un camión escandaloso hacia el puente de Queensboro.
—Hola, soy Atila —dice con una voz falsa y grave cuando coges el teléfono en la oficina.
Suelta una risita. Como si fueras tonta. Di:
—Ah. Hola, huno.
Hilda se vuelve para mirarte con una expresión de quémosca-te-ha-picado. Encógete de hombros.
—¿Comemos juntos más tarde?
Di:
—¿Carne? Ya sabes que la carne no puedo ni verla, soy vegetariana.
—Qué graciosa, qué gracia tienes —observa, sin reírse, y durante el almuerzo te da sus tomates.
Bébete dos vasos enormes de vino y sonríe con todas sus anécdotas de la oficina y de su suegra. Eso hace que le chispeen los ojos y le salgan arrugas en las comisuras, que la cara se le ponga satisfecha y brillante. Cuando la camarera retira los platos, hay un silencio en el que los dos bajáis los ojos y los volvéis a alzar.
—Cada día estás más guapa —te dice mientras sostienes la copa de vino sobre la nariz y el borgoña te cae a raudales por la garganta.
Deja la copa. Sonrójate. Sonríe. Juguetea con tu llave de Phi Beta Kappa.
Cuando os levantéis para marcharos, respira hondo.
Enfrente del restaurante, de donde partiréis en direcciones opuestas, no le des un beso entre la multitud del mediodía.
El despacho de Patricia está cerca y ella tiene la costumbre de ir al banco más o menos a esa hora; a él se le pondría rígida la espalda y movería los ojos de un lado a otro como un loco. En lugar de eso, haz un rápido movimiento de pies, como si llevaras una cadena y una bola, como viste hacer a Barbra Streisand en una película. Haz un gesto ampuloso con el brazo y di:
—Hasta que volvamos a vernos para comer.
El ascensor de la oficina va despacio y está lleno de gente; te olvidas de bajar en el décimo piso y lo tienes que hacer desde el diecinueve. Cinco minutos después de llegar mareada a tu escritorio, suena el teléfono.
—Espérame mañana a las siete, delante del Florsheim —dice—, y te llevaré a mi castillo. Patricia va a una convención sobre derechos de autor.
Espera helándote delante del Florsheim hasta las siete y veinte. Aparece, por fin, corriendo, jadeando entre disculpas (acaba de volver del aeropuerto), con la gabardina abierta, y tira de ti a paso vivo hacia la parte alta de la ciudad, rumbo a los museos de arte. Vive cerca de los museos. Pregúntale qué es una convención sobre derechos de autor.
—Un lugar donde el ocio es cosa seria y así se toma —explica con voz tranquila, alargando las palabras y sonriendo, avivando su paso y el tuyo.
Te besa la sien, te retira el pelo de la cara.
Llegas a su edificio en veinte minutos.
—¿Ya estamos aquí?
El portero del castillo lleva la bragueta abierta. Sonríele con educación. En el ascensor, di:
—No vale la pena subir una bragueta que nadie mira.
El ascensor traquetea a lo largo de los ocho pisos de manera peculiar, como si alguien estuviera carraspeando obsesivamente.
Cuando abre por fin la puerta del apartamento, te hace pasar a un cuarto de estar en forma de ele, repleto de plantas y carteles con marco dorado que anuncian exposiciones a las que hace ya seis años que es demasiado tarde para ir.
La cocina está a un lado: pequeña, digital, austera, con un pequeño ejército de utensilios cromados que cuelgan de la pared beligerantes y limpios como espadas. Da vueltas por allí, nerviosa como un perro que olisquea la casa. Asómate al dormitorio: en el centro, como una flor gigante, hay una cama tamaño reina con una colcha holandesa de Pensilvania. En una mesilla de noche hay un marco con peana con una foto de una mujer vestida de esquiadora. Te asusta.
Cuando vuelves al cuarto de estar, te lo encuentras preparando unos combinados con whisky escocés.
—Ya estamos aquí —repites, con una sonrisa forzada y una agitación extraña en el tórax.
Enciende uno de sus cigarrillos.
—¿Te guardo el abrigo?
Muéstrate rara y difícil. Di:
—El beis me gusta. Creo que es práctico.
—¿Qué te pasa? —pregunta cuando te da la copa.
Intenta decidir qué debes hacer:
1. Abrirte de un tirón la gabardina, enviando los botones al otro lado de la habitación como torpedos, para que caigan en la esparraguera con una serie de golpecitos.
2. Ir al baño y hacer gárgaras con agua caliente del grifo.
3. Bajar a la calle y parar un taxi para que te lleve a casa.
Te pone la boca en el cuello. Rodéalo tímidamente con los brazos. Susúrrale al oído:
—Mmm..., hay una mujer, otra mujer en tu cuarto.
Cuando esté totalmente dormido encima de ti, en plena noche, alarga el brazo izquierdo hacia la mesilla, despacio, como un brazo mecánico PROGRAMADO para realizar una misión secreta de espionaje, a oscuras acércate a la cara la foto de la esquiadora e intenta estudiar sus rasgos por encima del hombro de él. Parece que tiene una sonrisa bonita, el pelo corto, no hay cejas, las aletas de la nariz abiertas, un cuerpo indescifrable envuelto en nailon, plumón y lana.
Sal de debajo de su cuerpo dormido deslizándote con cuidado, como un calzador (él suelta un gruñido soñoliento), y ve al armario empotrado. Ábrelo con el mínimo de
crujidos y contempla la ropa de ella. Unos pocos trajes sastre.
Parece que tiene blusas beis y muchas cosas marrones. Enciende la luz del armario. Mira los zapatos. Están alineados en pares ordenados, casados, en el suelo del armario. Zapatos negros, zapatillas azules, mocasines marrones, sandalias marrones. Han ido a una universidad privada de las caras, pongamos que en Massachusetts. Mira dentro de sus zapatos. Tiene los pies mucho más grandes que los tuyos. Como pequeños misiles intercontinentales.
Dentro de las cuevas de esos zapatos se forman ojos que abren los párpados, te miran desde abajo, te observan, te hacen guiños desde las plantillas. Son semiamistosos, enigmáticos, les resulta gracioso que les pases revista como a hombrecitos que sonríen desde las escotillas abiertas de una flota de submarinos militares. Apaga la luz y cierra la puerta enseguida, antes de que se pongan a hablar, a bailar o algo así. Escabúllete a la cama otra vez y esconde la cara en su axila.
Por la mañana te prepara el desayuno. Algo con champiñones, huevos y salsa picante.
Usa su cepillo de dientes. El rojo. Mira en el espejo una cara que parece demasiado hinchada para ser la tuya. Imagínate que por error te cepillas con el de ella. Imagínate que
una esposa y una amante comparten un mismo cepillo de dientes para siempre jamás, sin saberlo. Mira en el botiquín:
Midol
Hilo dental
Tylenol
Merthiolate
Paquete de ocho limas de esmeril
Maquinillas de afeitar y recambios
Dos tubos de pasta de dientes apretados por el medio:
Crest y Sensodyne
Tiritas
Crema para las manos
Alcohol para friegas
Tres jaboncitos de Cashmere Bouquet robados de un hotel
En la calle, en todas partes, te parece ver a la sosa ladrona de jabón de hotel. Todas las mujeres son ella. Hueles Cashmere Bouquet por todas partes. Ésa es ella. Una que está esperando cerca de ti el autobús directo al centro: sí, ella. Una mujer que está detrás de ti en la cola de una tienda de comida preparada, cerca de Marine Midland, que tiene las manos suaves de crema y pinta de esquiar: por Dios, y tanto que es ella.
Ten ataques de sudor frío. Observa fijamente, con curiosidad clínica y terror desbocado, todas las narices con aletas abiertas. Escruta los pies. Mira de reojo los zapatos. Después aparta la vista, como una mujer, como otra mujer, que está perdiendo el juicio.
Sola, a la hora del almuerzo o después del trabajo, sigue mirando fijamente la nariz y los zapatos de todas las personas de sexo femenino de doce años para arriba. Siente que
te tiembla la cara y sal corriendo dos veces de Bergdorf ’s —un acto irracional— porque estás segura de que es ella la que está en los percheros de faldas rebajadas, eligiendo de nuevo una marrón, con un frasco de Tylenol que le asoma por una esquina del bolso. Siéntate en un muro de granito en la plaza GM y recobra el aliento. Escucha a un viejo que canta Frosty, el muñeco de nieve. Pierde la noción del tiempo.
—Llegas tarde —te susurra Hilda, volviéndose hacia ti—. Carlyle ha venido dos veces preguntando por ti y si ya estaba pasado a máquina el estudio de mercado.
Murmura:
—Mierda.
Sólo vas por la T: Tennessee, consumo de Karma-Kola por kilómetro cuadrado-dólar de inversión en el mercado.
Cifras de julio de 1980 a octubre de 1981.
Texas – Año fiscal 1980
Texas – Año fiscal 1981
Utah
Es como pasar a máquina una guía de teléfonos. Que te asomen lágrimas en los ojos.
CLIENTES QUE VER
1. Enamorada (¿?). Descontrolada. ¿Quién es ése? ¿Quién soy yo? ¿Y quién es esa esposa con esquís, nariz con aletas y Tylenol? ¿Tiene orgasmos?
2. Regenérate. Se te han caído algunos trozos.
3. Todo lo que haces es un acto masoquista. ¿Por qué?
4. ¿No te aprecias a ti misma? ¿No mereces algo mejor?
5. Necesitas: algo que te lleve al cielo, algo que haga que te vuelvan a gustar las cosas pequeñas, que te siga las curvas de las orejas y te revuelva el pelo y te llame todos los días.
6. Una droga.
7. Un hombre.
8. Una religión.
9. Un buen trabajo. Revisar y enviar currículos.
10. Acuérdate de lo que le dijo la señora Kloosterman a la clase en segundo: alegraos de tener piernas.
—¿Qué vas a hacer en Navidad? —pregunta, tendido boca arriba en tu sofá.
—No lo sé. Iré a Nueva Jersey a ver a mis padres, supongo.
Una pausa.
—¿Quieres venir a conocerlos?
Una sonrisa amable, paternal, indulgente.
—Charlene —ronronea, incorporándose para darte una palmadita en la mano, en tu mano pequeña, estúpida y ridícula.
Te regala un par de zapatillas de piel. Eran lo que querías.
Tú le regalas un libro de coches.
—Mamá, abre primero el rojo. El otro va con éste.
—Un molinillo de café, vaya, gracias, cariño.
Te da un beso húmedo en la mejilla con un velo navideño en los ojos. Cree que eres maravillosa. Es, sin duda, tu mayor admiradora. Está envejecida y menopáusica. Se empeña en creer que eres directora adjunta de departamento en Karma-Kola. Desea ser tú con muchas ganas, con mucha insistencia.
—Y este paquete es de un café exótico de Colombia, y éste es un descafeinado con sabor a chocolate.
Tu padre se revuelve inquieto en el rincón, mirando su reloj, preocupado porque tu madre debería echar un vistazo al asado.
—Café descafeinado en grano —dice—. ¿Es para mí?
—Sí, papá —responde—. Para ti.
—¿Quién es? —pregunta tu madre más tarde en la cocina, cuando ya has fregado los platos.
—Un analista de sistemas.
—¿Y a qué se dedican ésos?
—Bueno..., se casan mucho. Siempre suelen estar casados.
—Charlene, ¿tienes una aventura con un hombre casado?
—¿Lo tienes que decir así, mamá?
—Te estás buscando un lío —dice despacio, y sigue sacando brillo a la plata con una energía vehemente.
Pregúntate por qué siempre saca brillo a la plata después de las comidas.
Apóyate en la nevera y juguetea con los imanes.
Di suavemente, con cuidado:
—Ya lo sé, mamá, tú no harías una cosa así.
Alza los ojos para mirarte y le tiembla la boca; mechones de pelo castaño grisáceo le cuelgan por delante de los ojos salados, tiene restos secos de crema rosa para limpiar la plata en las manos, en la alianza. Se detiene, deja una cuchara, aparta la vista y te vuelve a mirar con desesperanza, como una muchacha muy joven, sacude la cabeza y rompe a llorar.
—Te he echado de menos —asegura, casi gritando, bullicioso y adolescente, mientras pasea por el cuarto de estar con una especie de expectación, como un niño que ya debería haberse ido a la cama y quiere preguntarte algo—. ¿Qué has hecho en tu casa?
Te frota el cuello.
—Bah, lo normal de las Navidades con mis padres. En Nochevieja fui a una discoteca de Morristown con mi prima Denise, pero elegí mal la ropa. Me puse el jersey de cuello cisne y la falda de tablas que me había regalado mi madre porque le quería dar ese gusto, y no paraba de enseñar las bragas.
Él sonríe y te besa en la mejilla, pues eso le parece encantador.
Sigue:
—Había tres tipos, los tres con camisa morada y sombreritos de papel, que no hacían más que sacarme a bailar.
No creo que estuvieran juntos ni que fueran hermanos ni nada de eso. Pero bailé, y cuando tocaron New York City Girl, esa canción que habla de lo quemadas que están las mujeres de ciudad y de lo competentes que son, me puse a bailar como una loca y se me cayeron las bragas al suelo.
Intenté subírmelas, pero al final tuve que quitármelas y metérmelas en el bolso. Cuando dieron las doce, me eché a llorar.
—Estoy seguro de que lo pasaste muy mal —te dice, pasándote las manos por la parte baja de la espalda.
—Sí, sin duda —replica.
—Estoy pensando en contarle a Patricia lo nuestro.
Muéstrate escéptica. Pregunta:
—¿Qué le dirás?
Él prosigue, seguro:
—Le diré: «Cariño, tengo que contarte algo».
—Y ella te mirará levantando la vista del maletín lleno de documentos y murmurará: «¿Hummmmmm?».
—Y yo diré: «Cariño, creo que me estoy enamorando de otra mujer, y sé que estoy teniendo relaciones sexuales con ella».
—Y ella responderá: «Ay, Dios mío, ¿qué has dicho?».
—Y yo aclararé: «Relaciones sexuales».
—Y se echará a llorar desconsolada, y ¿qué harás tú entonces?
Se produce un silencio, estático como la luna. Cambia de postura las piernas, parece confundido.
—Le... diré que estaba de broma.
Te aprieta la mano.
Aféitate las piernas en el lavabo. Filosofa: eres una amante, formas parte de una gran tradición histérica, digo histórica.
Las esposas son como las cucarachas. También forman parte de una gran tradición histórica. Te sobrevivirán después de un ataque nuclear (son duras y resistentes y se desplazan en manadas), pero ahora mismo no lo están pasando nada bien. Y cuando miras en el espejo del baño las ves escabullirse por detrás de ti, por arriba, donde no las alcanzas.
Una hora de cócteles de ginebra con lima después del trabajo, una ojeada rápida por Barnes and Noble, y él mira el reloj, te da un besito y dice:
—Buenas noches. Te llamaré pronto.
Sal con él. Quédate allí de pie, tiritando, pero no hagas
pucheros. Di:
—Habría sonado mejor «te llamaré luego» que «te llamaré pronto». «Pronto» significa siempre lo contrario.
Te sonríe débilmente.
—Te llamaré dentro de pocos días.
Y cuando se haya marchado, subiendo deprisa por la Tercera Avenida, mírate los pies, da una patada a una colilla y di con tu mejor murmullo juvenil:
—Que te jodan, tío.
Algunas noches dice que intentará ir, pero que no te lo garantiza. Esas noches, sólo por si acaso, pásate dos horas duchándote, vistiéndote, maquillándote hasta dejarte irreconocible, como un hombre que se viste de mujer, y después, como es tarde y tienes que trabajar al día siguiente, métete en la cama tal cual, perfumada y con un albornoz embarazoso, largo, ondulante, con lacitos, que más que una bata es un «salto de cama». Con la vela que se consume en su vaso junto a la cama, quédate dormida a ratos, dispuesta con meticuloso cuidado sobre las colchas, la lámpara de la ventana encendida en el cuarto de estar, la puerta cerrada sin llave por si llega y, con las prisas de la pasión, aquélla se le olvida.
A seis manzanas de la calle Catorce: te juegas la vida por él, tendida sobre la cama como una tarta ridícula, lo esperas con la puerta cerrada sin llave, te parece oírlo por la escalera, pero no. Deberías llevar un ramillete, piensas. Deberías llevar una maldita orquídea prendida de la pechera del salto de cama largo y ondulante, así estarías tan absurda como debes. Piensa: ¿Qué me ha pasado? ¿Por qué estoy tumbada de esta manera sobre la colcha con tanto Jontue, tanto rímel y tantas joyas, sin darle importancia, haciendo como si me acostara siempre así, cuando un pervertido con seis cuchillos de trinchar nuevos va a colarse por mi puerta sin cerrar? Recuerda: en el instituto de secundaria de Blakely Falls, Willis Holmes habría hecho cualquier cosa por estar contigo. No tienes por qué aguantar esto: quedaste segunda finalista en el concurso de belleza del baile de tercero.
Se oye pasar un camión.
Unos chicos sordomudos, que seguramente habrán salido de un baile del colegio próximo, se encuentran bajo tu ventana, soltando chillidos y aullidos, haciendo ruidos peregrinos. Supones que se están riendo y divirtiendo, pero ellos no se oyen y, de noche, los ruidos son temibles, bestiales.
Tu radio despertador marca la 1.45.
Pregúntate si te estás volviendo vieja, desesperada. Créete que te has convertido de verdad en otra mujer:
en tu tía solterona Phyllis;
en una camarera hipocondriaca de un bar de copas;
en un travesti esplendoroso que se ha perdido y ha subido desde el Village.
Cuando pasan siete días seguidos sin tener noticias de él, envíales postalitas ingeniosas a todos tus amigos de la universidad. El octavo día, cuando te llama por fin a la oficina murmurando cosas lascivas en alemán, sigue lacónica. Di: «Ja... nein... ja».
En el almuerzo, mira la crema de coliflor con la boca fruncida y pregúntale qué demonios hacen su mujer y él cuando están juntos. Muéstrate irritada. Él se encoge de hombros y dice:
—Quitar el polvo, comer, reñir por la cortina de la ducha. ¿Por qué lo preguntas?
Responde:
—No lo sé. Qué pregunta tan escandalosa, ¿eh?
Te echa una mirada comprensiva que podría resucitar a un gato muerto.
—Estás molesta porque no te he llamado.
Extiende la mano sobre la mesa para tocarte los dedos.
Retírala. Di:
—No te lo creas tanto.
Aparta ligeramente la vista. Cúbrete los ojos con la mano como si tuvieras dolor de cabeza. Di:
—Dios, lo siento.
—No importa —añade él.
Y tú piensas: Aquí hay algo que retrocede. Que va para atrás. Un error. Como los errores de «Las ocho diferencias» en las revistas para niños que hay en las consultas de los dentistas. Dolores de muelas. Dolores de estómago. Dios, la crema. Pide disculpas y corre al tocador de señoras. Cierra la cabina dando un portazo. Apoya la espalda en la puerta.
Observa el agujero del retrete.
Hilda está preocupada por ti y piensa que con un primo suyo de Brooklyn puede arreglar tu situación.
Pregúntale con voz cansada:
—¿Cómo se llama?
Te mira arrugando el entrecejo.
—Mark. Es banquero. ¿Y qué actitud es ésa, coño?
Mark te invita a una cerveza en un café griego que está cerca del cine.
—Así que eres secretaria.
Muéstrate violenta y haz una broma: «Sedentaria, más bien», y míralo con sorpresa y horror cuando suelte una carcajada y un resoplido excesivos.
Di:
—La verdad es que debería haber sido bailarina. Todo el mundo me lo ha dicho siempre.
Mark sonríe. Le gusta imaginarte como bailarina.
Míralo con frialdad. Añade:
—No, nadie me lo ha dicho nunca. Me lo acabo de inventar.
Pasa toda la película olvidándote de leer los subtítulos, pensando en cambio si deberías acostarte con Mark el banquero. Échale miradas de reojo. A oscuras, su perfil parece importante y misterioso. O algo así. Te pilla mirándolo, se vuelve y te guiña un ojo. Dios santo. Parece como si estuviera invirtiendo algo en todo esto. Esos banqueros... Suspira.
Mira al frente. Llega a la conclusión de que no tienes energía, interés.
—He salido con otro.
—¿Cómo?
—Con un banquero. Fuimos a ver una película de Godard.
—Vaya... Bueno.
—¿Bueno?
—Quiero decir que es bueno para ti, Charlene. Debes hacer cosas así de cuando en cuando.
—Sí. Es muy rico.
—¿Lo pasaste bien?
—No.
—¿Te acostaste con él?
—No.
Te besa en la oreja casi con agradecimiento. Revuélvete.
Ten una contracción nerviosa. Miente. Di:
—Digo, sí.
Él asiente con la cabeza. Aparta la vista. No dice nada.
Recorta un calendario viejo haciendo una tira por semana.
Colócalas en el suelo de tu cocina, como una especie de gráfico de barras sobre el linóleo, representando el número de semanas que has sido una amante: trece. Señala con una equis todas las fiestas nacionales.
Sal a darte un paseo por el frío. Tres niñas que matan el rato en el rellano de la entrada se ríen y gritan a los desconocidos que pasan por la calle. «¡Eh! ¡Eh, señor!» Rodéalas.
Piensa: No han tenido nunca un orgasmo.
Una mujer rubia con pinzas en el pelo pasa a tu lado en calcetines, con los zapatos en la mano.
Hay cosas que tienes que decirle.
CLIENTES QUE VER
1. Esta relación es humillante.
2. Va en contra de la decencia. ¿No soy más que una
vulgar ramera, una zorra vulgar?
3. Ni el más mínimo apoyo emocional.
4. ¿Por qué no me dices nunca «te quiero», o «quédate
en mis brazos para siempre, renacuajo mío», o «tus
ojos me hacen arder, cachito mío»?
Cuando te vuelve a llamar por teléfono, te dice:
—Estaba soñando contigo y me he despertado de pronto con una sensación inquieta y pesada.
Di:
—Sí, a mí no me gusta nada despertarme con un pesado al lado.
Se ríe con una risa suave, hermosa y de tenor que hace que sientas un calorcillo en los huesos. Y entonces te das cuenta; puede que todo se reduzca a esto: la gente es capaz de hacer lo que sea, lo que sea, a cambio de una risa verdaderamente agradable.
No pierdas la decisión. Busca tu lista a tientas. Suelta las cosas de la manera más convincente que puedas.
Di:
—Sufro humillaciones en tus manos. Y suplicios en tus pies. No sé por qué hago bromas. Me duele.
—Por eso es.
—¿Qué?
—Por eso es.
—Pero a ti no te importa, en realidad.
Haz una mueca. Resulta penoso.
—Pero sí que me importa.
Por algún motivo, eso te deja sin habla.
Sigue diciendo:
—Ya conoces mi situación..., o puede que no. —Pausa—.
¿Qué puedo hacer, Charlene? ¿Quieres que haga el pino, maldita sea?
Susurra:
—Por favor. Haz el pino, maldita sea.
—Son las diez —señala—.Voy para allá. Tenemos que hablar.
Lo que tiene que decirte es que Patricia no es su mujer. Está separado de su mujer, se llama Carrie Porta. Te acuerdas de un chiste que oíste una vez: ¿cómo se apellida una mujer que se casa con un hombre que no tiene brazos ni piernas? Porta. Patricia es la mujer con la que vive.
—¿Quieres decir que no soy más que otra de la jodienda?
Te mira, perplejo.
—Charlene, lo que siempre he admirado de ti, desde que te conocí, es tu fuerza, tu independencia.
Di:
—Esa frasecita es más vieja que andar a pie.
Dile que no fume en tu apartamento. Dile que se vaya.
Al principio protesta. Pero despacio, despacio, se va, subiéndose el cuello de su gabardina cara de color beis, como un Robert Culp viejo y macilento.
Da un portazo a lo Bette Davis.
El amor se te escurre, se lleva consigo una buena parte del azúcar de tu sangre y del agua de tu peso. Eres como una casa que va perdiendo poco a poco la electricidad; los ventiladores se van parando, las luces se amortiguan y parpadean, los relojes se paran, andan y se paran.
En Karma-Kola los días pasan cojos y desnortados, se derrumban unos sobre otros con el tedio cómico de los payasos viejos, no van a ninguna parte.
En abril te suben el sueldo. Celébralo invitando a Hilda a almorzar en el Plaza.
Escribe pidiendo solicitudes de matrícula para hacer cursos de posgrado.
Envíale a Mark el banquero una tarjeta de felicitación por su cumpleaños.
Da largos paseos de noche, en el frío. La rubia con pinzas en el pelo sigue correteando a tu lado eternamente, todavía con los zapatos en la mano. Se ha cortado el pelo.
Él te llama a la oficina de vez en cuando para preguntarte cómo estás. Tú dibujas números y garabatos en las esquinas de las fichas Rolodex. Juguetea con tu llave de Phi Beta Kappa. Mira por la ventana. Siempre, siempre, di:
—Bien.