jueves, 19 de diciembre de 2024

8ª LECTURA. El cazador judío, de Lorrie Moore

Lorrie Moore
(Glens Falls, NY, 1957 –)

El cazador judío (1989)
(“The Jew Hunter”)
Originalmente publicado en la revista The New Yorker (13 de noviembre de 1989, pág. 48);
Like Life
(Nueva York: Alfred A. Knopf, 1990, 178 págs.)



El cazador judío

Ocurrió en un lugar remoto. Había gimnasios, pero ni ironía ni cafeterías. La gente se tomaba las cosas literalmente, sin drogas. Laird, que quería que ella saliera con cierto tipo, la puso sobre aviso durante la clase de gimnasia.
       —Mira, Odette, tú eres poeta. Llevas en el mundo de la poesía… ¿cuánto?, ¿veinte años?
       —Sólo quince, estoy segura. –Acababa de superar los cuarenta y miró a Laird con el entrecejo fruncido por encima del hombro. Tenía una voz menopáusica cincelada por el whisky, una voz arruinada y trémula resultado del tabaco. Carecía de tonos medios, era grave, aunque tenía falsetes inesperados—. Odio esa expresión de «el mundo de la poesía».
       —Quince. De acuerdo. Ese tipo no tiene nada de literario. Es abogado de granjeros. Puede que defienda a un exhibicionista de vez en cuando o a algún gitano del barrio serbio de Chicago, pero eso es lo máximo que tiene de artístico. Trata con granjeros y granjas. No distinguiría a T.S. Eliot de Pinky Eliot, pongamos por caso. Probablemente no ha estado en Minneapolis en su vida, y no digamos ya en Nueva York.
       —¿Quién es Pinky Eliot? –le preguntó ella. Estaban tumbados en el suelo el uno junto al otro, tratando de meter los brazos entre las rodillas levantadas para fortalecer los músculos abdominales. La música sonaba a todo volumen para que a nadie le avergonzara estar haciendo flexiones delante de unos casi completos desconocidos—. ¿Quién demonios es Pinky Eliot?
       —Uno que estudió conmigo en cuarto –contestó Laird, sofocado—. Decían que pesaba más que la profesora, que no era ningún fideo, créeme. –Laird estaba quedándose calvo, y en las clases de gimnasia la sangre le subía a la cabeza y los mechones de pelo rizados le caían sobre la orejas recordando las cintas ornamentales de los regalos. Había vivido en la ciudad hasta los diez años; luego su familia se trasladó al este, a Nueva Jersey, donde ella lo conoció años atrás. Y había regresado, como un salmón, para criar allí a sus hijos. Él y su esposa tenían dos. Los llamaban «Little y Moist»—. Mira, estás en el quinto pino. Tienes a Pinky Eliot o a un tipo que nunca ha oído hablar ni de Pinky ni de Eliot.
       Ya había estado en el quinto pino antes. Para costearse el piso de Nueva York, solía acogerse a las becas de la biblioteca: cuatro mil dólares por vivir seis semanas en una ciudad pequeña, escribir poemas no publicables y ofrecer una conferencia en la biblioteca. El problema de vivir en el quinto pino es que nadie la besaba. La miraban de arriba abajo, pero nunca la besaban.
       Aunque de vez en cuando podía conseguir un beso.
       Pero luego tenía que marcharse. Y con tanto hacer maletas y desaparecer, con tantos desgarros y vacilaciones, acababa sintiéndose como una mala combinación de Odiseo y Penélope. Acababa sintiéndose rara.
       —De acuerdo —dijo Odette—. ¿Cómo se llama?
       Laird suspiró.
       —Pinky Eliot –respondió, hundiendo los brazos entre las rodillas—. Me parece que debo de haberte confundido en algún momento de esta exposición tan resumida.


Pinky Eliot había perdido peso, aunque a buen seguro seguía superando a su profesora. Tendría unos cuarenta y cinco años de edad y el cabello sin una sola cana. No tenía mal aspecto, nariz de duende y ojos de gato, aunque su cara recordaba en algo la forma de un balón de fútbol al llegar a la barbilla y las mejillas, que unidas constituían una esfera blanca con una cicatriz grisácea que las rodeaba repentinamente. Además, lucía el tipo de bigote que, según decía una compañera de habitación de Odette de la época universitaria, parece arrastrarse hacia arriba en busca de un lugar cálido donde morir.
       Cenaron en el único restaurante italiano de la ciudad. Ella bebió dos copas de vino, y su fresco calor le recorrió el cuerpo como aceite de Gaultheria. Sabía que un día de ésos tendría que dejar de salir con hombres. Había practicado frente al espejo. «No salgo. Lo siento. No salgo con nadie».
       —Siempre me ha gustado bastante la comida de este sitio –dijo Pinki.
       Ella observó su cara redonda sintiéndose mientras tanto un poco mal por él y un poco mal por ella, porque la comida no era buena: había vesículas de pasta insípidas que pasaban por tortellini, y chuletas harinosas y empapadas en una salsa de tomate, inconsciente, derrotadamente naranja. El pobre Pinky no distinguía un ajo de un muñeco.
       —Sí –dijo ella, en un intento de mostrarse amable—, pero ¿crees que es italiana de verdad? Sabe como si hubiera llegado hasta las Islas Canarias y luego se hubiera caído al agua.
       —Una esnob de la costa Este. –Sonrió. Hablaba con la lentitud de la pradera, con la densidad de los Grandes Lagos—. Una esnob vestida completamente de negro que odia el Medio Oeste. ¿Eres judía?
       A Odette se le pusieron los pelos de punta. Un nazi. Un nazi rústico y gastronómicamente idiota.
       —No, no soy judía –contestó con malicia, mirándolo de arriba abajo, para enseñarle, para enseñarle lo siguiente—: ¿Y tú?
       —Sí –dijo. Le estudió los ojos.
       —Oh –dijo ella.
       —En esta parte del mundo somos pocos, por eso se me ha ocurrido preguntártelo.
       —Ya.
       Notaba una sensación de pérdida que la hacía sentirse incómoda, como si la policía, legalmente, la hubiera despojado de algo que debía haber sido suyo pero que no lo era. Dejó caer la mirada hasta sus manos, que habían empezado a moverse con nerviosismo, independientes, como los pequeños roedores que se tienen como mascotas. El vino le calentaba las mejillas, y cuando se precipitó a beber más, el borde de la copa chocó contra ese diente que sobresalía por encima de los demás.
       Pinky alargó una mano por encima de la mesa y le acarició el cabello. La semana anterior Odette se había hecho una permanente que lo había dejado ondulado como la cabeza de un carnero.
       —Siempre es agradable contemplar unos rizos étnicos –dijo—. ¿Qué eres, metodista?


En su segunda cita fueron al cine. La película trataba de criaturas del espacio exterior que se metían en los terrícolas y los incitaban a cargar enormes sumas de dinero en sus tarjetas de crédito. Era una alegoría urbana muy elaborada, llena de dolor y desesperación, y a Odette le apetecía comentarla.
       —Una película entretenida –dijo Pinky lentamente. Había estado todo el rato removiéndose en el asiento y se había levantado dos veces para ir a beber a la fuente de agua. «Me acerco un momento a la máquina», había susurrado.
       Y ahora quería ir a bailar.
       —¿Y dónde se puede bailar aquí? –le preguntó Odette.
       Estaba pensando todavía en esa parte en la que los dos protagonistas intercambiaban equipos de audio portátiles y se enamoraban a partir de ahí. Quería que Pinky o ella dijeran algo incisivo o provocativo acerca de la visión del director o de los parámetros narrativos de la imaginería cinemática. Pero parecía que ninguno de los dos iba a hacerlo.
       —Hay un sitio después de la carretera de circunvalación del condado, a unos nueve kilómetros.
       Fueron al aparcamiento y él se inclinó y la besó en la mejilla (un gesto íntimo, prematuro, los restos de un enamoramiento reciente, sin duda) y ella se sonrojó. Era muy mala en cuestiones de amor. Hay gente buena en cuestiones de amor y gente mala. Y ella era mala. Antes solía pensar que era buena en cuestiones de amor y que era mala en la intimidad. Pero eran necesarias las dos cosas. Sabía que el amor sin intimidad es como una canción que no se canta. Se queda en la cabeza. Dices: «¡Escucha esto!», y te descubres cantando algo confuso, nada, algo amontonado. Se acordó de una cena en la que sirvieron los postres en platos que llevaban impresas letras de canciones francesas. Después de la cena todo el mundo debía cantar la canción de su correspondiente plato, pero cuando le tocó el turno a ella, aún no había terminado con la nata montada, así que recordó notas y palabras, obligada a retirar frenéticamente la nata con el tenedor para ver cómo seguía el compás. Era mala, así de mala, en cuestiones de amor.
       Una vez pasada la circunvalación, Pinky recorrió nueve kilómetros en dirección sur hasta un sitio llamado Humphrey Bogart’s. Se trataba de un antiguo pabellón de caza de madera de techos altos y vigas vistas. Sobre un escenario improvisado, un grupo de música country tocaba Tequila Sunrise con quince años de retraso, o tal vez de adelanto. ¿Quién podía adivinarlo? Pinky la cogió de la mano e improvisó un lento paso de jitterbug en dirección al contrabajo.
       —¿Y yo qué hago ahora? –le gritó Odette por encima de la música—. ¿Qué hago yo ahora?
       —Esto –respondió Pinky.
       Poseía la gracia esmerada de quien ha sido gordo, y la mano que había posado en su espalda le parecía grande y ligera. La cicatriz había desaparecido prácticamente bajo la luz de la pista de baile, y su sonrisa empujaba hacia arriba el bigote y creaba una sombra que le resultaba favorecedora. Odette siempre había sido delgada y tensa.
       —En Nueva York bailamos poco –observó.
       —¿Y qué hacéis entonces?
       —Nos limitamos a hacer cola en los cajeros automáticos.
       Pinky se inclinó hacia ella, le cogió la mano para colocársela en el hombro y empezó a dar vueltas. Le acercó la boca al oído.
       —Tienes mucha personalidad –le dijo.


El domingo por la tarde, Pinky la llevó a la Cueva de los Muchos Montículos.
       —Te gustará –le aseguró.
       —¡Fantástico! –dijo ella al subir al coche. Existía una especie de entusiasmo local por las cosas del que ella intentaba contagiarse. Se trataba de adoptar una actitud positiva y hacer comentarios con un alegre sonsonete. «¿No sopla mucho el viento?». Llevaba gafas de sol y un jersey que le quedaba grande—. Estaba pensando en preguntarte lo que era la Cueva de los Muchos Montículos cuando me he dicho: «Odette, ¿de verdad quieres saberlo?». —Hurgó en el bolso—. Es que parece el nombre de un prostíbulo. No tendrás ningún cigarrillo, ¿no?
       Pinky le dio un golpecito con los dedos a las gafas de sol.
       —No vas a necesitarlas. La cueva es oscura. –Arrancó y partieron.
       —Bueno, avísame cuando lleguemos. –Fijó la vista hacia delante—. Apuesto a que no tienes ni un cigarrillo.
       —No –dijo Pinky.— ¿Fumas? 
    —De vez en cuando. —Pasaron junto a dos coches que estaban aparcados en fila y cargados de ciervos ensangrentados, como coronas mortuorias, como trofeos, como mujeres, pensó—. Malditos cazadores —murmuró.
       —¿Qué marca fumas? ¿Virginia Slims? —le preguntó Pinky con una sonrisa.
       Odette se volvió, se bajó las gafas de sol y miró por encima de ellas el perfil pálido de Pinky.
       —No, no fumo Virginia Slims.
       —Te apuesto lo que quieras. Te apuesto lo que quieras a que fumas Virginia Slims.
       —Sí, fumo Virginia Slims —dijo Odette sacudiendo la cabeza. ¿Qué clase de tipo era ése?
       Tras recorrer dieciséis kilómetros en dirección sur empezaron a aparecer carteles que anunciaban la Cueva de los Muchos Montículos. «CUEVA DE LOS MUCHOS MONTÍCULOS. TREINTA Y DOS KILÓMETROS.» «CUEVA DE LOS MUCHOS MONTÍCULOS. VEINTICUATRO KILÓMETROS.» Ante el cartel de los ocho kilómetros Pinky detuvo el coche en el arcén. Había sólo árboles, a lo lejos un granero y una vaca solitaria.
       —¿Qué estamos haciendo? —preguntó Odette.
       Pinky aparcó pero dejó el motor encendido.
       —Quiero besarte ahora, antes de que entremos en la cueva y pierda el control por completo. Se volvió hacia ella y de pronto su cuerpo, enorme y enfundado en una chaqueta, apareció suspendido sobre Odette, flotando en el aire, mientras ella se hundía contra la puerta del coche. Pinky cerró los ojos y la besó, con un beso largo y lento, y ella no se quitó las gafas de sol para así mantener los ojos abiertos y observar, ver cómo sus pestañas se cerraban como pétalos, cómo su blanca cicatriz se mecía en silencio entre su mejilla y su barbilla, cómo sus labios empujaban soñolientamente los suyos para anidar en ellos y quedarse allí, en movimiento, como expresando palabras pero sin pronunciarlas, mientras las manos la recorrían en un suave susurro, desde la parte trasera del jersey hacia la cintura y la espalda desnudas, para desplegarse allí y florecer grandes y abrazarla brevemente hasta que se retiró, volvió a ponerse en su lugar y a ser él, y continuó el camino.
       Odette se sentó bien y se quedó mirando el espacio que se veía a través del parabrisas. Pinky llevó el coche de nuevo hasta la autopista y aceleró.
       —Esto no lo hacemos en Nueva York —comentó Odette con un carraspeo. Se aclaró la garganta.
       —¿No? —Pinky sonrió y le puso una mano en el muslo.
       —No, es... los cajeros automáticos. Sólo... esperas allí. Eternamente. Te pasas la vida entera —cortó el aire con la mano— allí.


—No toquen las formaciones, por favor —repetía a gritos la guía por encima de la cabeza de todo el mundo.
       El húmedo camino que recorría el interior de la cueva estaba iluminado por luces que permitían contemplar las paredes de un mármol de color rosa dorado, como un queso cheddar al oporto; había protuberancias en forma de pezón, galerías ciegas, arterias por todos lados, calcáreas y húmedas; estalagmitas y estalactitas que recordaban morsas, irrumpiendo ansiosas desde el suelo o colgando malvadas del techo y abriéndose camino hacia el suelo con el paso del tiempo... La cueva era un mar de lágrimas, húmeda y resbaladiza por todas partes; charcos de agua estancada de color ocre bordeaban el camino que descendía gradualmente en espiral.
       —El Guggenheim de la Naturaleza —dijo Odette, y como Pinky parecía no saber de qué estaba hablándole, añadió—: Es un museo de Nueva York.
       Llevaba las gafas de sol en la cabeza. Miró a Pinky con júbilo y él le sonrió, como si la considerara bonita pero del espacio exterior, como algo que pronto formaría parte de una película de acción de éxito y luego se convertiría en un popular juguete.
       —...Una forma de recordar cuál es cuál —iba diciendo la guía— es pensar que la estalactita lleva una «c» de cielo, porque al fin y al cabo caen del cielo...
       —¿Lo has pillado? —dijo Pinky en voz excesivamente alta después de darle un codazo—. ¿Que caen del cielo? —La gente se volvió a mirar.
       —¿Qué te pasa? ¿Que estás sordo? —le preguntó Odette.
       —Un poco —respondió Pinky—. Del oído derecho.
       —A continuación llegaremos a una estalagmita que es la única que los visitantes pueden tocar. A medida que vayamos pasando quedará a su derecha, y podrán manosearla todo lo que les venga en gana.
       —Hummmm —dijo Pinky.
       —¿De verdad? —dijo Odette. Entornó los ojos para mirar hacia la parte delantera del grupo, congregado en aquellos momentos con poco interés en torno a la estalagmita, un ejemplar corto y achaparrado con la cabeza blanquecina de tanto roce. Tenía el aspecto de las pastillas de jabón de los lavabos de las gasolineras—. Creo que quiero retroceder y volver a contemplar el coral de las cuevas.
       —¿Y eso qué era? —le preguntó Pinky.
       —Eso que parecía brócoli de cemento. Y también la sala de la capilla con un órgano de iglesia. Bueno, yo he pensado que se parece mucho a un órgano.
       —...Y ahora —decía la guía— llegamos a la parte de la visita en que les permitimos observar la cueva con su luz natural. —Se adelantó y pulsó un interruptor—. No podrán ver sus manos ni poniéndoselas delante de la cara. Odette abrió mucho los ojos y forzó la vista, y aún así era incapaz de ver la mano que tenía delante de la cara. La oscuridad era tupida y real; no se trataba de una danzarina oscuridad llena de sombras, sino de la oscuridad paralizante de un ataúd. Tenía algo feroz y eterno, algo secreto y absoluto, como algo que no se cuenta nunca a los niños.
       —Estoy aquí —dijo Pinky, acercándose—, por si me necesitas.
       Le apretó un hombro y le rodeó la espalda con un brazo. Odette olía su respiración pesada, el olor de su cuello junto a su cara, y se recostó, ciega y hambrienta, contra su brazo. Buscó su mano.
       —Estamos viendo el aspecto que tenía la cueva cuando fue descubierta y el que ha tenido a lo largo de todas estas eras; es oscura como la boca del lobo, más grande cada vez, y se abre en la oscuridad; la vida y el mar están atrapados aquí y jamás ven la luz, es una pequeña cueva húmeda creada hace un millón de años, que se abre lentamente, se abre y abre su interior...


Ella casi lloró cuando se acostaron por primera vez. Era un besador, y besaba y besaba sin parar. Le pareció la cosa más delicada que le había sucedido nunca. La besó, le susurró y le llevó un gran vaso de agua cuando ella se lo pidió.
       «¿Cuándo regresas a Nueva York?», le preguntó, y como faltaban menos de cuatro semanas, Odette le contestó: «No me acuerdo.»
       Pinky salió de la cama. Estaba desnudo y actuaba con naturalidad, bello, en cierto sentido, con sus líneas largas y redondeadas, con la sencilla colina de su espalda. Se dirigió hacia el vídeo, revolvió en la oscuridad varias cintas para acercarlas de una en una a la ventana, por donde entraba una luz como de luna, lluviosa, propia de un sueño; repasó cinta tras cinta hasta dar con la que buscaba.
       Se trataba de una cinta titulada Supervivientes del Holocausto, un título que brillaba en color rojo sangre en la pantalla del televisor como advirtiendo que allí no había lugar para él.
       —La veo mucho —dijo Pinky en voz baja. Miraba hacia delante como en trance, imperturbable, pero cuando levantó un brazo para rodear con él a Odette, lo hizo sabiendo exactamente dónde estaba ella, ligeramente detrás de uno de sus hombros, tapada con la sábana—. No deberías esconder los pechos —añadió sin desviar la vista.
       Pero ella se quedó como estaba, oculta, mientras por la pantalla desfilaban los senderos hacia Treblinka y las verjas de Auschwitz; la película se recreaba de tal forma en los hierbajos y el viento, tan poco creíble en esas históricas malas tierras, que, en una oleada de náusea y remordimiento, parecía querer convertirse en un documental sobre naturaleza. A veces la propia película parecía confusa con respecto a su argumento, una confusión nacida de conocerlo a la perfección.
       Alguien hablaba de los camiones. De cómo metían a la gente en unos camiones cuyos tubos de escape expulsaban gases hacia el interior, de cómo los transportaban hasta que se quedaban azules y los descargaban por una trampilla. Detrás de una alambrada los ásteres se secaban en un campo.
       Cuando terminó, Pinky se giró hacia ella y suspiró.
       —Temas fuertes —dijo.
       ¿Temas fuertes? A Odette se le paró la respiración, luego se le aceleró, luego se le paró de nuevo. ¿Quién tenía derecho a decir esas palabras?
       ¿Quién? Se asombró, en todos los aspectos en que era posible asombrarse, de haberse acostado con él.


Volvió a salir con él, pero en esa ocasión ella fue a buscarlo a la puerta de su casa y lo saludó con una sonrisa rígida y un apretón de manos, como una mujer que pretende llegar a un acuerdo extrajudicial.
       —Qué informal —dijo él sin moverse del umbral—. No sé... Estos capitalinos de la costa Este...
       —Tenemos el corazón duro —replicó Odette con un acento que en realidad no era ningún acento en particular. No se le daba bien imitar acentos.
       Cuando volvieron a acostarse, ella intentó no concederle mucha importancia. Una vez más, vieron Supervivientes del Holocausto, aunque se trataba de una cinta distinta que no seguía el orden; la cámara continuaba buscando algo natural en lo que fijarse, incómoda, como un ojo sanguinolento hastiado y temeroso de la gente y de lo que hace. «Prendieron fuego a los cuerpos y a los barracones —decía una voz—. Las piras ardieron durante muchos días.»
       Las olas chapoteaban. La lluvia se perlaba en una espadaña. Odette entró en el baño y dejó correr el agua del grifo para que él no pudiera oír cómo se sentaba, enferma, con la mirada fija en sus piernas, las piernas de su madre. ¿Desde cuándo tenía las piernas de su madre? Cuando se metió de nuevo en la cama, él dormía como un niño, de esa forma en que duermen los hombres.
       Al día siguiente se levantó temprano, se dirigió al establecimiento más cercano, que era una tienda de exquisiteces, y regresó triunfante con bagels y salmón ahumado. En el exterior, la ciudad estaba muerta como un museo; el sol le otorgaba al cielo un tono amarillo limón, y en el interior, luces alargadas, óvalos de azul brillante, salpicaban la colcha de Pinky. Odette dejó el desayuno sobre la cama y él se volvió y la besó, con la cara pálida como la cera de tanto dormir. Señaló el salmón.
       —¿Te gusta esto?
       —Sí. —Tenía ya la boca llena de un rosa frío y viscoso—. Lo como a todas horas.
       Él suspiró y se hundió de nuevo en la almohada.
       —Después de desayunar te enseñaré algunas palabras en yiddish.
       —Ya sé algunas palabras en yiddish. Soy de Nueva York. Toma, come un poco.
       —Te enseñaré tush y shmuck. —Pinky bostezó, luego sonrió—. Y shiksa.
       —Todas las cosas que un buen chico judío practica antes de casarse con una buena chica judía. Ya las sé.
       —¿A ti qué te pasa?
       Ella se negó a mirarlo.
       —No lo sé.
       —Yo sí lo sé —dijo Pinky, y se puso de pie en la cama, como un niño a punto de saltar sobre ella, desnudo como una torre, priápico. Ella apenas podía mirar. Oh, por una espadaña perlada. Un tren que desaparece en el interior de un túnel—. ¡Te estás enamorando de mí! —exclamó, mirando de reojo alegremente hacia abajo.
       Ella llevaba todavía el abrigo encima y había dejado de masticar. Se quedó mirando fijamente hacia arriba, con incredulidad. A veces pensaba que lo único que ella pretendía era divertirse en la vida, y otras veces comprendía que estaba terriblemente confusa. Abrió los ojos de par en par. Luego abrió mucho la boca para que él pudiera ver la colisión de tren entre el salmón y el bagel masticados.
       —Me gusta eso —dijo Pinky—. Te traes algo entre manos.


Sus poemas, tal y como explicaba en las cartas que enviaba a los amigos de Nueva York, no iban bien; los había dejado un poco apartados. Había conocido a un tipo. Algo había sucedido entre los dos en una cueva, aunque no estaba segura de qué era. Tenía que salir de allí. En menos de tres semanas ofrecería la conferencia final a los mecenas de la biblioteca y eso sería todo. «Espero que no te pongas esos vestidos de noche tan voluminosos que estoy viendo en las revistas. Las que se los ponen parecen bollos pegajosos. Hace frío. Con cariño, Odette.»


Laird sentía curiosidad. Volvía constantemente la cabeza mientras hacían abdominales.
       —Así que Pinky y tú hacéis buenas migas, ¿eh?
       —¿Quién sabe? —dijo Odette.
       —Bueno, todo el mundo tiene sus problemas en la vida; yo no estoy muy al corriente de la suya. Supuse que lo encontrarías interesante.
       —Por supuesto, antropológicamente.
       —Lo consideras tonto, ¿no?
       —Laird, que ya estamos en los cuarenta. No podemos seguir utilizando palabras como tonto. —Los abdominales resultaban cada vez más duros—. No es tonto. Es bobo. Tal vez. Tal vez sea memo.
       —Eres una mujer dura —comentó Laird.
       —No soy dura —objetó Odette derrumbándose sobre la colchoneta—. De verdad que no.


Por la noche empezó a abrazarla de una manera que la conmovía profundamente. Para dormirse le ponía una mano en la cintura y la otra en la cabeza, como si deseara protegerla de malos pensamientos. O quizá de cualquier tipo de pensamiento. Con qué rapidez llegan a amarse los cuerpos, a prometerse para siempre el uno al otro, sin pedir permiso. ¡De la cabeza! Ojalá Odette pudiera hacer caso omiso de su cabeza, dejar que su corazón se hinchara, inflamado, que su cerebro se alejara días enteros, temporadas enteras, que su trabajo se redujera a crear limericks burlones. Abriría la boca frente a los socios de la biblioteca y diría: «Había una vez una mujer de...» Entonces alguien correría hasta una cabina telefónica para avisar a la policía.
       Pero quizá fuera posible vivir sólo de cuello para abajo. Quizá fuera posible vivir con todas las prendas que llevamos encima amontonadas en la cabeza, tapando la cara, no únicamente ese jersey de cuello demasiado estrecho, sino todo apresado allí —pantalones, zapatos y calcetines—, una maraña enloquecida sobre los hombros, en lugar de cabeza, mientras el cuerpo, completamente desnudo, estaba dispuesto a vivir el resto de la vida bien lejos, en el quinto pino, el paso elevado, la lluvia. Quizá fuera posible. Porque cuando dormía junto a él de esa manera, el resto del mundo se desplomaba en una maleta situada debajo de la cama. Ese poseer era el fin del deseo. Oh, ahí, ahí estaba ella. La envolvería con su cuerpo, le cogería la cabeza como la de un niño pequeño y le susurraría cosas, su cuello, su pecho, poco antes de dormirse. «Ven a dormir, ven a dormir conmigo.»


Por la mañana se calentaba los brazos sobre las cinias azules de los quemadores de gas y ponía agua a hervir para preparar el café y los huevos. Miraba por encima del periódico imaginando que ella y Pinky eran Beatrice y Benedick, o Nick y Nora Charles, que era lo que siempre quería ser en una relación amorosa, al menos durante unos cuantos días, hasta que la evidencia la superaba.
       —¿Por qué siempre gesticulas al hablar? —le preguntó Pinky—. ¿Crees que eres judía?
       Odette lo miró de reojo.
       —¿Sabes?, eso es lo que odio de esta parte del país —respondió—. Todo el mundo está reprimido. Utilizas el cuerpo mínimamente para hablar y la gente cree que estás haciendo una audición para un espectáculo de Broadway.
       —Bésame —dijo él, y cerró los ojos.
       Los días laborables Pinky se marchaba a su despacho para trabajar en la nueva quiebra de una granja o en un caso de maltrato de animales.
       —Mis clientes —decía agotado— no son de esos con los que te irías a comer. Llegan a la oficina apestando a mierda de vaca, se repantigan en la silla, sacan tripa así, y luego te cuentan que alguna desgraciada asociación humanitaria los ha llevado a juicio porque su cabra tiene lombrices. —Su cara respiraba un halo de tragedia—. Es triste no tener clientes con los que ir a comer. —Sacudió la cabeza—. Es triste tener una cabra con lombrices.
       Pinky tenía algo agradable, aunque ese algo no correspondía a Nick Charles. Pinky parecía más bien el hermano serio y solemne de Nick, llamado Chuck. Chuck Charles. Con padres capaces de poner un nombre así, se acabó la diversión.
       —¿De qué van los poemas que escribes? —le preguntó en una ocasión en plena noche.
       —De putas.
       —De putas —repitió él, moviendo la cabeza en la oscuridad en un gesto afirmativo.
       Odette le dio libros de poesía: Wordsworth, Whitman, todos autores cuyos apellidos empezaban por W. Cuando le preguntaba si le habían gustado, decía: «Sí, voy por...», y luego le decía por la página que iba y el número de páginas que había leído ese día.
       —Lo de Wadsworth es demasiado literario para mí —comentó una vez.
       —Wordsworth —lo corrigió ella. Estaban en la cocina de él, bebiendo zumo.
       —Wordsworth. ¿No hay un poeta llamado Wadsworth?
       —No. Probablemente estás pensando en Longfellow. Era su otro apellido.
       —Longfellow. ¿Y ese quién era?
       —¿Qué me dices de Hojas de hierba? ¿Qué opinas de esos poemas?
       —Están bien. Voy por la página cincuenta —contestó. Luego le enseñó la escopeta, que guardaba en la cocina en el interior de un estuche de piel, como un trombón. Le dijo que tenía un rifle en el sótano.
       Odette frunció el entrecejo.
       —¿Cazas?
       —Claro. Se supone que los judíos tenemos prohibido cazar, lo sé. Pero en esta parte del país es mejor tener una o dos escopetas. —Sonrió—. Bávaros, ya sabes. Ven, pruébala. A ver qué pinta tienes con la escopeta.
       —Me dan miedo las armas.
       —No tienes por qué tener miedo de nada. Limítate a sopesarla, mira la parte superior del cañón y apunta al objetivo. —Ella suspiró, levantó la escopeta, presionó la culata contra su hombro derecho y apuntó hacia la encimera—. ¿Ves la muesca en el trozo de metal que sobresale en medio del cañón? —le preguntó Pinky—. Tienes que colocar la mira en el centro de la muesca.
       Odette cerró el ojo izquierdo.
       —Siento la necesidad de volar por los aires esa tabla de cortar —dijo.
       —La escopeta no está cargada. Seguramente no la cargaré hasta la primavera. Entonces es temporada de pavos. Aunque tengo placas de identificación para el ciervo.
       —¿Cazas pavos? —Dejó la escopeta. Pesaba.
       —Tú comes pavo, ¿verdad?
       —Pero los pavos que yo como están criados en granjas. Son distintos. Han firmado el contrato. —Hizo una pausa y suspiró de nuevo—. ¿Qué haces? ¿Salir al campo y disparar?
       —Más o menos. Se trata de intentar pillarlos en pleno vuelo. ¿Sabes?, debería llevarte a la caza del ciervo. Este fin de semana son los dos últimos días y tengo las placas. ¿Has ido alguna vez?
       —¡Venga ya! —dijo ella.


En el bosque hacía frío. Odette echaba sobre los helechos muertos el vaho que le salía por la boca al respirar, luego anillos de humo de tabaco.
       —Todo esto es muy bonito. ¿No crees que podríamos limitarnos a contemplar la naturaleza en lugar de disparar contra ella?
       —Sin la caza, los ciervos morirían de hambre —dijo Pinky.
       —Entonces quizá podríamos cocinar para ellos. —Habían llevado consigo una botella de Jim Beam, ella la abrió y echó un trago—. ¿Te has casado alguna vez?
       —Una —contestó Pinky—. Dios, ¿cuánto debe de hacer? Unos veinte años. —Se puso rápidamente el rifle en el hombro pues creía haber oído algo, pero no.
       —Vaya. No pensaba preguntarlo, pero como nunca has dicho nada al respecto, se me ha ocurrido que debía preguntártelo.
       —¿Y tú?
       —Yo no —respondió Odette. Tenía un poema sobre el matrimonio. Empezaba con «El matrimonio es la muerte que deseas morir», y nunca lo leía en público con mucha convicción. Normalmente, el tiempo que empleaba para recitarlo lo pasaba balanceando un pie hacia delante y hacia atrás. Bajó la vista hacia el pecho—. No creo que el naranja sea el color más favorecedor del mundo —comentó. Iban los dos vestidos con gorros y trajes de color naranja fuego—. Creo que parecemos esas cosas que ponen en medio de las carreteras para señalar por dónde deben pasar los coches.
       —Suhhhh —dijo Pinky.
       Ella echó un nuevo trago a la botella de Jim Beam. Se había equivocado eligiendo las botas —eran grises, de ante, subían por encima de las rodillas y tenían seis centímetros de tacón—, y en esos momentos las estudiaba con interés.
       —Explícamelo otra vez —le susurró a Pinky—. ¿Qué nos hace pensar que se nos va a cruzar un ciervo en el camino?
       —No muy lejos de aquí hay una madriguera de liebres —musitó Pinky—. Atrae a los gamos. En la época de apareamiento, la liebre construye su madriguera y luego orina en el exterior, rodeándola. Es su forma de conseguir pareja.
       —Así que era eso —murmuró Odette—. Yo siempre me hacía pis en la cama, en mi madriguera. —El arma de Pinky disparó repentinamente hacia los árboles. El ruido inundó el bosque como una guerra e hizo caer al suelo las agujas amarillentas de un alerce—. ¡Ahhhhh! —gritó Odette—. ¿Qué sucede? —Recordó entonces que las armas no eran para chicas. Eran para chicos. Las habían inventado los chicos. Las habían inventado chicos que nunca habían superado el desengaño de que su propio orgasmo no fuera acompañado por un gran y sonoro «Bum»—. ¿Qué demonios haces?
       —¡Maldita sea! —exclamó Pinky—. ¡He fallado! —Se incorporó y avanzó entre los matorrales.
       —¡Oh, Dios mío! —chilló Odette, precipitándose detrás de él, rompiendo las mismas ramas a su paso, esquivando las mismas alambradas—. ¿Adónde vamos?
       —El ciervo sólo está herido —gritó Pinky por encima del hombro—. Tengo que matarlo.
       —¿Es necesario?
       —No hables tan alto.
       —Que te jodan. Te esperaré donde estábamos.
       Pero en aquel momento algo se movió en un arbusto situado a sus espaldas, y el ciervo ensangrentado saltó y emprendió un galope lúgubre con la cadera como una hendidura grana. Pinky levantó la escopeta, disparó e impacto en el cuello del animal. El aire retumbó con el eco y un castaño de Indias se quedó sin hojas. Al ciervo se le doblaron las patas y cuando se derrumbó, muerto sobre las fresas silvestres, los ojos no pestañearon, sino que permanecieron abiertos, sin párpados y profundos, negros como el espacio exterior.
       —Dejaré las entrañas para los halcones —le dijo Pinky a Odette, pero ella no estaba allí.


      

Oh, las damas bajan del Pepsi Hotel.
Su hogar no tiene más nombre
que el del letrero colocado por un hombre
como una gran campana de cola:
Pepsi-Cola Tiene un Pepsi Hotel.

       Muy pocos de los poemas sobre putas escritos por Odette rimaban —sólo los que había escrito últimamente—, y quizá ésos fueran los que más gustaran a la multitud congregada en la biblioteca, su anticipación, la posibilidad de saber cómo sería la palabra siguiente aun sin saber cuál sería en realidád; estrofa tras estrofa, dibujaría una combinación de comodidad y sorpresa que el público valoraría.
       La asociación de la biblioteca había instalado un atril junto a las ventanas de la sala de consulta y había dispuesto sillas en filas para dar cabida a ochenta personas. La estancia estaba helada y alarmantemente llena. Mientras leía, Odette intentaba no mirar las caras y dirigir la vista hacia los atlas y los diccionarios biográficos. Tiraba del cuello del jersey y lo subía para taparse la barbilla entre poema y poema. Trató de imaginarse que las cabezas de la gente eran pequeñas espigas de cereal, un truco que les había revelado la profesora de ballet cuando a los siete años tuvieron que actuar delante de los padres.

Hacia los camioneros bajan las folladoras
o, en su defecto, suben los camioneros
a las habitaciones de cortinas pastel.
Buscan a las folladoras
o, en su defecto, follan a los camioneros
en el Pepsi Tiene un Pepsi Hotel.

       Silencio. Se escuchó el crujir de una puerta que se abría para luego cerrarse. Odette levantó la vista y vio a Pinky al fondo, caminando de puntillas hacia una silla para sentarse. Llevaba una semana sin verlo ni hablar con él. Dos mujeres mayores que estaban delante se volvieron para mirar.

Oh, cariño, suspiran; oh, cariño, dicen,
hay pequeñas cosas que dar y vender
y el Cielo está entre nosotros,
así que trabajar puede ser un juego en el...

       Había más estrofas, demasiadas, y aceleró la lectura. Bebió un trago de agua y leyó un poema titulado Dormir mal. «Anoche ella durmió mal boca arriba —empezaba— y por eso sostiene la cabeza de esta manera, loca de soledad, más loca aún de hablar.» Luego leyó otro largo titulado La niña tiene difteria, miradas perdidas. Levantó la vista y observó. El público la miraba de soslayo, con el nivel de azúcar bajo por haber cenado temprano, con el interés redirigido hacia los zapatos de Odette, que eran puntiagudos y de color beis.
       —Y acabaré —dijo en voz alta al micrófono— con un poema titulado Le Cirque en la lluvia.

Esto no va sobre un circo francés con monos
desanimado a causa del tiempo.
Esto va sobre el restaurante
al que llegas en taxi,
la vida se detiene allí de mala manera,
como la canción de un perro,
y tu corazón aparece divertido.

       Relataba la historia de una prostituta de Manhattan turbada por una crisis de fe. «Qué es un halo sino un bonito accidente / de luz y polvo orbitando. Qué es el corazón / sino un... » Contempló a las dos mujeres mayores educadamente sentadas en primera fila, medio distraídas, inexpresivas. Una de ellas había sacado una labor de punto. Odette volvió a mirar el papel. «Chimpancé en el pecho», había escrito en un borrador anterior, y fue eso lo que dijo.
       Después los archiveros celebraron una pequeña recepción. En una mesa había unos cubitos de queso con pimien ta que parecían dados. Había un damero de galletas, oscuras y claras, una ruleta de fiambres fríos.
       —Esto es un maldito casino. —Se volvió para hablar con Pinky, que se había acercado y la rodeaba con un brazo.
       —Te he echado de menos —dijo él—. He estado comiendo carne de venado y pensando en ti.
       —Sí, bueno, gracias por venir, de todos modos.
       —Creo que has leído muy bien —comentó—. No lo he entendido todo, lo admito. Hay cosas que son demasiado literarias para mí.
       —Ya me imagino —replicó Odette.
       La gente le daba la mano. La observaban con curiosidad, se acercaban a ella con supuestos, presunciones, lo que consideraban como un íntimo conocimiento de su persona. Ella, en comparación, se sentía desarmada, en desventaja. Encendió un cigarrillo.
       —¿Realmente piensa eso de los hombres? —le preguntó un hombre que ponía boca de escéptico.
       —¿Realmente piensa eso de las mujeres? —le preguntó alguien más.
       —Su voz —dijo una joven estudiante— se parece a la de... ¿cómo se llama esa actriz?
       —Mercedes McCambridge —apuntó su amiga.
       —No, ésa no. Se me ha ido de la cabeza.
       Varias de las parejas de más edad se habían puesto ya el sombrero y el abrigo, aunque se acercaron a Odette para estrecharle la mano.
       —Ha estado maravillosa, querida —dijo una mujer, con la mirada fija en la nariz de Odette.
       —Sí —coincidió la otra, estudiando su desmañada labor de punto: una bufanda con el extremo ondulado.
       —Venimos todos los años —dijo el hombre que estaba a su lado. Llevaba un rato buscando algo que decir y había acabado diciendo eso.
       —Pues gracias por venir también este año —repuso Odette, como una estúpida, y le dio otra calada al cigarrillo.
       Kay Stevens, la encargada de las conferencias de la asociación, se acercó y la besó en la mejilla; la cera dulce y de vainilla de su pintalabios era pegajosa como un caramelo.
       —Un gran éxito —comentó rápidamente, y luego frunció el entrecejo y se marchó de inmediato.
       —¿Quieres que vayamos a tomar algo? —le preguntó Pinky. Seguía a su lado y ella se volvió agradecida a mirarlo.
       —Sí —contestó—. Por favor.
       Pinky la llevó en coche hasta el Humphrey Bogart’s, pasada la carretera de circunvalación. Brindó con ella, le quitó una mota de algo brillante que tenía en la mejilla, la miró a los ojos y dijo:
       —Felicidades.
       Siguió bebiendo, acercó su silla a la de Odette y recostó la cabeza en su hombro. Escuchaba la música, mordisqueaba la cereza del combinado y seguía el ritmo con un pie.
       —¿Alguna petición? —espetó el líder del grupo en el micrófono.
       —Una de Zion —gritó Pinky.
       —¿Y eso qué es? —Las palabras del cantante resonaron y rugieron.
       —Nada —respondió Pinky.
       —Tal vez deberíamos irnos —sugirió Odette dándole la mano a Pinky por debajo de la mesa.
       —Está bien —dijo él—. De acuerdo.


Acercó una cerilla a una vela en la oscuridad del dormitorio y la llama iluminó la pared con un dibujo inquietante. Regresó a ella y la abrazó.
       —¿Por qué no voy contigo a Nueva York? —le susurró. Ella seguía en silencio, así que Pinky añadió—: No, creo que deberías quedarte aquí. Podría llevarte a hacer esquí de fondo.
       —No me gusta el esquí de fondo —murmuró Odette—. Me recuerda a cuando de pequeño te pones las zapatillas de tu padre y te paseas por toda la casa haciendo el payaso con ellas.
       —Podría llevarte en moto de nieve por Sand Lake. —Hubo otro prolongado silencio. Pinky suspiró—. No, no lo harás. Ya te veo telefoneando a tus amigos del este para contarles que has decidido quedarte aquí y ellos chillando: «¿Que has hecho qué?»
       —Ya conoces a los de la costa Este —dijo, desesperada—. Llegamos a un lugar, violamos y saqueamos.
       —¿Sabes que creo que eres probablemente la persona más inteligente que he conocido en mi vida?
       A ella se le cortó la respiración.
       —No sales mucho, ¿verdad?
       Él se volvió y se quedó boca arriba para contemplar las sombras del techo, sus hoyuelos y sus erupciones.
       —Cuando estaba en el instituto era mal estudiante. Asistía a clases de refuerzo en esa casa que hay detrás del instituto. La llamábamos La Casa.
       Ella le acarició delicadamente una pierna con un pie.
       —¿Quieres hacerme llorar?
       Él le cogió una mano, la sacó de debajo de las mantas, la subió hasta la altura de su boca y la besó.
       —Para ti todo es un chiste.
       —Para mí nada es un chiste. Lo que ocurre es que todo me sale como si lo fuera.


Pasaron una última noche juntos. En casa de Pinky, tarde, con todas las luces apagadas, vieron otra cinta de Supervivientes del Holocausto. Trataba de un niño a quien los nazis obligaban a cantar una y otra vez. Como cantaba bien, fue el último en recibir un tiro en la cabeza, y cuando le dispararon, erraron el tiro y no acertaron en pleno cerebro. Fue encontrado con vida. «Debo pensar en cosas felices —decía en la cinta, ya viejo y con la mirada perdida—. Quizá no sea lo que hacen los demás, pero es lo que yo debo hacer.» «Tenía una voz muy bella —comentaba una mujer, otra superviviente—. Era bella como la de un pájaro que fuera además un dios con las flautas.»
       —Fuerte —murmuró Pinky una vez hubo finalizado.
       Pulsó el botón del mando a distancia y se apartó en la oscuridad, hacia la pared, formando una curva en las sábanas. Odette se movió hacia él, lo rodeó con los brazos, situó las manos sobre la leve protuberancia de sus pechos, hundiendo los dedos en el suave vello rizado.
       —¿Estás bien? —le preguntó. —Fuerte —murmuró Pinky una vez hubo finalizado.
       Pinky se volvió hacia ella y la besó, y entre las sombras le pareció viejo y cansado. El le cogió un dedo y se lo acercó a la cara.
       —Nunca me has preguntado por esto. —Guió el dedo de ella a lo largo de su barbilla y su mejilla, hasta perderlo, igual que se perdía la cicatriz, en el bigote.
       —Intento no preguntar demasiado. Cuando empiezo no puedo parar.
       —¿Quieres saberlo?
       —De acuerdo.
       —Estaba en el instituto. Un chico me llamó judío y fui a por él. Pero yo era torpe y estaba gordo. Rompió una botella y me arañó la cara con ella. Cuando llegué a casa, mi abuela casi se desmayó. Fue muy curioso, pues no tenía ni idea de que era judío. Mi abuela esperó hasta el día siguiente para contármelo.
       —¿En serio?
       —Tienes que comprender a los judíos del Medio Oeste. Temen que los encuentren. Temen que los descubran. —Respiraba con regularidad, inspiraba y espiraba, y la persiana de la ventana se movió un poco porque estaba encima del radiador—. Como probablemente debes saber ya, mis padres fueron asesinados en los campos de concentración.
       Al principio Odette no respondió, pero luego repuso:
       —Sí. Lo sé.
       Y en el instante en que dijo eso se dio cuenta de que lo sabía, de que de algún modo lo había sabido siempre, a pesar de que ese dato había permanecido hasta entonces bajo la superficie, rodeado de branquias y nadando como un pez, y ahora había salido a flote repentinamente, boqueando.
       —¿De verdad te marchas el viernes? —le preguntó él.
       —¿Qué?
       —El viernes, ¿no?
       —Lo siento, no he oído lo que acabas de decirme. Hay viento fuera o algo.
       —Te he preguntado si de verdad te marchas el viernes.
       —Oh —dijo ella. Hundió con fuerza la cara en su cuello—. ¿Por qué no vienes conmigo?
       Pinky rió cansinamente.
       —Claro. De acuerdo. —En aquel momento era consciente, mejor que ella, de la extraña y tortuosa línea que hay entre la caridad y la ironía, entre el hurto y el amor.
       Durante aquel último día, Odette no pensó más que en él. Hizo las maletas y limpió su pequeño apartamento, algo que había hecho con tanta frecuencia a lo largo de su vida que no significaba nada para ella, ni en lo más remoto de su ser, nada que no hubiera querido que significase.
       Debía quedarse.
       Debía quedarse con él, hacer que dejara de ser huérfano amándolo con un amor capaz de apartarlo de su condición, vivir sabia y sencillamente en un mundo lo bastante monstruoso durante años de putas y muerte, y de poemas de putas y muerte, tan monstruoso que ¿cómo era posible vivir en él? Era necesario construir refugios. Era necesario coser bolsillos y vivir en su interior. Debía vivir donde hubiera árboles. Debía vivir donde hubiera pájaros. Ningún pájaro, ningún árbol la había hecho infeliz.
       Pero sería igual que ir al cielo y no encontrar allí a ninguno de tus amigos. Su vida se convertiría en algo beatífico y vacío. Y si fuese él quien se trasladara a Nueva York, se quedaría perplejo. Nunca había estado allí y sin duda pasaría todo el tiempo con la cabeza levantada para ver los rascacielos y exclamando: «¡Caray, mira lo altos que son esos mamones!» Chapotearía en los orines de los vagabundos con los cordones de los zapatos desatados. Caminaría entre la mierda de los perros que estaría esperándolo como si de minas se tratara. Leería los menús en los cristales de los restaurantes y lanzaría un silbido de exclamación al reparar en los precios. Se quedaría observando a un borracho tirado en la acera que, espatarrado, se rascaría la entrepierna, y diría, no sin cierto tono de simpatía: «Este tío se las apaña bien.» Miraría a las mujeres.
       Y el desasosiego de Odette se ondularía, se doblaría, como el sabor de algo frío. En la cama se pondría de espaldas a él, con las manos bajo la almohada, y el reloj digital arrancaría la vieja piel de los números. Suspiraría por el paso del tiempo, por el eterno pasillo que es, con esas paredes que pasan de largo a ambos lados... oscuras, rápidas y para siempre, siempre.


—¿Qué vas a hacer? ¿Vas a dormir en carretera en alguna parte? —dijo él, de pie junto al coche.
       Hacía frío. Era viernes por la mañana y empezaba a nevar. Se había acercado para ayudarla a cargar.
       —Conduciré hasta que anochezca, luego buscaré habitación en cualquier motel y leeré hasta caer dormida. Después me levantaré a las seis y seguiré conduciendo un poco más.
       —Bueno, ¿y qué has cogido para leer? —le preguntó. Parecía infeliz.
       Tenía un ejemplar de la revista Vogue y El Jung de bolsillo.
       —Algo de Jung —contestó.
       —¿Jung? —repitió. Se quedó contemplando el vacío.
       —Sí —suspiró ella, sin ganas de dar explicaciones—. Un libro escrito por él que se titula El Jung de bolsillo. —Y añadió—: Es un psicólogo.
       Pinky la miró intensamente a los ojos.
       —Ya lo sé —dijo.
       —¿Ya lo sabes? —Se sentía un poco sorprendida.
       —Sí. Deberías leer su autobiografía. Tiene un título muy interesante.
       Ella sonrió.
       —¿Quién eres tú? ¿Su autobiografía? ¿De verdad?
       —Sí —respondió Pinky, sin prisa—. Se titula Jung de corazón.
       Ella soltó una carcajada para complacerlo. Luego estudió su cara para fijarla en la memoria tal y como estaba. Llevaba camisa negra, jersey negro, pantalones negros. Sonreía.
       —Hoy pareces el Zorro —le comentó, extrañamente conmovida.
       Las venas en forma de araña de sus sienes parecían criaturas submarinas, tentaculares y ahogadas. Lo besó, le dio un beso largo en el borde de la oreja, y sintió en los bulbos y espacios de su cerebro una línea sinuosa, sinuosa. Subió al coche. A pesar de que aún no había puesto en marcha el motor, su partida había tenido ya lugar, sin ella, por delante de ella, de manera que lo que sentía en aquel momento era el sarcasmo de ser dejada atrás, de tener que repetir, imitar, de tener que hacerlo de nuevo, y una y otra vez.
       —Con tanto ir arriba y abajo —dijo él, inclinado junto a la ventanilla con la cara blanca como un queso cremoso, con la cicatriz como el zigzag grabado por una moto de nieve en un lago helado. El viento le levantaba el cabello con gracia—, ¿cómo vas a intimar con alguien?
       —No lo sé —dijo. Le estrechó la mano a través de la ventanilla y luego se puso los guantes.
       Y pensó en todo eso mientras atravesaba Indiana, bajo el capirote de la puesta de sol que iluminaba el tejado del motel de Sandusky, a lo largo del amanecer de Pensilvania, sobre el que se encumbró como un nacimiento..., como alguien que se entrena para nacer. Se olvidaría de algunas cosas: un camisón colgado de una percha detrás de la puerta del baño, unos pendientes en la mesilla del motel. Y todo el amor que la había sorprendido tendría que ser un recuerdo, un camión en la autopista que se acerca rugiendo por la izquierda, algo que debería dejar pasar.
       Aparcaría el coche lejos de Delancey Street; vería el cartel de Pepsi y la palabra «HOTEL» escrita con luces debajo. Las sirenas sonarían toda la noche y se oiría el ir y venir y los frenazos del tráfico que iba hacia Houston, canal abajo, en dirección al Holland Tunnel (una señal doblada justo bajo su ventana indicaba el camino). Se levantaría por la mañana e iría a comprar un poco de todo; en la tienda de la esquina el dependiente se equivocaría al marcar en la caja registradora y ésta reflejaría que el dentífrico costaba dos mil dólares. «¡Dos mil dólares! —aullaría el empleado, dando un paso atrás y mirando a Odette—. ¡Una pasta de dientes de categoría!» Por la noche recibiría una llamada interprovincial de un hombre que le diría, algo dudoso: «Iré a verte por San Valentín», una historia de cualquier cosa, incongruente, que se mutilaba a sí misma, que mordía sus propios labios.
       Si hubiera rechazado regalos del destino o de Dios, o algún serio sustituto, nunca lo sentiría de esa manera. Se sentía como alguien de quien estaba orgullosa, como un antiguo y futuro amigo de ella misma, un amigo aún sin consumir y que se encontraba en algún sitio, muy por delante, como una luz que se mueve.