Supersticiones, robos o consejos: cómo un escritor titula su libro
Unos arrancan por él. Otros lo dejan para el final. Los hay que lo toman de un verso o lo fían al consejo de un amigo. Y no faltan quienes mantienen por ellos alguna superstición. Un título es la primera sangre que asoma
Es lo primero que asoma, pero hasta llegar a él puede que el camino sea largo. Tortuoso. Incluso fallido. Existen mil métodos. Cien fórmulas. Ninguna exacta. Irrumpe como una revelación o una tentativa. El punto de inicio de algo. O la estación final de todo. Viene, surge, lo robas, lo escuchas, lo cambias, lo compras. Lo acaricias. Te lo crees. Lo dudas. Titular es un oficio delicado. Una novela, un libro de poemas, una obra de teatro o un ensayo empiezan a respirar desde el título: como si éste fuese el espiráculo de la ballena, la parte alta del iceberg.
Algunas de las piezas que se han instalado en la historia de la literatura nacieron tituladas de otro modo a como se fijaron en la portada y en la mucosa del lector. Hay títulos que han fecudando a varias generaciones. A veces, bastó para el acierto un amigo o un editor sagaz. (O los dos oficios en uno). A veces un golpe de suerte. A veces un NO bien echado.
El 25 de junio de 1857 la imprenta de Auguste Poulet-Malassis puso a la venta la primera edición de Las flores del mal, de Charles Baudelaire. Antes de ese día hubo cartas de por medio, discusiones, desencuentros. El poeta tenía en la primera hoja del manuscrito un título distinto: Las lesbianas. Era, más que un lema, una inmolación. Pero un buen amigo, Charles Asselineau, logró que aquello cambiase. Primero hacia Los limbos y, finalmente, al título con el que Baudelaire modificó el paisaje de la poesía moderna. De haber quedado con la pirotécnica propuesta original es probable que aquel conjunto de poemas (hablamos del siglo XIX) hubiese sido tomado como rehén en alguna gendarmería. Por dentro, sin embargo, quedó intacta su capacidad convulsiva y su robusto desafío.
El itinerario hasta llegar a un título tiene variadas grutas de entrada y salida. Hemingway anotaba en un folio hasta un centenar de posibilidades, después iba descartando y más de una vez empezó de nuevo porque no mantenía uno en pie. En ocasiones huroneaba el título en un verso, lo que también exige cierta audacia: Por quién doblan las campanas sale de un poema de John Donne. O Adiós a las armas, tomado del dramaturgo George Peele. Son títulos que evocan y dispensan un cierto enigma.
«Titular puede ser algo terrible», dice Enrique Vila-Matas. El asunto es serio. «El título es muy importante. Si me equivoco con él luego me persigue y acabo incapacitado para soportar el libro. La única vez que me he enfadado por esto fue con el título alemán de El mal de Montano. Desvirtuaron todo el sentido al ponerle Efectos secundarios. Me fui de Nagel Kimche, la frívola editorial suizoalemana, pero pagué las consecuencias: los editores alemanes tomaron nota de mi decisión y mis libros han tenido que cruzar allí una larga travesía del desierto». Luego sucedió que con su primer libro, una novela breve a la que puso título en Melilla, la editora Beatriz de Moura, tras leerla, le propuso publicarla con otro distinto. «En origen se llamaba En un lugar solitario. Ella me sugirió el cambio en su casa de Cadaqués, donde pasaba yo unas breves vacaciones en verano. Quizá Cadaqués influyó para que acabara poniendo un título daliniano: Mujer en el espejo contemplando el paisaje. Pero hace ya tiempo que si me refiero a ese libro lo llamo En un lugar solitario, que parece anunciar mejor lo que después sería mi obra».
Umberto Eco los consideraba una clave interpretativa. Para Leila Guerriero es el alma de un libro. Y tanto es así que algunos autores estuvieron cerca del suicidio literario por una mala elección. Esto de Scott Fitzgerald es quizá de lo más alarmante: cuando entregó El gran Gatsby al editor Maxwell Perkins en 1924 llevaba por título Trimalción en West Egg [Trimalción es un personaje del Satiricón de Petronio]. Con paciencia cartuja, Perkins fue carta a carta aplacando a aquel impetuoso autor de 24 años hasta que logró que cambiara el título (con ayuda de Zelda, mujer del escritor) y rehiciese las páginas más frágiles del manuscrito. El resultado fue un long seller que se aplaude de entonces a hoy.
Sucede en ocasiones que un escritor avanza con un título que ya sabe provisional. O, al menos, lo intuye. No necesita más. Llegará el hallazgo definitivo en cualquier momento; pero eso no lo alivia de la agonía de encontrarlo. «Mientras la escribía, Todas las almas no se llamó nada, pero tuvo en la portadilla N de O, es decir, La novela de Oxford», dice Javier Marías. «El título definitivo, una vez terminada y aún sin él, lo sugirió Pombo (sin haberla leído) y se lo acepté. Curiosamente, en Francia y en otros países se ha acabado llamando Le Roman d'Oxford o su equivalente en otra lengua».
No es ajeno al método de Marías consultar el nombre de sus novelas. Escuchar a algunos cercanos, desplegarles la duda: «Tu rostro mañanafue preferido por mi padre al otro que barajaba tras acabar el primer volumen, y que era Conocer tu rostro mañana. Y Así empieza lo malo pudo titularse Las lunas, pero con cuantas personas consulté, todas optaron por el que quedó». Otro de los caladeros de Javier Marías para sus títulos es Shakespeare. Al menos en siete de sus novelas hay una esquirla del inglés. «Y Berta Isla pensé en un momento titularla con un verso de Eliot: En la calle desfigurada, que aparece en el texto de la novela».
La poesía es un buen dispensador de títulos: El ruido y la furia, de Faulkner, también sale de Shakespeare. Suave es la noche, de Fitzgerald, es de John Keats. Plegarias atendidas, de Capote, lo extrajo de un verso de Santa Teresa. Tres aciertos. Aunque Vila-Matas cree que a las novelas «les sientan mal los títulos poéticos». Aunque no los considerados extraños: «Si un libro es bueno, jamás es problema que el título sea difícil. Mira Ulises. Habría triunfado igualmente aunque Joyce lo hubiera titulado Filomeno o Agapito».
Otro uso es el del título homenaje. Arturo Pérez-Reverte recuerda que su padre comenzó una novela, El caballero del jubón amarillo. Apenas avanzó un folio. La Guerra Civil le apartó del empeño, pero conservó el título en la memoria toda la vida. Cuando la serie de Alatriste ya había alcanzado su cumbre de éxito, recuperó aquel título para la quinta entrega de la serie. «Fue un homenaje a él. Los títulos son fundamentales, igual que las portadas. Un buen título vende una novela. En mi caso, unas veces se me ocurren antes de escribir y desencadenan la novela. Otras veces llegan en el proceso de escritura. A veces, por accidente. Sucedió con El maestro de esgrima. Una noche, en un bar, llegó una amiga y dijo que venía de ver a su maestro de esgrima. A los pocos días comencé a trabajar. Dedico tiempo a preparar la estructura de la historia y también sucede que en ese proceso se asientan los títulos. Falcó empezó titulada como El código del escorpión, pero me di cuenta que con el personaje principal haría una serie y el título debía fijar bien ese propósito, por eso cambié. Un título es la brújula que te mantiene el rumbo de la navegación. Orienta y permite llegar con más eficacia al destino».
Las consultas a los amigos son habituales, pero la tradición de tener de oráculo al padre son algo menos habitual. Marta Sanz también está en ese linaje: «Mi primera novela, El frío, no tenía título y éste surgió delante de un plato de lentejas comiendo con Constantino Bertolo en una taberna de Madrid. Luego está mi padre, que titula muchos de mis libros: Black, black, black es suyo. Al editor Jorge Herralde no le gustaba, pero quedó así porque un padre es un padre. Por culpa de ese título, Gutiérrez Aragón me llama siempre 'Sanzsanzsanz'. Otra de mis novelas, Clavícula, genera muchas confusiones: hasta mi marido la llama Cicatriz. Por último, Amor Fouprimero fue Locura de amor, pero me disuadió la imagen de Amparito Rivelles, actriz admirable por otro lado; luego fue Sol negro, pero lo cambié porque me sonaba a estufa y fascio.Quedó Amor Fou».
También hay que contar con el gramaje de leyenda que algunos títulos asumen con el tiempo. Juan José Millás tenía una novela sin título al final de la década de los 80. Alejandro Gándara tenía a la vez un título para una novela sin terminar. Se contaron los proyectos y poco después el título de Gándara se incrustó en la novela de Millás. Aseguran que se lo jugaron al póquer, pero resulta difícil verificar si esa noche de tahúres existió: «Un día, charlando con Gándara de nuestras cosas, me contó que estaba escribiendo una novela titulada El desorden de tu nombre. Me quedé perplejo porque ese título le venía como anillo al dedo a la novela que yo estaba terminando y a la que aún no había dado nombre. Logré seducir a Alejandro para que me lo cediera. Y lo hizo con la condición de que creáramos una leyenda según la cual nos habíamos jugado el título al póquer. Si ganaba yo, me quedaría con El desorden de tu nombre; y si ganaba él, le entregaría una cazadora mía, como de aviador, que le gustaba mucho. Gané, claro, y ambos nos atuvimos a este compromiso». La incógnita sigue ahí. El título es ya lo único veraz de esta historia.
Hubo un momento de Madrid, a finales de los años 70, en que dos hombres lo titulaban casi todo: el novelista Juan García Hortelano y el poeta y narradorVicente Molina Foix. Formaban parte del comité de lectura que confeccionó el editor Jaime Salinas en Alfaguara. Tal fue el dispendio de títulos que Hortelano sugirió fundar, con una ginebra en vaso bajo, la Agencia Molina de Titulación. «Fue una broma de Juan, pero es cierto que algunos títulos de novelas de aquellos años son sugerencia mía. Todo empezó una noche con amigos en casa de Hortelano, entre ellos estaba el escritor y crítico José María Guelbenzu. Había terminado una novela y al decir el título no me sonó bien. Me propuse buscarle uno. Yo no había leído aún el texto, pero me dio dos o tres claves y le propuse que la llamara Antifaz. Así empezó este extraño oficio mío sin ánimo de lucro».
Otros títulos molinescos son Teatro de operaciones, de Antonio Martínez Sarrión; La travesía del horizonte, deJavier Marías; Los restos del naufragio, del director de cine Ricardo Franco. «Y también Dibujo de la muerte, el primer libro de poemas de Guillermo Carnero, que a punto estuvo de aparecer como Debajo de la muerte. Soy un obseso de los títulos, míos y ajenos. Son como un anzuelo, no los puedes dejar a lo que salga. El título es como una obertura. Entre los mejores tituladores de nuestra tradición del siglo XX está Valle-Inclán».
Para una editora la tarea es compleja. «El título resulta capital», dice Pilar Reyes. «Es la cara que tendrá el libro, junto a la portada. Hay unos que funcionan más que otros. Y eso quizá lo intuimos mejor los editores. Los títulos largos, por ejemplo, son difíciles. Discutirlos con los autores es una de las conversaciones más intensas del proceso de edición de un libro. También generan problemas los intraducibles a otras lenguas. O si carecen de evidencia o sentido. No digo que haya palabras prohibidas, pero diría que algunas pueden ser menos favorables». Y luego sucede que cuando uno funciona se galopa durante un tramo detrás del que tuvo fortuna. «Así es. Hasta que aparece una propuesta distinta e inesperada que rompe la inercia. Creo que imitar lo que funciona es una enfermedad de editor, y no tiene antídoto. Ahora es la titulación en la novela negra la que marca tendencia».
La superstición también tiene su sitio en la tarea de bautizar una novela. "La mía", dice Javier Cercas, «es que los títulos, si es posible, sean octosílabos: Soldados de Salamina (que se llamó antes Un soldado de Líster), El vientre de la ballena (que antes fue La felicidad), La velocidad de la luz, El monarca de las sombras... El octosílabo es el verso de la oralidad. La literatura no es lo que suena a literatura, sino lo que suena a verdad. Soy puñeteramente flaubertiano: las frases tienen que sonar bien y a verdad. Cuando empiezo una novela siempre tengo un título provisional, pero no me inquieto. Sé que aparecerá el que busco, aunque a veces tarda más de lo previsto y se desata el drama. Sucedió con Anatomía de un instante. Hasta el último minuto tenía en la portada del original la palabra Hibris, en referencia a la desmesura, a la soberbia que denunciaban los griegos».
Luego están quienes no desarrollan por los títulos ni condición agónica ni rastro de superchería. Almudena Grandes, por ejemplo. «El título es importante, pero no lo considero imprescindible. Para mí la viga maestra es la estructura de la novela. Además, los títulos, como mucho, me animan a leer la contraportada de un libro. Y luego están esos autores que tienen hallazgos muy buenos, pero sus novelas no me gustan. Pienso en Esther Tusquets con El mismo mar de todos los veranos, que es estupendo. Aunque el texto...». Grandes ha encontrado títulos en distintos graneros, también en canciones. Para su libro Castillos de cartón tenía antes este otro: Demasiado amor. «Mi editor y mi marido se opusieron, así que escuchando un día un tema de los años de La Movida, Para ti, encontré el título: Nos encerramos en castillos de cartón. Pero siempre me gustó más Demasiado amor. Y así apareció en la edición italiana. Es mi pequeña venganza».
Rafael Reig estaba seguro de que su última novela, Para morir iguales, se titularía Crisantemos para Paco. Ganó en el cambio.
Acopiar títulos para lo que venga es otra opción. Antonio Muñoz Molina los anota en una libreta. Algunos son para libros que aún no son. «El título es como la coloración y la tonalidad de la historia. A veces salen perfectos. Otros generan conflicto. En mi caso, mantengo aún cierta pelea con El jinete polaco. Por mucho tiempo la titulé El porvenir de los vencidos. Y así fue al Premio Planeta. Aún sigo pensando si no es mejor que el definitivo. El título, como el nombre de los personajes, es algo esencial. Es difícil que un buen libro tenga un mal título».
Muñoz Molina gusta de los títulos con nombre propio (Madame Bovary) o planos (La educación sentimental). También aquellos que dejan ver alguna clave, como Manuscrito hallado en un bolsillo, de Cortázar. Y de entre sus libros, el que más batalla le dio con el título fue Beatus Ille. «Imagínate, en latín. Dudé si llamarlo Viaje a la ciudad de las estatuas, pero al final opté por la expresión de Horacio en contra del criterio de mi editor de entonces. Titular es algo muy personal».
En esto coincide con Eloy Tizón, autor de Velocidad de los jardines. «Considero que es una forma de definir el contenido del libro; no tanto de su argumento, que me parece secundario, sino de su atmósfera o de su mundo interno. El título despierta una imagen. Es un anticipo de la música que hay dentro (o de su ausencia). Diría que el título contiene también una declaración de intenciones. Sirve para indicar qué entiende el autor por literatura».
No se conoce el momento en que T.S. Eliot consideró que La tierra baldía (uno de los libros principales de la poesía del siglo XX) podría ser conocido como Hace de policía con distintas voces. O por quéTolstoi estuvo a punto de publicar la monumental Guerra y paz con un lugar común vulgarcísimo: Bien está lo que bien acaba. Incluso la inquietante Lolitacasi se deja caer con este otro lema: El reino del mar.
Un buen título no se agota nunca. Sólo hay que saber dónde está, cuándo pita, cómo retenerlo. «Las montañas se comunican por las cumbres», dijo Nietzsche. Los libros, por el título. Es la primera sangre que asoma.