LA CURA
De John Cheever
Ocurrió en el verano. Recuerdo que hacía mucho calor tanto en Nueva
York como en el barrio residencial donde vivimos, a las afueras. Mi mujer y yo
habíamos discutido, y Rachel cogió a los niños y se marchó, con la camioneta.
Tom no apareció —o por lo menos no advertí su presencia— hasta unas dos semanas
después de la escisión familiar, pero la partida de Rachel y la llegada de Tom parecían
estar relacionadas. La marcha de Rachel pretendía ser definitiva. Me había
abandonado en dos ocasiones anteriores (la segunda nos divorciamos para luego
volver a casarnos), y cada una de las veces acepté la separación con un sentimiento
que no tenía mucho que ver con la felicidad, pero sí con aquella resurrección
de la propia dignidad, del valor, que al parecer es la recompensa de aceptar
una verdad dolorosa. Era verano, como ya he dicho, y en cierto modo me alegré
de que ella hubiera elegido esa época para nuestra riña. De este modo nos
ahorraba la inmediata necesidad de legalizar nuestra nueva situación.
Intervalos aparte, llevábamos trece años viviendo juntos: teníamos
tres hijos e intereses económicos comunes. Intuí que ella se alegraba igual que
yo de que las cosas siguieran su curso hasta septiembre u octubre.
Me complacía que la desavenencia hubiese
ocurrido en verano, porque en esa época del año mi trabajo es más agotador que
de costumbre y por lo general estoy demasiado cansado por la noche para pensar
en otras cosas, y asimismo porque he advertido que el verano es la estación en
que más fácil me resulta vivir solo. También supuse que Rachel querría quedarse
con la casa una vez resueltos nuestros asuntos, y a mí me gusta la vivienda y
pensé que aquellos días eran los últimos que pasaba en ella. Hubo unos cuantos
síntomas secundarios de trastornos domésticos. En primer lugar, el perro y
luego el gato se escaparon. Además, llegué a casa una noche y encontré a
Maureen, la sirvienta, completamente borracha. Me dijo que su marido, que
estaba en el ejército de ocupación en Alemania, se había enamorado de otra
mujer. Lloró. Cayó de rodillas. La escena —nosotros dos, a solas en una casa
anormalmente vacía de mujeres y niños, en una noche de verano— fue grotesca,
con aquel carácter grotesco que —lo sé— puede anular la más firme de las
resoluciones. Le preparé café, le pagué el salario de dos semanas y la llevé en
coche a su casa; al despedirnos parecía sosegada y sobria, y pensé que era
posible olvidar lo grotesco del caso. Después de todo eso, planeé un horario
sencillo que confié en cumplir hasta el otoño.
Me dije que uno puede curarse de un
matrimonio romántico, carnal y desastroso, y que, como cualquier clase de
adicto después de las agonías de una cura, uno tiene que medir con exquisito
cuidado cada paso. Decidí no contestar al teléfono, porque sabía que Rachel
podía arrepentirse, y para entonces yo tampoco ignoraba la cantidad y la
naturaleza de las cosas capaces de reconciliarnos. Si llovía cinco días
seguidos, si uno de los niños padecía fiebre pasajera, si mi mujer recibía una
carta con malas noticias, cualquier cosa de ese tipo podría bastar para que me
telefonease, y yo no quería verme tentado a reanudar una relación que había
sido tan desventurada. Los primeros meses serían como una cura, pensé, y
organicé mi tiempo conforme a esa idea. Por la mañana cogía el tren de las ocho
y diez a la ciudad y volvía en el de las seis y media. Yo tenía experiencia suficiente
como para evitar la casa vacía en el crepúsculo estival, así que cogía el coche
en el aparcamiento de la estación y me iba directamente a un buen restaurante
llamado Orpheo's. Por lo general, siempre encontraba allí a alguien con quien
hablar; bebía un par de martinis y me tomaba un filete. Luego me iba al
autocine Stonybrook y veía un programa doble. Todo ello —los martinis, el filete
y las películas— pretendía provocarme una especie de anestesia, y daba resultado.
No quería ver a nadie aparte de a la gente de mi oficina.
Pero no duermo bien en una cama vacía, y
pronto tuve que afrontar el problema del insomnio. Al volver del cine a casa, conseguía
dormir, pero sólo un par de horas. Traté de sacar el máximo partido del
insomnio. Si llovía, escuchaba la lluvia y los truenos. Si no llovía, escuchaba
el ruido lejano de los camiones en la autopista, un rumor que me recordaba la
época de la Depresión, cuando me pasé algún tiempo en la carretera. Los
camiones bajaban rugiendo por la autopista –cargados de pollos, muebles, latas
de conserva o jabón en polvo–. Aquel ruido significaba la oscuridad para mí, la
oscuridad y los faros; y la juventud, supongo, puesto que al parecer se trataba
de un sonido agradable. A veces, el ruido de la lluvia, el bullicio del tráfico
o algo similar conseguían distraerme y me dormía de nuevo, pero una noche no
resultó, y a las tres de la mañana decidí bajar al cuarto de estar y ponerme a
leer.
Encendí la luz y busqué entre los libros de
Rachel. Escogí uno de un autor llamado Lin Yutang, y me senté en un sofá a la
luz de una lámpara. Nuestro cuarto de estar era confortable. El libro parecía
interesante. Me hallaba en un vecindario donde casi ninguna puerta delantera
estaba cerrada, y en una calle muy tranquila una noche de verano. Todos los
animales de la zona son domésticos, y los únicos pájaros nocturnos que he
llegado a oír son unos búhos junto a las vías del tren. Todo estaba muy
tranquilo. Oí el breve ladrido del perro de los Barstow, como si lo hubiera
despertado una pesadilla, y luego cesó el ruido. Todo volvió a quedar en calma.
Entonces oí, muy cerca de mí, unos pasos y una tos.
Sentí que mis músculos se tensaban —quién no
conoce esa sensación—, pero no levanté la vista del libro, pese a notar que me
estaban observando. Tal vez existen la intuición y otras cosas por el estilo,
pero soy más dichoso no teniéndolas en cuenta y, sin embargo, sin alzar la
mirada del libro, no sólo supe que me estaban observando, sino que lo hacían
desde el ventanal, al fondo de la sala, y que mi espía era alguien cuyo
propósito consistía en observarme y violar mi intimidad. Allí sentado, bajo la
luz de una brillante lámpara y rodeado por la oscuridad, me sentí indefenso.
Pasé una página y fingí seguir leyendo. Entonces me distrajo un miedo mucho
peor que el miedo al imbécil que estaba apostado al otro lado del ventanal.
Tuve miedo de que la tos, los pasos y la sensación de ser observado procediesen
de mi imaginación. Alcé los ojos.
Lo vi con toda claridad, y creo que él
también me vio; reía burlonamente. Apagué la luz, pero fuera estaba demasiado
oscuro y mis ojos se hallaban tan acostumbrados a la brillante luz de la
lectura que no logré discernir ninguna forma al otro lado del cristal. Corrí al
vestíbulo y encendí varias lámparas exteriores de la puerta delantera (no daban
una luz muy intensa, pero me bastaba para ver a alguien que cruzase el césped);
cuando volví al ventanal, el jardín estaba desierto y advertí que no había
nadie donde él había estado. Podía haberse escondido en muchísimos sitios. La
gran mata de lilas al borde del sendero podría haber ocultado a un hombre, y
también las lilas y el arce de hojas cortadas. No iba a coger la vieja espada
de samurai y perseguirlo. No yo, desde luego. Apagué las luces de fuera y
permanecí en la oscuridad preguntándome quién podría ser el hombre.
Nunca he tenido nada que ver con gente que
merodea por ahí por las noches, pero sé que la hay, y pensé que probablemente
era un viejo chiflado de la fila de chabolas que hay junto a las vías, y quizá
a causa de mi resolución, mi necesidad, de poner a todo buena cara —o por lo
menos de tomármelo con calma—, incluso logré sentir piedad por aquel anciano que,
en un arranque senil, se veía impulsado a salir de su casa y a vagar de noche
por un vecindario desconocido, a merced de perros y de policías, sin más
recompensa que la de ver a un hombre leyendo a Lin Yutang o a una mujer que
administra pastillas a un niño enfermo o a alguien que saca de la nevera chile
con carne. Mientras subía la oscura escalera oí truenos, y un segundo después
una tromba de lluvia de verano inundó el condado, y pensé con lástima en aquel
hombre que merodeaba, y en su caminata de regreso a casa bajo la tormenta.
Eran ya más de las cuatro, y me tendí a
oscuras escuchando la lluvia y el tránsito de los trenes matutinos. Llegaban de
Buffalo, Chicago y el Lejano Oeste, cruzaban Albany y bajaban a lo largo del
río por la mañana temprano; en una u otra ocasión, yo había viajado en la
mayoría de ellos, y tumbado en la oscuridad pensé en el aire glacial de los
coches Pullman, en el olor de la ropa de dormir, en el sabor del agua del vagón
restaurante y en lo que se siente al finalizar un día en Cleveland o Chicago y
comenzar el siguiente en Nueva York, especialmente si se ha vivido fuera un par
de años y en verano. Rodeado por la penumbra, imaginé los vagones oscuros en la
lluvia, las mesas puestas para el desayuno y los olores.
Al día siguiente tenía mucho sueño, pero
cumplí con mi trabajo y dormité en el tren de vuelta a casa. Podría haberme
acostado en seguida, pero no quise correr riesgos y preferí seguir la rutina de
ir a Orpheo's y después al autocine. Vi dos películas malísimas. Me dejaron
aturdido y me dormí nada más acostarme, pero me despertó el teléfono. Eran las
dos de la mañana. Me quedé en la cama hasta que cesó el sonido. Sabía que
estaba completamente desvelado y que ningún ruido nocturno —el viento, el
tráfico— me induciría al sueño, y bajé al cuarto de estar. No esperaba que
volviese el mirón, pero mi lámpara de lectura era llamativa en el oscuro
vecindario, y opté por encender las luces de la entrada y me senté de nuevo con
el libro de Lin Yutang. Al oír el ladrido del perro de los Barstow, dejé a un
lado el libro y miré al ventanal para asegurarme de que mi espía no había
venido o de que, si venía, yo lo viese antes que él a mí.
No vi nada, nada en absoluto, pero al cabo de
unos minutos experimenté aquel terrible endurecimiento de los músculos, aquella
certeza de que me estaban observando. Volví a coger el libro, no con intención
de leer, sino de demostrarle que su presencia me era indiferente. Hay muchas
otras ventanas en el cuarto, por supuesto, y por un instante me pregunté cuál
habría escogido esa noche como observatorio. Entonces lo supe, y el hecho de
que estuviese detrás, de que estuviese a mi espalda, me asustó y me exasperó, y
me levanté de un brinco sin apagar la luz y vi su cara en la estrecha ventana
por encima del piano.
—¡Váyase al infierno! —aullé—. ¡Se ha ido!
¡Rachel se ha marchado! ¡No hay
nada que ver! ¡Déjeme en paz! —Corrí a la ventana, pero se había ido.
Y como había gritado a voz en cuello en una casa vacía, pensé que quizá me
estaba volviendo loco. Pensé, una vez más, que acaso la cara de la ventana era
fruto de mi imaginación, y cogí la linterna y salí al jardín.
Hay un macizo de flores bajo la ventana
estrecha. Lo enfoqué con la linterna y vi que había estado allí. Había huellas
en la tierra y algunas flores estaban pisoteadas. Seguí las huellas hasta el
borde del césped y allí encontré una zapatilla de charol masculina. Estaba un
poco resquebrajada y vieja, y pensé que podría ser de un anciano, pero sabía
que no era propiedad de ningún sirviente. Supuse que el mirón era uno de mis
vecinos. Arrojé la zapatilla por encima del seto hacia el montículo de
estiércol del jardín de los Barstow, entré de nuevo en casa, apagué las luces y
subí a mi dormitorio.
Al día siguiente pensé una o dos veces en
llamar a la policía, pero no acabé de decidirme. Volví a pensar en ello por la
noche, mientras esperaba mi bistec en Orpheo's. Me daba cuenta de que la
situación, superficialmente analizada, era ridícula, pero el temor de ver de
nuevo la cara en la ventana era real y acumulativo, y no veía razón alguna para
soportarlo, sobre todo en una época en que me esforzaba en rehacer mi vida.
Estaba oscureciendo. Fui a una cabina y telefoneé a la policía. Contestó
Stanley Madison, que a veces dirige el tráfico desde la comisaría. Dijo: «Oh»,
cuando le expliqué que deseaba dar parte de un merodeador. Me preguntó si
Rachel estaba en casa. Luego comentó que desde 1916, fecha en que se había
hecho cargo de su puesto, no se había formulado en el pueblo ninguna denuncia
de ese tipo. Me lo dijo con el comprensible orgullo que todos sentimos por
nuestro barrio. Yo ya había previsto que me pondría en una situación de
desventaja, pero Stanley me habló como si yo estuviese intentando vulnerar deliberadamente los bienes inmuebles. Prosiguió
diciendo que un cuerpo de policía compuesto de cinco hombres era insuficiente,
que trabajaban mucho y cobraban poco, que si yo quería que un agente vigilase
mi casa, debería colaborar con las fuerzas policiales en el próximo mitin de la
Asociación Pro Mejora Cívica. Trató de no parecer poco amable, y acabó la conversación
preguntándome por Rachel y los niños. Cuando salí de la cabina telefónica,
pensé que había cometido un error.
Esa noche estalló una tormenta justo en mitad
de la película, y llovió hasta el amanecer. Supongo que el mal tiempo retuvo a
Tom en casa, porque no lo vi ni lo oí. Pero volvió a la noche siguiente. Lo
sentí llegar a eso de las tres y marcharse aproximadamente una hora más tarde,
pero no levanté la vista del libro. Razoné que probablemente era un pesado
inofensivo, y que, si por lo menos pudiera yo saber quién era él, conocer su
nombre, el fulano perdería su capacidad de irritarme y yo reanudaría en paz mi
programa de cura. Subí a la alcoba sin poder quitarme de la cabeza la cuestión
de su identidad. Estaba bastante seguro de que era alguien del barrio. Me
pregunté si alguno de mis amigos o vecinos habría invitado a pasar el verano a
algún pariente chiflado. Repasé los nombres de todos mis conocidos, tratando de
asociarlos con algún tío o abuelo excéntrico. Pensé que todo iría bien si
conseguía desalojar al intruso nocturno, sacarlo de la oscuridad.
Por la mañana, cuando bajé a la estación,
caminé entre la multitud del andén en busca de algún desconocido que pudiera
ser el culpable. Aunque únicamente había entrevisto su cara, creí que le
reconocería. Entonces lo vi. Así de simple. Aguardaba en el andén el tren de
las ocho y diez con todos nosotros, pero no era ningún desconocido.
Era Herbert Marston, que vive en la gran casa
amarilla de Blenhollow Road. Si me hubiera quedado alguna duda, habría sido
resuelta por la forma en que me miró cuando se dio cuenta de que lo reconocía.
Pareció asustado y culpable. Me dirigí hacia él por el andén. «No me importa
que me espíe de noche por la ventana, señor Marston —iba a decirle, con una voz
lo suficientemente alta como para incomodarlo—, pero me gustaría que no
pisoteara las flores de mi mujer.» Entonces me detuve, porque vi que no estaba
solo. Estaba con su mujer y su hija. Pasé por detrás de ellos y me quedé parado
en la esquina de la sala de espera, mirando a la familia.
No hubo nada irregular en la expresión de
Marston ni en su comportamiento en cuanto vio que iba a dejarlo tranquilo. Es
un hombre de cabellos grises, un poco más alto de lo normal, cuya cara huesuda
debía de ser atractiva cuando era más joven. Mi creencia en que la parálisis,
los tics y otras flaquezas delatan un corazón tortuoso se vio defraudada. Sentí
que perdía esa convicción aquella mañana al escudriñar su rostro en busca de algún
indicio. Su aspecto era solvente, reposado y moral, mucho más que el de Chucky
Ewing, que buscaba trabajo, o el de Larry Spencer, cuyo hijo tenía polio, o que
el de cualquiera entre la docena de hombres que esperaban el tren. Luego miré a
su hija Lydia. Lydia es una de las chicas más bonitas de la vecindad. Había
viajado en el tren un par de veces con ella y sabía que estaba trabajando
voluntariamente de secretaria para la Cruz Roja. Esa mañana llevaba un vestido
azul y los brazos desnudos, y tenía un aspecto tan fresco, dulce y hermoso que
por nada del mundo la hubiera molestado ni herido sus sentimientos. Después
miré a la señora Marston, y si el indicio que yo había buscado se hallaba en
alguna parte, era precisamente en su cara, aunque no entiendo por qué habría de
afligirse ella por los caprichos de su marido. Hacía mucho calor, pero vestía
un traje sastre castaño y una raída estola de piel. Una sonrisa impermeable
iluminaba su cara cetrina y vulgar incluso mientras aguardaba el tren de la
mañana. Mucho tiempo atrás, aquella cara debía de haber dado la impresión de
estar hecha para una pasión violenta y hasta malévola. Pero años de rezos y
abstinencia —pensé— habían erradicado aquella inclinación a la violencia,
dejando únicamente a la señora Marston unas feas arrugas en los ojos y la boca
y recompensándola con un aire de fétida e inflexible dulzura. Me dije que
seguramente rezaba por su marido mientras él vagabundeaba en albornoz por los
patios traseros de las casas. Yo había querido averiguar quién era Tom, y ahora
que lo sabía no me sentía en absoluto mejor. Todos juntos, el hombre de
cabellos grisáceos, la hermosa muchacha y la mujer, me hacían sentirme peor que
antes.
Esa noche decidí quedarme en la ciudad e ir a
una fiesta. Se celebró en un apartamento de uno de esos hoteles gigantescos:
muy, muy, muy arriba. En cuanto llegué, salí a la terraza y busqué a alguien a
quien invitar a cenar. Quería a una chica bonita con zapatos nuevos, pero al
parecer todas las chicas bonitas se habían quedado en la costa. Había una mujer
de pelo gris y otra con un sombrero blando, y también estaba Grace Harris, la
actriz a la que había visto un par de veces. Grace es una belleza, aunque algo
desteñida ya, y nunca hemos tenido gran cosa que decirnos, pero esa noche me
dedicó una sonrisa muy cordial. Sonrisa cordial, sí, pero muy triste, y lo
primero que pensé fue que debía de haberse enterado de que Rachel me había
abandonado. Le devolví la sonrisa y fui al bar, allí encontré a Harry Purcell.
Tomamos unas copas juntos y conversamos. Miré alrededor en un par de ocasiones,
las dos veces vi a Grace Harris observándome con aquella triste, triste mirada.
Me pregunté el motivo, y luego pensé que probablemente me había confundido con
otra persona. Sé que muchas de esas beldades sin edad, de ojos violetas, son
medio cegatas, y pensé que quizá no veía nada al otro lado de la sala. Se hizo
tarde, pero yo no tenía nada especial que hacer, así que seguí bebiendo. Harry
fue al lavabo y me quedé solo en la barra unos minutos. A Grace Harris, que
estaba con otra gente en el otro extremo de la habitación, le faltó tiempo para
acercárseme. Vino derecha y descansó en mi brazo su mano nívea.
—Pobre muchacho —murmuró—, pobre muchacho. —No soy un muchacho, y no soy pobre, y sentí
unas ganas endiabladas de que se largara con viento fresco. Grace tiene una
cara inteligente, pero aquella noche pensé que encarnaba toda la fuerza de una
gran tristeza y una gran perversidad—. Veo una soga en torno a tu cuello —dijo
tristemente.
Luego quitó la mano de la manga de mi
chaqueta y salió de la sala, y supongo que se marchó a su casa, porque no volví
a verla. Harry regresó y no le conté lo ocurrido, y yo mismo traté de no pensar
mucho en ello. Me quedé en la fiesta demasiado tiempo y cogí un tren tardío a
casa.
Recuerdo que me di un baño, me puse el pijama
y me acosté. Nada más cerrar los ojos vi la soga. La cuerda tenía un lazo de
verdugo en el extremo, pero yo había sabido desde el principio lo que había
querido decir Grace: había tenido la premonición de que yo me ahorcaría. La
soga parecía llegar lentamente a mi conciencia. Abrí los ojos y pensé en el
trabajo que tenía que hacer la mañana siguiente, pero cuando los volví a cerrar
hubo un momentáneo vacío en el que la soga cayó como arrojada desde una viga y
se balanceó en el aire. Abrí los ojos y pensé un poco más en la oficina, pero
al cerrarlos de nuevo vi la soga, que seguía columpiándose. Cada vez que
cerraba los ojos y trataba de dormir, sentía como si el sueño hubiese cobrado
la forma angustiosa de la ceguera. Y una vez desvanecido el mundo visible, nada
podía impedir que la soga ocupara la oscuridad. Me levanté, bajé y abrí el
libro de Lin Yutang. Pocos minutos después, oí a Marston en el jardín. Pensé
que por fin sabía lo que él esperaba ver. Eso me asustó. Apagué la luz, me
incorporé. Estaba oscuro al otro lado de la ventana y no pude verlo. Me
pregunté si habría alguna cuerda en casa. Entonces recordé la amarra del bote
de goma de mi hijo. Estaba en el sótano. Bajé a buscarla. El bote descansaba
sobre unos caballetes y dentro de él había una larga amarra, lo bastante larga
como para que un hombre pudiera ahorcarse con ella. Subí a la cocina, cogí un
cuchillo y corté en pedazos la amarra. Luego reuní varios periódicos, los metí
en el homo, abrí el tiro y quemé la cuerda. Después subí a mi dormitorio y me
acosté. Me sentí a salvo.
No sé cuánto hacía que no había gozado de un
buen reposo nocturno. Pero me noté raro por la mañana, y aunque pude ver por la
ventana que hacía un hermoso día, eso no me levantó el ánimo. El cielo, la luz
y el resto de las cosas me parecieron tenues y remotos, como vistos desde una
gran distancia. La idea de volver a encontrarme con la familia Marston me
revolvió el estómago, de modo que perdí adrede el tren de las ocho y diez y
cogí otro posterior. La imagen de la soga persistía en el fondo de mi mente, y
durante el trayecto la vi una o dos veces. Logré soportar la mañana, pero al
salir de la oficina al mediodía le dije a mi secretaria que no volvería por la
tarde. Tenía una cita para almorzar con Nathan Shea, en el University Club;
llegué temprano y tomé un martini en el bar. A mi lado, un señor de edad
refería a su amigo la regularidad de sus costumbres, y sentí unas inmensas
ganas de darle en la cabeza con un bol de palomitas de maíz, pero me bebí mi
aperitivo y clavé los ojos en el reloj de pulsera del camarero, colgado en
torno al largo cuello de la botella de crema de menta blanca. Cuando llegó
Shea, tomé dos copas más con él. Anestesiado por la ginebra, conseguí engullir
el almuerzo.
Nos despedimos en Park Avenue. Allí me
abandonó el efecto del alcohol y vi de nuevo la soga. Eran como las dos de una
tarde soleada, pero sombría para mí. Fui al Corn Exchange Bank y cobré un
cheque de quinientos dólares. Entré después en los almacenes Brooks Brothers y
compré corbatas y una caja de puros, y subí a echar un vistazo a los trajes.
Había pocos clientes en el establecimiento, y entre ellos reparé en aquella
muchacha o mujer joven que parecía estar sola. Supuse que estaría haciendo
compras para su marido. Era rubia, y su piel blanca era de ese tipo que parece
papel fino. Hacía mucho calor, pero ella daba la impresión de no notarlo, como
si en el viaje en tren desde Rye o Greenwich hubiera sido capaz de conservar la
frescura de su baño. Tenía hermosos brazos y piernas, pero la expresión de su
cara era sensata, pacífica, incluso muy de ama de casa, y aquel aire cuerdo
parecía acentuar la belleza de sus brazos y piernas. Se dirigió al ascensor y
apretó el botón. Me acerqué y me puse a su lado. Bajamos juntos y salí tras
ella a Madison Avenue. La acera rebosaba de gente, y caminé a su lado. Me miró
una vez y supo que yo la seguía, y yo supe que no era una mujer de esas que en
seguida te piden que las ayudes. Aguardó en la esquina a que la luz del
semáforo cambiara. Esperé a su lado. Fue cuanto pude hacer para evitar decirle
muy, muy suavemente: «Señora, ¿me permite que le coja un tobillo? Es todo lo
que le pido, señora. Me salvará usted la vida. Le pagaré el favor.» No volvió a
girar la cabeza, pero vi que estaba asustada. Cruzó la calle y caminé junto a
ella, y una voz dentro de mi cabeza repetía sin cesar: «Por favor, déjeme poner
la mano en torno a su tobillo. Me salvará la vida. Sólo quiero rodearle el
tobillo con la mano. Con mucho gusto se lo pagaré.» Saqué mi cartera y de ella
unos billetes. Entonces oí que alguien, detrás de mí, me llamaba por mi nombre.
Reconocí la voz campechana de un representante de publicidad que entra y sale
de nuestra oficina. Me guardé la cartera en el bolsillo, crucé la calle y traté
de perderme entre el gentío.
Llegué a Park Avenue y después a Lexington, y
me metí en un cine. Un viento frío y viciado me llegó del ventilador, como el aire de los Pullmans a
los que yo había oído bajar por la mañana a lo largo del río, procedentes de
Chicago y el Lejano Oeste. El vestíbulo estaba vacío, y me sentí como si pisara
el umbral de un palacio o una basílica. Subí por la estrecha escalera que
ascendía para luego girar bruscamente, alejándose del resplandor. Los rellanos
estaban sucios y las paredes desnudas. La escalera me condujo al anfiteatro, y
me quedé sentado en la oscuridad, pensando que ya nada iba a salvarme, que
ninguna muchacha bonita con zapatos nuevos se cruzaría a tiempo en mi camino.
Volví a casa en tren, pero me sentí demasiado
fatigado para ir a Orpheo's y después al autocine. Conduje desde la estación a
casa y metí el coche en el garaje. Desde allí oí que llamaban al teléfono, y
aguardé en el jardín hasta que dejó de sonar. En cuanto entré al cuarto de
estar, vi en la pared las sucias huellas de manos que habían dejado los niños
antes de marcharse. Las huellas estaban casi a la altura del zócalo y tuve que
arrodillarme para besarlas.
Me quedé sentado mucho tiempo en el cuarto.
Me dormí, y al despertar era tarde; todas las demás casas estaban a oscuras.
Encendí una luz. Pensé que El mirón se estaría poniendo su albornoz y las
zapatillas para empezar su merodeo por jardines y patios traseros. La señora
Marston estaría de rodillas, rezando. Cogí el libro de Lin Yutang y empecé a
leer. Oí el ladrido del perro de los Barstow. Sonó el teléfono.
—¡Oh, cariño mío! —grité al oír la voz de
Rachel—. ¡Cariño mío! ¡Cariño! —Ella lloraba. Estaba en Seal Harbor. Había
llovido durante una semana, y Tobey tenía cuarenta grados de fiebre—. Salgo ahora mismo —dije—. Conduciré toda la
noche. Llegaré mañana. Mañana por la mañana. ¡Cariño mío!
Eso fue todo. Todo había acabado. Preparé una
bolsa, desconecté la nevera y conduje toda la noche. Hemos sido felices desde
entonces. Que yo sepa, Marston no ha vuelto a acechar nuestra casa en la
oscuridad, aunque lo he visto a menudo en el andén de la estación y en el club
de campo. Su hija Lydia va a casarse el mes que viene, y el nombre de su
cetrina esposa ha salido hace poco en el cuadro de honor de una institución
nacional de beneficencia, en reconocimiento de sus buenas obras. Todo el mundo
está bien en el vecindario.