martes, 19 de noviembre de 2024

3º El otro Miller, de Tobias Wolf




TOBIAS WOLFF

El otro Miller
(de su libro de relatos "La noche en cuestión").



Miller lleva dos días de pie bajo la lluvia esperando, junto al resto de la Compañía Bravo, que unos hombres de otra compañía aparezcan tambaleantes en la pista forestal donde ellos, los de la Bravo, aguardan emboscados. Cuando suceda esto, si llega a suceder, Miller sacará la cabeza del agujero donde está escondido y disparará todo el cargador de fogueo en dirección a la pista. Y lo mismo hará el resto de la Compañía Bravo. Y una vez hecho, saldrán de sus agujeros, se subirán a los camiones y volverán a la base.
Ese es el plan.
Miller no cree que vaya a funcionar. Todavía no ha visto un plan que funcione, y éste tampoco lo hará. Su escondrijo tiene varios centímetros de agua. Ha de mantenerse de pie en unos pequeños salientes que ha excavado en las paredes, pero la tierra es muy arenosa y éstos se derrumban continuamente. Lo que significa que tiene las botas empapadas. Además, sus cigarrillos están húmedos. Además, la primera noche de maniobras, masticando uno de los caramelos que se había traído para combatir el agotamiento, se le rompió el puente que tiene en los molares. Le ataca los nervios cómo se levanta y rechina cuando lo toca con la lengua, pero anoche perdió toda su fuerza de voluntad y ahora no puede evitar estar todo el rato tocándolo.
Cuando piensa en la otra compañía, sobre la que se supone que van a caer ellos, Miller ve una columna de hombres secos, recién comidos, alejándose del agujero donde él los aguarda. Los ve moverse fácilmente con unos ligeros macutos a la espalda. Los ve parándose a descansar y a fumar un pitillo, estirándose sobre fragantes hojas de pino, bajo los árboles, y el murmullo de sus voces haciéndose más y más tenue conforme se van quedando dormidos.
Esta es la pura verdad, por Dios que es verdad. Miller lo sabe igual que sabe que va a pescar un resfriado, porque siempre tiene esa mala suerte. Si él estuviera en la otra compañía, serían ellos los que estarían metidos en estos agujeros.
Miller hurga con la lengua en el puente roto y siente una punzada de dolor. Se pone rígido, le arden los ojos, aprieta los dientes contra el aullido que intenta escaparse de su garganta. Lo domina y observa a los hombres a su alrededor. Los pocos que alcanza a ver están aturdidos y pálidos. Del resto sólo distingue las capuchas de los ponchos, que sobresalen del suelo como si fueran rocas con forma de proyectil.
En este momento, con la mente en blanco a causa del dolor, Miller oye cómo rebota la lluvia en su propio poncho. Y luego oye el zumbido estridente de un motor. Un jeep se acerca por la pista, salpicando, patinando de lado a lado y lanzando una estela de goterones de barro. El propio jeep está cubierto de barro. Se desliza hasta detenerse frente a la posición de la Compañía Bravo y toca el claxon dos veces.
Miller mira alrededor para ver qué hacen los otros. Nadie se ha movido. Todos siguen de pie en sus agujeros.
El claxon vuelve a sonar.
Una pequeña figura emerge de entre unos árboles un poco más allá. Miller sabe que es el sargento por su estatura, tan corta que el poncho le llega casi hasta los tobillos. El sargento camina lentamente hacia el jeep; sus botas están completamente embarradas. Cuando llega junto al vehículo, introduce la cabeza por la ventanilla; un momento después la saca. Mira al suelo y da un puntapié a uno de los neumáticos, como si se hubiera concentrado para hacerlo. Luego alza la vista y grita el nombre de Miller.
Miller se lo queda mirando. Hasta que el sargento no vuelve a gritar su nombre, Miller no empieza la dura tarea de salir del escondrijo. Los otros hombres alzan sus pálidas caras para verlo cuando él pasa renqueante junto a sus agujeros.
—Acércate, muchacho —le dice el sargento. Se aleja un poco del jeep y le hace un gesto con la mano. Miller lo sigue. Pasa algo. Miller lo sabe porque el sargento lo ha llamado «muchacho» en lugar de «pedazo de animal». Ya ha empezado a sentir un ardor en el lado izquierdo, donde tiene la úlcera. El sargento mira al suelo—. El caso es —empieza a decir. Se para y se vuelve hacia Miller—. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Carajo! ¿Sabías que tu madre estaba enferma? Miller no dice nada, se limita a apretar los labios—. Debía de estar enferma, ¿no? Miller sigue callado y el sargento continúa:— Falleció anoche. Te acompaño en el sentimiento. Alza la vista y mira a Miller con tristeza, y Miller ve que la mano derecha del sargento empieza a elevarse por debajo del poncho y luego vuelve a caer al lado del cuerpo. Miller se da cuenta de que el sargento quiere darle unas varoniles palmadas en la espalda, pero el movimiento no llega a cuajar. Sólo se puede hacer esto si se es más alto o al menos se tiene la misma estatura que el otro—. Estos chicos te llevarán a la base —le dice el sargento señalando al jeep con la barbilla—. Cuando llegues, llamas a la Cruz Roja y ellos se encargarán del resto. Intenta descansar un poco —añade, y luego se aleja en dirección a los árboles.
Miller recupera su equipo. Uno de los hombres junto a los que pasa en su camino de vuelta al jeep le dice:
—¡Eh, eh, Miller! ¿Qué ha sucedido?
Miller no contesta. Teme que si abre la boca empezará a reírse y lo echará todo a perder. Se sube al jeep con la cabeza gacha y los labios apretados y no levanta la vista hasta que no han dejado atrás la compañía, como a un kilómetro o así. El grueso cabo que va sentado al lado del conductor lo observa.
—Siento lo de tu madre —dice—. Eso sí que es un buen bajón.
—Lo que más —dice el conductor, que también es cabo. Le lanza una rápida mirada por encima del hombro.
Por un instante Miller ve su propia cara reflejada en las gafas de sol del conductor.
—Algún día tenía que suceder —susurra, y vuelve a bajar la vista.
A Miller le tiemblan las manos. Se las mete entre las rodillas y mira a través del plástico de la ventanilla los árboles que van dejando atrás. La lluvia tamborilea en la lona del techo. Él está a cubierto, y el resto sigue ahí fuera. Miller no puede dejar de pensar en los otros, de pie, empapándose bajo la lluvia, y ese pensamiento le da ganas de reírse y de golpearse la pierna. Nunca había tenido tanta suerte en su vida.
—Mi abuela murió el año pasado —dice el conductor—. Pero, claro, no es lo mismo que perder a una madre. Lo siento, Miller.
—No os preocupéis por mí —dice Miller—. Lo superaré.
El cabo gordo le dice:
—Mira, no creas que tienes que reprimirte por nosotros. Si tienes ganas de llorar o cualquier cosa, no te cortes. ¿No es verdad, Leb?
El conductor asiente con la cabeza.
—Suéltalo todo.
—No os preocupéis —dice Miller.
Le gustaría dejarles claro a estos tíos que no tienen que sentirse en la obligación de mostrarse afligidos todo el camino hasta Ford Ord. Pero si les contara lo que ha sucedido, darían la vuelta y lo devolverían a su agujero.
Miller sabe lo que ha sucedido. Hay otro Miller en el batallón con las mismas iniciales que él, W. P., y a este Miller es al que se le ha muerto la madre. Siempre están confundiendo su correo, y ahora la han liado con esto. Miller se hizo una idea clara del asunto en cuanto el sargento empezó a preguntarle por su madre.
Por una vez, todo el mundo está fuera y él está a cubierto. A cubierto, camino de una buena ducha, ropa seca, una pizza y un catre caliente. Ni siquiera ha tenido que hacer algo malo para conseguirlo. Ha hecho lo que le han dicho. El error era de ellos. Mañana descansará como le ha dicho el sargento que haga, irá a la enfermería por lo del puente y, tal vez, por qué no, al cine a la ciudad. Luego llamará a la Cruz Roja. Para cuando se aclare todo, será demasiado tarde para mandarlo de vuelta a las maniobras. Y lo mejor de todo es que el otro Miller no lo sabrá. El otro Miller tendrá todo un día más para pensar que su madre está viva. Incluso se podría decir que le está haciendo el favor de mantenerla viva.
El hombre sentado al lado del conductor se vuelve de nuevo y observa a Miller. Tiene unos ojos pequeños y oscuros en una cara grande, blanca, perlada de sudor. En su placa dice que se apellida Kaiser. Mostrando unos dientes pequeños y cuadrados, infantiles, dice:
—Lo estás llevando muy bien, Miller. La mayoría de los tíos se derrumban al enterarse.
—Yo también me derrumbaría —dice el conductor—. Cualquiera se derrumbaría. Es humano, Kaiser.
—Claro —dice Kaiser—. No estoy diciendo que yo sea diferente. Ése será el peor día de mi vida, el día que muera mi madre. —Parpadea rápidamente, pero no antes de que Miller vea cómo se empañan sus ojos diminutos.
—Todos tenemos que irnos —dice Miller—, antes o después. Esa es mi filosofía.
—Qué fuerte —dice el conductor—. Profundo de verdad.
Kaiser lo mira fijamente y le dice:
—Tranquilo, Lebowitz.
Miller se inclina sobre el asiento delantero. Lebowitz es un apellido judío. Eso significa que Lebowitz debe de ser judío. A Miller le gustaría preguntarle por qué está en el ejército, pero teme que Lebowitz se lo tome a mal. En su lugar le pregunta con un tono informal:
—No se ven muchos judíos hoy en día en el ejército.
Lebowitz mira al retrovisor. Sus gruesas cejas se arquean sobre las gafas de sol, luego mueve la cabeza y dice algo que Miller no llega a percibir.
—Tranquilo —repite Kaiser. Se vuelve hacia Miller y le pregunta que dónde tendrá lugar el funeral.
—¿Qué funeral? —dice Miller.
Lebowitz se echa a reír.
—¡Joder, tío! —exclama Kaiser—. ¿Es que nunca has oído hablar de eso que se llama stock?
Lebowitz se queda callado un momento. Luego vuelve a mirar al retrovisor y dice:
—Lo siento, Miller. Se me ha ido la olla.
Miller se encoge de hombros. En sus prospecciones bucales, la lengua presiona el puente con demasiada fuerza, y eso le obliga a contraerse súbitamente.
—¿Dónde vivía tu madre? —pregunta Kaiser.
—En Redding —contesta Miller.
Kaiser asiente.
—Redding —repite.
No deja de mirar a Miller, lo mismo que Lebowitz, que tiene la vista dividida entre el retrovisor y la carretera. Miller se da cuenta de que esperaban un tipo de actuación diferente a la que él les está ofreciendo, más emotiva y todo eso. Ya han visto a otros soldados perder a sus madres mientras estaban movilizados y tienen unos estándares a los que él no parece conformarse. Mira por la ventanilla. Están atravesando un puerto. A la izquierda de la carretera se ven parches de azul entre los árboles; luego llegan a una zona sin árboles y Miller ve el mar abajo, despejado hasta el horizonte bajo un intenso cielo azul. Salvo por algunos jirones de niebla en las copas de los árboles, han dejado las nubes atrás, en las montañas, sobre los soldados allí apostados.
—No me malinterpretéis —dice Miller—. Me apena mucho que haya muerto.
—Eso es lo que tienes que hacer. Echarlo fuera —dice Kaiser.
—Sencillamente no la conocía muy bien —dice Miller, y tras esta monstruosa mentira le invade una sensación de ingravidez. Al principio le resulta incómoda, pero casi inmediatamente empieza a disfrutarla. A partir de este momento puede decir cualquier cosa. Pone cara de tristeza—. Supongo que estaría más deshecho y todo eso si no nos hubiera abandonado como lo hizo. A mitad de la cosecha. Se largó sin más.
—Oigo un montón de rabia en tus palabras —le dice Kaiser—. Venga, sácalo todo. Reconócelo.
Miller lo ha sacado todo de una canción, pero ya no se acuerda de más. Baja la cabeza y se mira la puntera de las botas.
—Acabó con mi padre —dice pasado un rato—. Le rompió el corazón. Y me quedé yo con cinco hermanos, todavía chicos, que criar, además de atender la granja.
Miller cierra los ojos. Ve el sol poniéndose por detrás de un campo labrado y una banda de chavales avanzando entre los surcos con rastrillos y azadones al hombro. Mientras el jeep traza las cerradas curvas de la bajada del puerto, él les va describiendo las dificultades por las que tuvo que pasar como hermano mayor de la familia. Cuando llegan a la autopista de la costa y giran en dirección norte, pone fin a su historia. El jeep deja de traquetear y de colear. Ganan velocidad. Los neumáticos susurran suavemente en el asfalto. El aire silba una sola nota contra la antena de la radio.
            —En cualquier caso —dice Miller—, hace dos años que no recibo una carta de ella.
            —Parece de película —dice Lebowitz.
            Miller no está muy seguro de cómo tomárselo. Espera a ver qué más dice, pero Lebowitz se queda callado. Igual que Kaiser, que hace ya varios minutos que le he dado la espalda. Los dos tienen la vista clavada en la carretera. Miller se da cuenta de que han perdido interés. Se queda muy decepcionado, porque él se lo estaba pasando en grande tomándoles el pelo.
            Una de las cosas que les contó es cierta: hace dos años que no recibe una carta de su madre. Al principio de entrar en el ejército le escribió mucho, al menos una vez por semana, a veces dos, pero Miller le enviaba todas las cartas de vuelta sin abrir, y pasado un año, ella desistió. Intentó telefonearlo unas cuantas veces, pero él no se ponía al teléfono, de modo que también desistió de llamar. Miller quiere que entienda que su hijo no es de los que ponen la otra mejilla. Es un hombre serio. Si lo enfadas, lo pierdes.
            La madre de Miller lo enfadó al casarse con un hombre con el que no debería haberse casado. Phil Dove. Dove era el profesor de biología del instituto. Miller tenía problemas en clase y su madre fue a hablar con Dove y terminó prometida con él. Cuando Miller intentaba hacerla entrar en razón, ella se negaba a escuchar. Por su forma de actuar se diría que había pescado a un pez gordo en lugar de a alguien que tartamudeaba al hablar y se pasaba la vida diseccionando cangrejos.
            Miller hizo todo lo que pudo para impedir la boda, pero su madre estaba ciega. No quería darse cuenta de lo que tenía, de lo bien que estaban los dos sin necesidad de nadie más. A él esperándola infaliblemente en casa, con una cafetera recién hecha, cuando ella volvía del trabajo. Los dos tomándose el café y charlando de cualquier cosa o, tal vez, sin decir nada, sencillamente sentados hasta que la cocina se quedaba en penumbra y sonaba el teléfono o el perro empezaba a quejarse para que lo sacaran. Pasear al perro por el depósito de agua. Volver y cenar lo que les apetecía, a veces nada, a veces lo mismo tres o cuatro días seguidos, viendo los programas de la tele que les gustaban y yéndose a la cama cuando querían y no porque lo quería otra persona. Sencillamente el hecho de estar los dos en su propia casa.
            Phil Dove confundió tanto a su madre que ésta olvidó lo buena que era su vida. Se negaba a ver que lo estaba echando todo a perder.
            "Tú terminarás yéndote, en cualquier caso", le decía ella. "Te irás el año que viene o el otro".
            Lo que mostraba lo equivocada que estaba con respecto a él, porque él nunca la habría dejado, nunca, por nada del mundo. Pero cuando él decía esto, ella se reía como si supiera algo que él no sabía, como si él no hablara en serio. Pero él hablaba en serio. Hablaba en serio cuando le prometía que no se iría y hablaba en serio cuando prometía que nunca volvería a dirigirle la palabra si se casaba con Phil Dove.
            Ella se casó. Miller se quedó en un motel esa noche y las dos siguientes, hasta que se le acabó el dinero. Entonces se alistó en el ejército. Sabía que eso iba a afectarla, porque todavía le faltaba un mes para terminar en el instituto y porque su padre había muerto estando en el ejército. No en Vietnam, sino en Georgia, en un accidente. Se le cayó encima el contenedor lleno de agua hirviendo en el que él y otro hombre estaban sumergiendo la loza del comedor. Miller tenía seis años por entonces. Después de eso, a la madre de Miller le entró un odio feroz por el ejército, no porque su marido hubiera muerto —ella sabía de la guerra a la que se iba él, sabía de las emboscadas y de los terrenos minados—, sino por la forma en que había sucedido. Decía que el ejército ni siquiera logra que los hombres mueran de una forma digna.
            Tenía razón, además. El ejército era exactamente tan malo como ella pensaba, o peor. Te pasabas todo el tiempo esperando. Llevabas una existencia completamente estúpida. Miller la detestaba, minuto a minuto, pero había cierto placer en ese odio porque pensaba que su madre debía de saber lo desgraciado que era. Y ese conocimiento le causaría un gran dolor. Nunca sería tanto, sin embargo, como el dolor que ella le había causado, un dolor que se expandía de su corazón a su estómago, a sus dientes y a todo el resto del cuerpo, pero era el peor dolor que él podía causarle y serviría para que ella lo tuviera siempre presente.

Kaiser y Lebowitz se describen uno al otro sus hamburguesas favoritas. Su idea de la hamburguesa perfecta. Miller intenta no escuchar, pero sus voces no desaparecen, y pasado un rato no puede pensar en nada más que en filetes de carne picada, tomate y mostaza y filetes de carne picada entrecruzados con las marcas de la plancha, humeantes, con cebolla dorada por encima. Está a punto de pedirles que cambien de tema cuando Kaiser se vuelve y dice:
            —¿Qué? ¿Hay “gusa”?
            —No sé —responde Miller—. Supongo que algo me entraría.
            —Estábamos pensando en hacer una paradita. Pero si quieres que continuemos, no tienes más que decirlo. Tú eres el dueño de la situación. Quiero decir, técnicamente, se supone que tenemos que llevarte directamente a la base.
            —Podría tomar algo —dice Miller.
            —Así se hace. En momentos como éstos hay que conservar las fuerzas.
            —Podría tomar algo —vuelve a decir Miller.
            Lebowitz alza la vista al retrovisor, mueve la cabeza y vuelve a mirar a la carretera.
            Toman el siguiente cambio de sentido y se dirigen tierra adentro hasta un cruce donde hay dos gasolineras enfrente de dos restaurantes. Uno de los restaurantes tiene los cierres echados, así que Lebowitz se mete en el aparcamiento del Dairy Queen, al otro lado de la carretera. Apaga el motor, y los tres hombres permanecen sentados, inmóviles en el repentino silencio. Entonces Miller oye a lo lejos el sonido de un metal golpeando otro metal, el graznido de un cuervo, el crujido de Kaiser rebulléndose en el asiento. Un perro ladra delante de un remolque medio oxidado aparcado al lado. Un perro flaco, blanco y con los ojos amarillos. Ladra y se rasca al mismo tiempo, levantando una pata temblorosa, contra un cartel que muestra la palma de una mano y bajo ésta la leyenda: “CONOZCA SU FUTURO”.
            Se bajan del jeep y Miller cruza el aparcamiento detrás de Kaiser y Lebowitz. El aire es caliente y huele a combustible. En la gasolinera, al otro lado de la carretera, un hombre de piel rosada, en bañador, intenta hinchar las ruedas de una bicicleta, tirando de la goma y maldiciendo a voces. Miller mueve con la lengua el puente roto, lo levanta ligeramente. Considera si debe intentar comerse una hamburguesa y decide que mientras tenga el cuidado de masticar con el otro lado no tiene por qué dolerle.
            Pero le duele. Después de un par de bocados, Miller aparta su plato a un lado. Con la barbilla descansando en una mano, escucha a Lebowitz y a Kaiser discutir sobre si se puede de verdad predecir el futuro. Lebowitz habla de una chica que conocía que tenía poderes.
            —Por ejemplo. Íbamos en el coche —dice—, y de pronto ella me decía exactamente lo que yo estaba pensando. Era increíble.
            Kaiser se termina la hamburguesa y bebe un sorbo de leche.
            —No es para tanto. Yo también podría. —Arrastra hasta su lado de la mesa la hamburguesa de Miller y le da un bocado.
            —Pues venga —dice Lebowitz—. Inténtalo. No estoy pensando en lo que tú crees que estoy pensando.
            —Sí, sí que lo estás.
            —Ahora sí —dice Lebowitz—, pero antes no.
            —Yo no dejaría que una vidente se me acercara siquiera —dice Miller—. Cuanto menos sepas, mejor estás, al menos así lo veo yo.
            —Más filosofía casera de la cosecha privada de W. P. Miller —dice Lebowitz. Mira a Kaiser, que se está terminando la hamburguesa de Miller—. Venga, ¿por qué no? Yo estoy dispuesto, si tú quieres.
            Kaiser mastica como un rumiante. Traga y se limpia los labios con la lengua.
            —Pues sí —dice—. ¿Por qué no? Siempre que aquí al compañero no le importe.
            —Importarme ¿qué? —pregunta Miller.
            Lebowitz se levanta y se pone las gafas de sol.
            —No te preocupes por Miller. Miller es un hombre tranquilo. Miller mantiene la cabeza sobre los hombros cuando a su alrededor todo el mundo ha perdido la suya.
            Kaiser y Miller se levantan de la mesa y siguen a Lebowitz afuera. Lebowitz se endereza y los tres cruzan el aparcamiento.
            —En realidad yo casi preferiría que siguiéramos camino —dice Miller.
            Cuando llegan al jeep se para, pero Lebowitz y Kaiser continúan.
            —¡Eh, escuchad! Tengo que hacer muchas cosas —les dice sin que los otros se vuelvan—. Tengo que llegar a casa.
            —Ya sabemos lo destrozado que estás —le dice Lebowitz, y sigue andando.
            —No tardaremos nada —dice Kaiser.
            El perro ladra una vez y luego, cuando ve que pretenden ponerse al alcance de sus dientes, rodea el remolque corriendo. Lebowitz llama a la puerta. Ésta se abre y aparece una mujer de cara redonda con unos ojos oscuros y hundidos y unos labios carnosos. Tiene un ligero estrabismo; un ojo parece que está mirando algo situado a su lado, mientras que el otro mira a los tres soldados que están en la puerta. Tiene las manos cubiertas de harina. Es gitana; gitana de verdad. Es la primera vez que Miller ve gitanos de verdad, pero la reconoce como reconocería a un lobo si alguna vez se encontrara con uno. Su presencia le hace hervir la sangre en las venas. Si él viviera en este lugar, volvería por la noche con más hombres, gritando y con antorchas en la mano, y la echarían de allí.
            —¿Está de servicio ahora? —pregunta Lebowitz.
            Ella asiente, limpiándose las manos en la falda. Éstas dejan unos surcos blancos en el colorido patchwork.
            —¿Los tres? —pregunta.
            —¿Usted qué cree? —pregunta Kaiser. Habla en un tono extrañamente alto.
            La mujer vuelve a asentir y su ojo sano pasa de Lebowitz a Kaiser y de Kaiser a Miller. Se queda mirando a este último, sonríe, arroja una sarta de palabras inconexas e incomprensibles, o tal vez un hechizo, como si esperara que Miller lo entendiera. Tiene uno de los dientes delanteros completamente negro.
            —No —dice Miller—. Yo no, señora. Yo no. —Y niega con la cabeza.
            —Pasen —dice la mujer poniéndose a un lado. Lebowitz y Kaiser suben los escalones y desaparecen en el interior del remolque—. Pase —repite. Y moviendo sus manos todavía blanquecinas de harina le hace un gesto para que entre.
            Miller retrocede, sin dejar de agitar la cabeza.
            —Déjeme —le dice a la mujer, y antes de que ésta pueda contestar se vuelve y se aleja.
            Vuelve al jeep y se sienta al volante con las puertas abiertas para que entre el aire. Miller siente cómo el calor va absorbiendo la humedad de su ropa de faena. Huele a la lona mohosa del techo del jeep y a su cuerpo agrio. Al otro lado del parabrisas, que está cubierto de barro salvo por un par de sucios semicírculos situados en cada extremo, ve a tres chicos orinando solemnemente contra la pared de la gasolinera.
            Miller se inclina para aflojarse las botas. Peleando con los cordones húmedos se le agolpa la sangre en la cara y su respiración se acelera.
            —Joder con los cordones —dice—. Maldita lluvia.
            Consigue deshacer los nudos y se sienta derecho, jadeando. Mira al remolque. Maldita gitana.
            No puede creerse que esos dos idiotas hayan entrado de veras. Venga a largar y a hacer el tonto. Eso demuestra lo imbéciles que son, porque todo el mundo sabe que no se juega con los videntes. No hay forma de saber lo que podría decir un vidente, y una vez dicho ya no se puede impedir que suceda. Después de oír lo que te aguarda ahí fuera, deja de estar ahí fuera, está aquí dentro. Para eso también podrías abrirle la puerta a un asesino.
            El futuro. ¿Es que no sabía ya todo el mundo lo bastante del futuro sin tener que andar profundizando en los detalles? Sólo hay que saber una cosa sobre el futuro: todo va a peor. Sabido esto, lo sabes todo. Asusta pensar en los datos concretos.
            Miller no tiene intención de pensar en los datos concretos. Se quita los calcetines empapados y se da un masaje en los pies, cuya blanca piel está completamente arrugada por la humedad. De vez en cuando alza la vista y mira al remolque, en donde la gitana está vaticinando el destino de Kaiser y Lebowitz. Miller canturrea unas notas. No pensará en el futuro.
            Porque es verdad: todo va a peor. Un día estás sentado delante de tu casa metiendo palitos en un hormiguero, oyendo el tintineo de los cubiertos y las voces de tu madre y tu padre charlando en la cocina; y al día siguiente una de las voces ha desaparecido. Y no vuelves a oírla. El paso de hoy a mañana es una emboscada.
            Da miedo pensar en lo que te aguarda. Miller ya tiene una úlcera, y las muelas llenas de agujeros. Su cuerpo ha empezado a avisarlo. ¿Qué pasará cuando tenga sesenta años? ¿O incluso dentro de cinco? Hace unos días, Miller vio en un restaurante a un tío de su edad, más o menos, en una silla de ruedas; una mujer le daba cucharadas de sopa mientras hablaba con las otras personas sentadas a la mesa. Las manos del chico descansaban enroscadas sobre su regazo, como un par de guantes que alguien hubiera dejado allí por descuido. El pantalón se le había subido casi hasta la rodilla, dejando ver una pierna pálida, inservible, con la carne pegada al hueso. Apenas podía mover la cabeza. La mujer que le daba de comer estaba demasiado entretenida charloteando con sus amigos y apenas reparaba en dónde metía la cuchara. La mitad de la sopa iba a parar a la camisa del chico. Éste tenía, sin embargo, unos ojos brillantes y una mirada alerta. Miller pensó: «Eso podría sucederme a mí».
            Podías encontrarte estupendamente y de pronto un día, sin que hicieras nada especial, un fallo en la circulación sanguínea te afectaba una zona del cerebro. Dejándote así. Y si no te sucedía al instante, te acabaría sucediendo sin duda a la larga, lentamente. Ése era el fin al que estabas destinado.
            Miller moriría un día. Lo sabe y se enorgullece de saberlo cuando todos los demás sólo fingen que lo saben, porque en secreto creen que vivirán para siempre. Pero ésa no es la razón por la que cree que no se puede pensar en el futuro. Hay algo todavía peor que eso, algo que no se debe tener en cuenta y que él no tendrá en cuenta.
            No lo tendrá en cuenta. Miller se reclina en el asiento y cierra los ojos, pero todos sus esfuerzos por adormecerse fracasan; detrás de sus párpados está completamente espabilado, nervioso y triste, buscando en contra de su voluntad aquello que teme encontrar, hasta que no le sorprende encontrarlo. Una simple verdad. Su madre también va a morir. Como él. Y no se puede saber cuándo. Miller no puede dar por supuesto que estará esperándolo para recibir su perdón cuando él finalmente decida que ya la ha hecho sufrir bastante.
            Miller abre los ojos y mira las desnudas formas de los edificios al otro lado de la carretera, cuyos contornos se difuminan en la suciedad del parabrisas. Vuelve a cerrar los ojos. Oye su respiración y siente el dolor conocido, casi muscular, de saber que está fuera del alcance de su madre. Que se ha colocado donde su madre no puede verlo ni hablarle ni tocarlo de esa manera suya, poniéndole descuidadamente las manos en los hombros cuando pasa por detrás de donde está él sentado y le pregunta algo o sencillamente se para perdida en sus pensamientos. Se supone que ésta ha sido su forma de castigarla, pero en realidad se ha convertido en un castigo para él. Comprende que tiene que acabar con aquello. Lo está matando.
            Tiene que acabar con aquello, y como si llevara todo aquel tiempo planeando ese día, Miller sabe exactamente lo que hará. En lugar de dirigirse a la Cruz Roja al llegar a la base, preparará su petate y cogerá el primer autobús de vuelta a casa. Nadie le culpará por ello. Ni siquiera cuando descubran el error que han cometido, porque es lo natural en un hijo afligido por la muerte de su madre. En lugar de castigarlo, probablemente le pedirán disculpas por haberle dado semejante susto.
            Tomará el primer autobús, aunque no sea un exprés. Irá lleno de mexicanos y de soldados. Miller se sentará junto a una ventanilla y dormitará. De vez en cuando saldrá de sus ensoñaciones y contemplará las verdes colinas y la rica tierra de los sembrados y las estaciones en las que entra el autobús, unas estaciones envueltas en el humo de los tubos de escape y en el rugido de los motores, donde la gente al otro lado de la ventanilla le mirará atontada, como si también acabara de despertarse. Salinas. Vacaville. Red Bluff. Cuando llegue a Redding, Miller tomará un taxi. Le dirá al taxista que se pare en Schwartz y que le espere unos minutos mientras compra un ramo de flores, y luego continuará camino, bajando por Sutter hasta Serra, pasará por la discoteca, el instituto, la iglesia de los mormones. Torcerá a la derecha al llegar a Belmont. A la izquierda en Park. Inclinado entonces sobre el asiento delantero irá diciendo: «Un poco más allá, más allá, más allá, ahí, ésa de ahí es».
            El sonido de las voces en el interior cuando llama al timbre. Se abre la puerta, las voces se acallan. ¿Quién es toda esta gente? Hombres de traje, mujeres con guantes blancos. Alguien tartamudea su nombre; le suena extraño, casi olvidado. W-W-Wesley. Una voz masculina. Miller está en el umbral, huele a perfume. Entonces alguien le saca las flores de la mano y las deja con las otras en la mesita. Vuelve a oír su nombre. Es Phil Dove viniendo hacia él desde el otro extremo de la habitación. Avanza despacio, con los brazos extendidos, como un ciego.
            —Wesley —dice—. Gracias a Dios que ya has llegado.






Traducción de Pilar Vázquez














3º Comentario a "El otro Miller"

Ahora que has leído el relato, quiero mostrarte sus claves técnicas para que, primero, lo apreciemos en su ingeniería de construcción y, segundo, intentes imitarlo.
Hablemos primero de un elemento sencillo pero básico que ha aparecido en este relato. Ya te dije en el primer trabajo que te propuse que hacer aparecer elementos que se repitan a lo largo de todo el relato le da mucha unidad a la obra. En este caso, te habrás dado cuenta, es el hecho de que Miller se hurgue con la lengua en el puente roto. A todos nos ha pasado alguna vez que algo te molesta en la boca y te pasas el rato tocándote con la lengua. Este es un buen elemento porque, además, todo el mundo se siente muy identificado con el hecho. Y como ves, no se olvida de utilizarlo a lo largo de todo el texto, diseminado, para que nos acordemos de su pequeño dolor pero, sobre todo, para dar unidad al texto.
Te animo, como ya te dije desde el primer relato a que utilices pequeños trucos como este. Pero “oblígate” a utilizarlos, no digas: “Lo repetiré cuando me acuerde”. Subraya un elemento que te aparezca al principio y repítelo varias veces a lo largo del texto. Eso produce familiaridad del personaje para con el lector, que ya lo siente suyo, como conocido.
Pero este detalle no es nada en relación a los recursos técnicos que despliega este texto, y que tiene que ver con el juego de las sensaciones que percibe el lector con relación a la información que el autor le va dando. Primero nos cuentan que la madre del muchacho ha muerto. Nosotros pensamos: “Vaya, pobre muchacho”. Pero al momento se nos da la información de que todo ha sido un error y nos sentimos aliviados: “Miller sabe lo que ha sucedido. Hay otro Miller en el batallón...”
Esta primera situación nos revela ya muchas cosas que tenemos que tener en cuenta.
Recuerdas que te dije que para empezar, la salsa de toda historia tiene que ver con “el conflicto”. Toda historia (relato, novela, teatro, película) debe plantear uno o varios conflictos. El primero que vemos es que el soldado no quiere estar en las maniobras militares entre el barro y la lluvia. El segundo es la contrariedad de que la madre haya muerto. Y el tercero es que en realidad no ha muerto y él tiene en sí el conflicto de si desvelar el error o irse a tomar una buena ducha, ponerse ropa seca, tomar una pizza y meterse en el catre. Esto nos hace estar enganchados a la historia con gran fidelidad. No dejaríamos de leer ahora.
Pero estos primeros párrafos establecen también para el lector las claves del juego de este narrador (me refiero al tipo de narrador, no al escritor). Este narrador habla en tercera persona (ya no es como los dos anteriores ejercicios que te encargué en los que escribías desde el “yo”, desde la primera persona), pero esta tercera persona no es la de un narrador omnisciente, este narrador no sabe todo lo que pasa, por ejemplo, en la cabeza de los soldados que acompañan al protagonista en el jeep. Este narrador sólo sabe lo que piensa y siente el personaje protagonista. Es un narrador externo (porque habla en tercera persona) alter ego, porque habla por medio de su cabeza.
Esta es la clave para que el relato funcione al final. Si estuviéramos ante un narrador omnisciente, o sea, que lo sabe todo, habría sabido también que la madre que había muerto realmente sí era la suya. Y si hubiera hecho el juego de engañarnos, los lectores, al final saldrían muy decepcionados porque pensarían que simplemente han sido engañados. No sé si conoces ese chiste tramposo en el que te dicen: “Un tipo llega a un bar. Pide un anís. Cuando el camarero se lo echa en el vaso, el tipo da tres golpecitos con el vaso en la barra del bar y de lo toma de un tirón. ¿Por qué sabemos que el tipo es un bombero?”. Entonces tú te pones a pensar: anís, tres golpecitos, de un tirón. Ni idea, no tienes ni idea. Se lo dices al que te está contando el chiste y él lo concluye diciéndote: “¡Hombre, porque va vestido de bombero y lleva su casco y su manguera”. Es un chiste del absurdo y, bueno, como chiste podría medio funcionar, pero en literatura ni podemos contar chistes ni podemos engañar a los lectores. Por eso el narrador del relato del que hablamos muestra al lector las reglas de su propio funcionamiento, que el lector acepta inconscientemente como reglas del juego.
Este tipo de narrador es el que tienes que utilizar para tu próximo trabajo: deberás hacer un relato con narrador externo alter ego, o sea ­—te lo repito—, un narrador que cuenta en tercera persona pero que sólo sabe lo que piensa y siente el protagonista. De los demás personajes sabe lo que ve y oye de ellos y, por supuesto lo que de ellos piensa el protagonista.
Pero aquí no queda ni el análisis ni tu tarea. La parte más importante del relato de Tobias Wolff es la utilización de los tiempos verbales. Como quizás hayas observado, todo el relato se cuenta en presente, los verbos se usan en presente: “Miller lleva dos días de pie bajo la lluvia...”. No ha dicho: “Miller llevaba dos días de pie bajo la lluvia”. La utilización de los verbos en presente da una sensación de mucha proximidad al lector (y también, a veces, nos recuerda al estilo de elaboración de los guiones de cine que están escritos siempre en ese tiempo verbal). Y te digo que es la clave de comprensión de este relato porque, como seguro que te has fijado, al final hay un cambio “mágico” al futuro que es el que permite la sorpresa final. Miller está sentado en el jeep pensando en su relación con su madre y de pronto comprende que debe dejar ese enfrentamiento con ella porque ya no tiene sentido. Entonces el narrador lo cuenta de la siguiente manera:
“Tiene que acabar con aquello (verbos en presente), y como si llevara todo aquel tiempo planeando ese día, Miller sabe (verbo en presente) exactamente lo que hará” (verbo en futuro que nos introduce en lo que imagina que hará y, por tanto, en un consecución de verbos en futuro). Y ahora empieza la lista de verbos en futuro: “preparará” su petate, “cogerá” el primer autobús, nadie le “culpará”, le “pedirán” disculpas, “tomará” el primer autobús, “irá” lleno de mexicanos, se “sentará” junto a una ventanilla”, “dormitará”, de vez en cuando “saldrá” de sus ensoñaciones, “contemplará” las verdes colinas... Es muy interesante que aquí deja por un momento de hablar de acciones y “nos despista” describiendo el paisaje, como para que no estemos muy concentrados en el tiempo verbal (y por lo tanto en la verdad de la acción o en el deseo de que tal acción ocurra). Luego continúa con los verbos en futuro: le “dirá” al taxista, “continuará” camino, “torcerá” a la derecha; inclinado entonces sobre el asiento “irá diciendo”. Y de pronto, el verbo en presente, el hachazo: “llama” al timbre (verbo en presente); se “abre” la puerta. Bueno, y lo demás ya lo sabes. De pronto el lector ha sido llevado hasta ese lugar y no se ha dado cuenta, de pronto está ahí, y la sorpresa es total.
Mira, Clara, si ese párrafo hubiera estado escrito en el mismo verbo en presente en el que se venía escribiendo: “prepara” su petate, “coge” el primer autobús, “toma” el primer autobús, “va” lleno de mexicanos, se “sienta” junto a una ventanilla”, “dormita”, de vez en cuando “sale” de sus ensoñaciones, “contempla” las verdes colinas... ¿Ves?, nosotros sentimos que se va acercando y podemos prever que algo va a pasar. Esta es una de las claves que todo escritor (sobre todo los escritores de guión) deben tener en cuenta: el lector siempre se va adelantando a los conocimientos “¿conquistará el chico a la chica?, “¿conseguirá meter un gol el jugador?” Siempre vamos completando, y el resultado de ese proceso da mayor o menor satisfacción a los lectores, según la reconstrucción de la que hayan sido capaces. Si un chico quiere conquistar a una chica y se lo pide y ella acepta, no hay historia. Siempre tiene que haber algo que lo dificulte. Son las claves de los conflictos, de los que antes hablamos.
En el relato, si lo hubiera escrito en el mismo tiempo verbal en el que venía contándolo, continuaría con los verbos en presente: le “dice” al taxista, “continúa” camino, “tuerce” a la derecha; inclinado entonces sobre el asiento “dice”. Y de pronto, el verbo en presente: “llama” (llama al timbre) y se “abre” la puerta, no tienen ya efecto alguno.
Esta, pues, debe ser la otra característica del relato que tienes que escribir: un relato con los verbos en presente. Y si ves la posibilidad, intenta jugar con esa misma estrategia de usar de pronto el futuro para volver después al presente. Pero esto sería ya para nota.
Cuando escribas en presente verás que todo el tono de tu relato se muestra absolutamente distinto a lo que hayas hecho antes. Esto te demostrará, una vez más, que lo que la gente llama “estilo” o “voz personal” no es más que un determinado tipo de técnica de contar (por más que a veces los escritores utilicen esas “técnicas” sin ser demasiado conscientes).
Esto por lo que respecta a tu tarea. Pero permíteme que siga analizando este relato. Analicemos sus partes temáticas, la manera en la que se suministra la información al lector.
1. El soldado recibe la noticia de la muerte de su madre y él sabe que es un error.
2. En el jeep Miller comienza a decir mentiras (se lo pasa bien diciéndolas) y eso sirve para informarnos a los lectores de que hace dos años que no recibe carta de su madre, porque al principio las recibía pero se las devolvía sin abrir. Y se nos cuenta el núcleo del enfado: ella se casó con otro (y ese otro, además, no era ni más ni menos que su profesor de biología). Y para mostrarle su enfado se alistó.
Bueno, esta información es demasiado potente, es el núcleo del conflicto principal de la obra. El autor del texto sabe que si pone mucho énfasis en este momento el lector puede concentrarse tanto en ello que puede empezar a dudar sobre si realmente quien ha muerto es su madre o la del otro. Si el lector llegara aquí a pensar que es realmente su madre la que ha muerto, el relato dejaría de tener efectividad. Permíteme un ejemplo: el otro día fui al cine con unos cuantos amigos. La película intentaba mostrar una cosa aunque en realidad al final se descubre que es otra. Una amiga mía (que además está terminando un máster en guión cinematográfico en Madrid, pero no sé si fue por eso), se dio cuenta en el minuto diez de la película de que todo era un engaño. Cuando salimos del cine comprobamos que los que habían caído en el engaño habían disfrutado de la película, los que se dieron cuenta de todo desde el principio no. Por eso este es el momento crucial del relato que estamos analizando. Y por eso Wolff juega al despiste de la acción principal con dos anzuelos muy buenos:
3. Primero: Las hamburguesas. El recurso a la comida me parece muy bueno porque posiblemente consigue generar en cualquier lector una alta capacidad de concentración en un objeto distinto del que venía hablándose. Y es curioso porque el propio autor dice que eso mismo es lo que le pasa al protagonista: “Pasado un rato no puede pensar en nada más que en filetes de carne picada”.
Piensa, por un momento, Clara, que tú estuvieras escribiendo ese relato y que realmente te lo estuvieses inventando (no es una historia que has oído o te han contado del servicio militar), y has llegado a ese punto: quieres despistar al lector porque ya estás pensando en darle la sorpresa final. ¡Es muy inteligente hablar de comida! y a la vez entra muy bien dentro de la lógica de los jóvenes militares: comer.
Ahora, pues, nos despistan del tema principal hablando de comida y parándose a comer. Esta parte argumental justifica, además, el tema al que pretendidamente tendría que estar enganchado todo lector: la suerte que ha tenido un soldado al que por un error le han librado de las maniobras y le va a permitir comerse una buena hamburguesa.
4. Segundo: temas esotéricos. Primero hablan de la posibilidad de saber lo que otro está pensando. Este tema es muy bueno, es muy atractivo, lleva al lector aún más lejos del asunto de si la madre ha muerto o no. Abre para nosotros como lectores distintas posibilidades de futuro. De hecho, cuando yo lo leí por primera vez me pregunté: “¿Hacia dónde va esta historia”. Con dos soldados medio descerebrados (se han construido muy bien estos dos caracteres con sus conversaciones sobre como consolar a Miller y sobre las hamburguesas y ahora sobre la chica que tenía poderes), y el Miller mentiroso que sigue el juego jugándosela, porque como le pillen le pueden arrestar, la historia parece que puede ir hacia algo inesperado (y quizás truculento). Y después, salen de la hamburguesería y se dirigen a la gitana pitonisa. Magnífico: cada vez pensamos menos en lo de la madre e ideamos nuevas resoluciones de la historia. Pero de pronto vuelve al jeep y se sienta. Y pensamos: “¿qué va a pasar?”. No sabemos. Y nos dejamos llevar. Vemos que comprende que lo de castigar a la madre es una tontería. Y pensamos: “quizás esta es la historia; todo este equívoco le va a servir para perdonar a la madre (que está viva)”. Y de pronto entra el juego del futuro que creemos que es sólo su pensamiento y cuando nos vamos a dar cuenta: ya ha llegado y es tarde. ¡Magistral!
Todo, como ves, desde mi punto de vista, está medido: es un creador de emociones, y como tal creador sabe manejarnos, darnos la información cuando quiere y como quiere para llevarnos a donde quiere que es a más emoción. Gran relato.

3º Esquema de funcionamiento del relato El otro Miller, de Tobías Wolff




3er trabajo a realizar

Pero tú sólo tienes dos elementos técnicos que practicar: Narrador externo alter ego (o narrador equisciente) y contar en presente.
Esta es tu tarea.
No olvides, además, utilizar elementos repetitivos que vayan apareciendo a lo largo de la trama y una última cosa:
Con el narrador externo empezarán a aparecer más diálogos. Dos consejos: equilibra la distribución de ellos en el texto: que no sean muy largos y que aparezcan diseminados por la pieza, no todos al final o en medio. Equilibra, piensa en la forma total.

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Espero que lo entiendas y aprecies lo que te propongo.

viernes, 8 de noviembre de 2024

2ª Sesión: ADIÓS, HERMANO MÍO, de John Cheever (1951)

 ADIÓS, HERMANO MÍO (Texto original en inglés:)

La nuestra es una familia que siempre ha estado muy unida espiritualmente. Nuestro padre se ahogó en un accidente navegando a vela cuando éramos muy jóvenes, y nuestra madre siempre ha insistido en el hecho de que nuestras relaciones familiares poseen una estabilidad que nunca volveremos a encontrar. No pienso con mucha frecuencia en la familia, pero cuando me acuerdo de sus miembros, de la costa en la que viven y de la sal marina que creo que corre por nuestras venas, me alegro de ser un Pommeroy —de tener la misma nariz, el mismo color de piel y la misma promesa de longevidad— y de que, si bien no somos una familia distinguida, nos hacemos la ilusión, cuando nos hallamos reunidos, de que los Pommeroy son únicos. No digo todo esto porque me interese la historia familiar o porque este sentimiento de singularidad sea muy profundo o tenga mucha importancia para mí, sino para dejar constancia de que somos leales unos con otros a pesar de nuestras diferencias, y de que cualquier fallo en el mantenimiento de esta lealtad es una fuente de confusión y de dolor. Somos cuatro hijos; mi hermana Diana y los tres varones: Chaddy, Lawrence y yo. Como la mayoría de las familias con hijos de más de treinta años, nos hemos visto separados por razones profesionales, por el matrimonio y por la guerra. Helen y yo vivimos ahora en Long Island, con nuestros cuatro hijos. Yo doy clases en un internado de secundaria, y aunque ya he pasado la edad en que podría tener esperanzas de que me nombraran director, siento respeto por mi trabajo. Chaddy, que es quien ha tenido más éxito de todos los hermanos, vive en Manhattan, con Odette y los chicos. Nuestra madre reside en Filadelfia, y Diana, desde su divorcio, ha estado viviendo en Francia, pero vuelve a Estados Unidos durante el verano para pasar un mes en Laud’s Head. Laud’s Head es un lugar de veraneo a la orilla de una de las islas de Massachusetts. Allí teníamos un chalet, y en los años veinte nuestro padre construyó la casa grande. Se alza en una colina sobre el mar y, con la excepción de Saint- Tropez y de algunas aldeas de los Apeninos, es el sitio del mundo que más me gusta. Cada uno de nosotros tiene una participación en la propiedad, y todos contribuimos con cierta cantidad de dinero a su mantenimiento. Lawrence, el más joven de los hermanos, que es abogado, consiguió trabajo en una empresa de Cleveland después de la guerra, y ninguno de nosotros lo vio durante cuatro años. Cuando decidió marcharse de Cleveland e ir a trabajar a Albany, escribió a madre diciéndole que, aprovechando el traslado, pasaría diez días en Laud’s Head con su mujer y sus dos hijos. Yo había planeado disfrutar de mis vacaciones por entonces —después de dar clases en un curso de verano—, y Helen, Chaddy, Odette y Diana iban a estar allí, de manera que la familia se reuniría al completo. Lawrence es el hermano con el que todos los demás tenemos menos cosas en común. Nunca hemos pasado mucho tiempo con él, e imagino que esa es la razón de que sigamos llamándolo Tifty: un mote que se le puso cuando niño, porque al avanzar por el pasillo camino del comedor para desayunar, sus zapatillas hacían un ruido que sonaba como «tifty, tifty, tifty». Padre lo llamaba así, y lo mismo hacíamos todos los demás. Cuando se hizo mayor, Diana lo llamaba a veces Little Jesus, y madre, con mucha frecuencia, el Gruñón. No teníamos buenos recuerdos de Lawrence, pero esperábamos su vuelta con una mezcla de recelo y lealtad, y con algo de la alegría y la satisfacción que produce recobrar a un hermano. Lawrence cogió el barco de las cuatro de la tarde, un día de finales de verano, para venir a la isla, y Chaddy y yo fuimos a recibirlo. Las llegadas y las salidas del transbordador del verano tienen todos los signos exteriores de un viaje —sirenas, campanas, carretillas de mano, olor a salitre—, pero es un trayecto sin importancia, y cuando vi entrar el barco en el puerto azul aquella tarde y pensé que estaba finalizando un trayecto sin importancia, me di cuenta de que se me había ocurrido exactamente el tipo de comentario que Lawrence hubiese hecho. Buscamos su rostro detrás de los parabrisas mientras los automóviles abandonaban el barco, y no nos costó ningún trabajo reconocerlo. Nos acercamos corriendo y le estrechamos la mano, y besamos torpemente a su mujer y a los niños. 

    —¡Tifty! —gritó Chaddy—. ¡Tifty! 

    Es difícil emitir juicios sobre los cambios en el aspecto de un hermano, pero Chaddy y yo estuvimos de acuerdo, mientras volvíamos a Laud’s Head, en que Lawrence seguía pareciendo muy joven. Él entró primero en la casa, y nosotros sacamos sus maletas del coche. Cuando entré yo, estaba de pie en el cuarto de estar, hablando con madre y con Diana, que llevaban sus mejores galas y todas sus joyas, y lo estaban recibiendo como si fuera el hijo pródigo, pero incluso en ese momento, cuando todo el mundo se esforzaba por parecer más afectuoso y cuando ese tipo de esfuerzos consiguen los mejores resultados, yo ya era consciente de la presencia de cierto nerviosismo en la habitación. Pensando en todo esto mientras subía las pesadas maletas de Lawrence escaleras arriba, me di cuenta de que nuestras antipatías están tan profundamente arraigadas como nuestros mejores sentimientos, y recordé que una vez, veinticinco años atrás, cuando acerté a Lawrence con una piedra en la cabeza, él se levantó y fue directamente a quejarse a nuestro padre. 

    Subí las maletas al tercer piso, donde Ruth, la mujer de Lawrence, había comenzado a instalar a su familia. Ruth es una chica muy delgada, y parecía muy cansada del viaje, pero cuando le pregunté si quería que le subiera una copa, dijo que le parecía que no. Cuando bajé, Lawrence había desaparecido, pero los demás estaban listos para los cócteles, y decidimos empezar. Lawrence es el único miembro de la familia que nunca ha disfrutado bebiendo. Nos llevamos las copas a la terraza para poder contemplar los acantilados, el mar y las islas del este, y el regreso de Lawrence y de su mujer, su presencia en la casa, parecían estimular nuestras reacciones ante aquel panorama tan familiar; era como si el placer que sin duda experimentarían ante la amplitud y el colorido de aquella costa, después de tan larga ausencia, nos hubiese sido concedido a nosotros. Mientras estábamos allí, Lawrence apareció por el sendero que llevaba a la playa. 

    —¿No es fabulosa la playa, Tifty? —preguntó madre—. ¿No te parece maravilloso estar de vuelta? ¿Quieres un martini?

    —Me da igual —dijo Lawrence—. Whisky, ginebra… me da lo mismo beber una cosa que otra. Ponme un poco de ron. 

    —No tenemos ron —repuso madre. Fue el primer síntoma de aspereza. Ella nos había enseñado a no mostrarnos nunca indecisos, a no responder nunca como Lawrence lo había hecho. Además, le preocupa extraordinariamente la corrección en los modales, y cualquier cosa anómala, como beber ron solo o llevar una lata de cerveza a la mesa, le produce un desasosiego al que, a pesar de su amplio sentido del humor, es incapaz de sobreponerse. Madre se dio cuenta de la aspereza en su tono de voz y se esforzó por enmendarlo—. ¿No te gustaría un poco de whisky irlandés, cariño? ¿No es eso lo que siempre te ha gustado? Hay una botella en el aparador. ¿Por qué no te sirves un poco de whisky irlandés?     

    Lawrence dijo que le daba lo mismo. Se sirvió un martini, y enseguida apareció Ruth y nos sentamos a la mesa. A pesar de que, esperando a Lawrence, habíamos bebido demasiado antes de cenar, todos estábamos deseosos de esmerarnos y de disfrutar de un rato tranquilo. Madre es una mujer pequeña cuyo rostro tiene aún una sorprendente capacidad para recordar lo bonita que debió de ser, y cuya conversación resulta extraordinariamente animada, pero aquella velada estuvo hablando de un proyecto de recuperación de terrenos en la parte alta de la isla. Diana es tan guapa como madre debió de serlo; es una mujer encantadora y muy alegre, a quien le gusta hablar de los disolutos amigos que ha hecho en Francia, pero aquella noche nos contó cómo era el colegio suizo en el que había dejado a sus dos hijos. Me di cuenta de que la cena había sido planeada para agradar a Lawrence. No resultó demasiado pesada y no comimos nada que pudiera hacerle pensar en despilfarros. Después de cenar, cuando volvimos a la terraza, las nubes estaban iluminadas por ese tipo de luz que parece sangre, y me alegré de que Lawrence encontrara una puesta de sol tan sensacional el día de su vuelta a casa. Cuando llevábamos allí unos minutos, un hombre llamado Edward Chester vino a buscar a Diana. Lo había conocido en Francia, o en el barco durante el viaje de vuelta, y él estaba pasando diez días en el hostal del pueblo. Le presentamos a Lawrence y a Ruth, y luego Diana y él se marcharon. 

    —¿Es con ese con el que se acuesta ahora? —preguntó Lawrence. 

    —¿Hace falta decir una cosa tan desagradable? —replicó Helen. 

    —Deberías pedir disculpas, Tifty —dijo Chaddy. 

    —No lo sé —contestó madre con aire cansado—. No lo sé, Tifty. Diana puede hacer lo que quiera, y yo no le hago preguntas sórdidas. Es mi única hija. No la veo con mucha frecuencia. 

    —¿Vuelve a Francia? 

    —Se marcha dentro de dos semanas. 

    Lawrence y Ruth estaban sentados en el borde de la terraza, fuera del círculo formado por las sillas. Quizá debido al gesto hosco de su boca, mi hermano me pareció en aquel momento un clérigo puritano. A veces, cuando trato de entender su estado de ánimo, pienso en los comienzos de nuestra familia en este país, y su condena de Diana y de su amante me lo recordó. La rama de los Pommeroy a la que pertenecemos fue fundada por un ministro que recibió los elogios de Cotton Mather por su incansable renuncia al diablo. Los Pommeroy fueron ministros del Señor hasta mediados del siglo XIX, y el rigor de sus ideas —el hombre es un ser desdichado, y toda belleza terrenal está viciada y corrompida— ha sido conservado en libros y sermones. El carácter de nuestra familia cambió en cierta manera y se hizo más despreocupado, pero cuando yo iba al colegio, recuerdo una colección de parientes de edad avanzada que parecían volver a los oscuros días del ministerio eclesiástico y estar animados por un perpetuo sentimiento de culpa y por la deificación del castigo divino. Si a uno lo educan en ese ambiente —y en cierta manera, tal era nuestro caso—, creo que es muy difícil para el espíritu rechazar los hábitos de culpabilidad, abnegación, tendencia al silencio y espíritu de penitencia, y tuve la impresión de que Lawrence había sucumbido ante aquella prueba espiritual. 

    —¿Es Casiopea esa estrella? —preguntó Odette. 

    —No, querida —dijo Chaddy—. Esa no es Casiopea. 

    —¿Quién era Casiopea? —quiso saber Odette. 

    —Era la mujer de Cefeo y la madre de Andrómeda —dije yo. 

    —La cocinera es una forofa de los Giants —comentó Chaddy—. Está incluso dispuesta a darte dinero si ganan la liga. 

    Había oscurecido tanto que veíamos en el cielo la luz del faro del cabo Heron. En la negrura bajo el acantilado, resonaban las continuas detonaciones de la marea. Y entonces madre empezó a hablar, como sucede con frecuencia cuando está anocheciendo y ha bebido mucho antes de cenar, de las mejoras y de las ampliaciones que se harían algún día en la casa, de las nuevas alas, los cuartos de baño y los jardines. 

    —Esta casa estará en el mar dentro de cinco años —señaló Lawrence. 

    —Tifty el Gruñón —dijo Chaddy. 

    —No me llames Tifty —replicó Lawrence. 

    —Little Jesus —dijo Chaddy. 

    —El rompeolas está lleno de grietas —dijo Lawrence—. Lo he visto antes de cenar. Tuvisteis que repararlo hace cuatro años, y costó ocho mil dólares. No podéis hacer eso cada cuatro años. 

    —Por favor, Tifty —intervino madre. 

    —Los hechos son los hechos —insistió Lawrence—, y es una idea descabellada construir una casa al borde de un acantilado en una costa que se está hundiendo en el mar. En los años que llevo vivo, ha desaparecido la mitad del jardín, y hay más de un metro de agua donde solíamos tener la caseta para cambiarnos. 

    —¿Por qué no hablamos de un tema más general? —dijo madre amargamente—. De política, o del baile en el club marítimo. 

    —De hecho —continuó Lawrence—, la casa peligra ya en estos momentos. Si tuvierais una marea inusualmente alta, o una fuerte tormenta, el rompeolas podría derrumbarse y la casa se vendría abajo. Podríamos ahogarnos todos. 

    —No lo soporto más —exclamó madre. Fue a la despensa y regresó con un vaso lleno de ginebra. 

    Soy ya demasiado viejo para creerme capaz de juzgar los sentimientos de los demás, pero sí me daba cuenta de la tensión entre Lawrence y madre, y estaba al tanto de parte de su historia. Lawrence no debía de tener más de dieciséis años cuando decidió que madre era frívola, malintencionada, destructiva y demasiado autoritaria. Al llegar a esta conclusión, decidió apartarse de ella. Por entonces estaba interno en un colegio, y recuerdo que no vino a pasar las navidades con nosotros. Fue a casa de un amigo. Después de hacer su desfavorable juicio sobre madre, volvió muy pocas veces, y en la conversación siempre se esforzaba por recordarle su voluntario alejamiento. Cuando se casó con Ruth, no se lo dijo a madre. Tampoco le comunicó el nacimiento de sus hijos. Pero, a pesar de aquellos esfuerzos tan pertinaces por cuestión de principios, daba toda la impresión, a diferencia del resto de nosotros, de no haberse separado nunca de ella, y cuando están juntos, todo el mundo nota al instante la tensión, algo turbio. Y fue mala suerte, en cierta manera, que madre hubiese elegido aquella noche para emborracharse. Está en su derecho, y lo hace muy pocas veces, y afortunadamente no se mostró belicosa, pero todos éramos conscientes de lo que estaba sucediendo. Mientras se bebía despacio la ginebra, parecía estar despidiéndose de nosotros con tristeza; parecía estar a punto de marcharse de viaje. Luego su estado de ánimo pasó del viaje al agravio, y los pocos comentarios que hizo resultaron malhumorados e improcedentes. Cuando su vaso se hallaba casi vacío, miró enfadada el aire oscuro delante de su nariz, moviendo la cabeza un poco, como un boxeador. Comprendí que en aquel momento no le cabían en la cabeza todos los agravios que era capaz de recordar. Sus hijos eran estúpidos, su marido se había ahogado, los criados eran unos ladrones, y la silla en la que se sentaba era incómoda. De repente dejó el vaso vacío e interrumpió a Chaddy, que estaba hablando de béisbol. 

    —Solo sé una cosa —dijo con voz ronca—. Solo sé que si hay otra vida después de esta, voy a tener una familia completamente distinta. Mis hijos serán todos fabulosamente ricos, ingeniosos y encantadores. 

    Se puso en pie y, al dirigirse hacia la puerta, estuvo a punto de caerse. Chaddy la sostuvo y la ayudó a subir la escalera. Los oí darse las buenas noches con mucha ternura, y luego Chaddy volvió a donde estábamos los demás. Pensé que para entonces Lawrence se hallaría cansado del viaje y de las emociones del regreso, pero siguió en la terraza, como si estuviera esperando nuestra última fechoría, y nosotros lo dejamos allí y nos fuimos a la playa a nadar en la oscuridad. 


Cuando me desperté, o empecé a despertarme, a la mañana siguiente, oí el ruido de alguien que estaba allanando la pista de tenis. Es un sonido más débil y más grave que el de las boyas de campana más allá del promontorio —un golpeteo sobre hierro sin ritmo alguno—, ligado en mi imaginación con el comienzo de un día de verano, algo así como un buen augurio. Cuando bajé la escalera, encontré a los dos hijos de Lawrence en el cuarto de estar, vestidos con unos trajes de vaqueros llenos de adornos. Son unos niños asustadizos y muy flacos. Me dijeron que su padre estaba allanando la pista de tenis, pero que ellos no querían salir porque habían visto una serpiente junto al escalón de la puerta. Les expliqué que sus primos —todos los otros niños— desayunaban en la cocina, y que lo mejor era que fuesen corriendo a reunirse con ellos. Al oír esto, el niño empezó a llorar. Su hermana se unió enseguida a él. Lloraban como si ir a la cocina y comer allí fuese a destruir sus más preciados derechos. Entonces les dije que se sentaran conmigo. Al entrar Lawrence le pregunté si quería jugar un poco al tenis. Dijo que no, que muchas gracias, aunque pensaba que quizá jugase algún partido individual con Chaddy. Tenía toda la razón en eso, porque tanto Chaddy como él lo hacen mejor que yo, y los dos jugaron varios partidos después del desayuno, pero más tarde, cuando bajaron los otros a jugar dobles, Lawrence desapareció. Eso hizo que me enfadara —imagino que injustificadamente—, pero lo cierto es que jugamos unos dobles familiares muy interesantes y que podía al menos haber participado en un set por una simple razón de cortesía. Más tarde, aquella misma mañana, cuando volvía solo de la pista, vi a Tifty en la terraza, separando de la pared una tablilla con su navaja. 

    —¿Qué sucede, Lawrence? —le pregunté—. ¿Termitas? Hay termitas en la madera y nos han causado muchos problemas. 

    Me señaló, en la base de cada hilera de tablillas, una débil línea azul de tiza de carpintero. 

    —Esta casa tiene unos veintidós años —dijo—. Las maderas, en cambio, unos doscientos. Papá debió de comprar tablillas de todas las granjas de los alrededores cuando construyó esta casa para darle un aire venerable. Todavía se ven las marcas de la tiza de carpintero en el sitio donde había que clavar estas antiguallas. 

    Lo de las tablillas era cierto, aunque yo lo hubiese olvidado por completo. Al construir la casa, nuestro padre, o su arquitecto, había encargado tablillas de madera cubiertas de líquenes y curtidas por la intemperie. Pero no entendía cómo Lawrence llegaba a la conclusión de que aquello tenía algo de escandaloso. 

    —Y mira estas puertas —añadió Lawrence—. Mira estas puertas y los marcos de las ventanas. Fui tras él hasta una gran puerta de dos paneles que se abre hacia la terraza y me puse a mirarla. Era una puerta relativamente nueva, pero alguien había trabajado en ella esforzándose por ocultarlo. Alguien le había hecho muescas profundas con un instrumento de metal, y las había untado luego con pintura blanca para imitar el salitre, los líquenes y el desgaste producido por la intemperie. 

    —Piensa en lo que significa gastar miles de dólares para lograr que una casa sólida parezca una ruina —dijo Lawrence—. Piensa en la tesitura mental que eso implica. Piensa en sentir un deseo tan intenso de vivir en el pasado que te haga pagar un sueldo a los carpinteros para desfigurar la puerta principal de tu casa. Entonces recordé lo sensible que Lawrence era al tiempo, y sus sentimientos y sus opiniones sobre nuestra simpatía por el pasado. Yo lo había oído decir, años antes, que nosotros y nuestros amigos y nuestra parte del país, al descubrirnos incapaces de enfrentarnos con los problemas del presente, habíamos optado, como una persona adulta que ha perdido la razón, por volvernos hacia lo que imaginábamos ser una época más feliz y más sencilla, y que nuestro gusto por las reconstrucciones y por la luz de los candelabros era la prueba de ese irremediable fracaso. La débil línea azul de tiza había servido para recordarle estas ideas, las incisiones en la puerta las habían reforzado, y ahora, uno tras otro, se le iban presentando todos los indicios: el farol de barco sobre la puerta, el tamaño de la chimenea, la anchura de las tablas del suelo y las piezas incrustadas para que pareciesen ganchos. Mientras Lawrence me sermoneaba acerca de todas estas flaquezas, llegaron los otros que venían de la pista de tenis. La reacción de madre al ver a Lawrence fue inmediata, y comprendí que había muy pocas esperanzas de entendimiento entre la matriarca y el hijo discordante. Madre se cogió del brazo de Chaddy. 

    —Vayamos a nadar y a beber martinis en la playa —dijo—. Quiero que pasemos una mañana fabulosa.

    Aquella mañana el mar tenía un color muy denso, como si fuera una piedra verde. 

    Todo el mundo bajó a la playa, excepto Tifty y Ruth. 

    —Lawrence no me importa —dijo madre. Estaba nerviosa, y al inclinar la copa se le derramó algo de ginebra sobre la arena—. No me importa en absoluto. Me tiene sin cuidado que sea todo lo grosero, desagradable y deprimente que quiera, pero lo que no soporto son las caras de esos pobres hijos suyos, de esos niñitos tan increíblemente desdichados. Separados de él por la altura del acantilado, todos hablábamos de Lawrence con indignación; de cómo había empeorado en lugar de mejorar, de lo distinto que era del resto de nosotros, de cómo se esforzaba por estropear cualquier placer. Nos bebimos la ginebra; los insultos parecieron alcanzar un punto álgido, y luego, uno a uno, nos fuimos a nadar en la sólida agua verde. Pero cuando volvimos nadie tuvo palabras duras para Lawrence; la tendencia a decir cosas injuriosas se había roto, como si nadar tuviese la fuerza purificadora que reclama el bautismo. Nos secamos las manos, encendimos unos cigarrillos, y si se mencionaba a Lawrence era solo para sugerir, amablemente, algo que pudiese agradarle. ¿No le gustaría dar un paseo en bote hasta la ensenada de Barin, o salir a pescar?

    Y ahora me doy cuenta de que durante la visita de Lawrence íbamos a nadar con más frecuencia de lo normal, y creo que había un motivo para ello. Cuando la irritabilidad acumulada por su presencia empezaba a socavar nuestra paciencia, no solo con Lawrence, sino de unos con otros, íbamos a nadar y nos quitábamos el rencor con agua fría. Recuerdo ahora a toda la familia, mientras permanecíamos sentados en la arena, escocidos por los reproches de Lawrence, y nos veo chapoteando, zambulléndonos y volviendo a la superficie, y percibo en las voces una paciencia renovada y el redescubrimiento de inagotables reservas de buena voluntad. Si Lawrence hubiese advertido este cambio —esta apariencia de purificación—, supongo que habría encontrado en el vocabulario de la psiquiatría, o de la mitología del Atlántico, algún nombre discreto para ello, pero no creo que se percatara del cambio. No se molestó en dar un nombre a la capacidad curativa del mar abierto, pero fue sin duda una de las pocas oportunidades que perdió de infravalorar. La cocinera que teníamos aquel año era una polaca llamada Anna Ostrovick, contratada exclusivamente para el verano. Era excelente: una mujer grande, gorda, cordial, diligente, que se tomaba su trabajo muy en serio. Le gustaba cocinar, y que la gente apreciara y comiera los alimentos que preparaba, y siempre que la veíamos insistía en que comiéramos. Hacía bollos calientes, cruasanes y brioches dos o tres veces por semana para desayunar y los traía ella misma al comedor diciendo: «¡Coman, coman, coman!». Cuando la doncella devolvía los platos sucios a la antecocina, a veces oíamos decir a Anna, que estaba allí esperando: «¡Excelente! Comen». Daba de comer al que recogía la basura, al lechero y al jardinero. «¡Coma!», les decía. Los jueves por la tarde iba al cine con la doncella, pero no disfrutaba con las películas, porque los actores estaban demasiado delgados. Se pasaba hora y media en la sala a oscuras aguardando ansiosamente a que apareciese alguien con aspecto de disfrutar comiendo. Para Anna, Bette Davis no pasaba de ser una mujer con aspecto de no comer bien. «¡Están todos tan flacos!», decía al salir del cine. Por las noches, después de habernos atiborrado y de fregar las cazuelas y las sartenes, recogía las sobras y salía fuera para alimentar a la creación. 

    Aquel año teníamos unos cuantos pollos, y aunque para entonces ya estaban todos descansando en sus perchas, les arrojaba los alimentos en el comedero y exhortaba a las aves dormidas para que comieran. También alimentaba a los pájaros cantores del jardín, y a las ardillas del patio trasero. Su presencia en el límite del jardín y su voz apremiante —oíamos perfectamente su «Comed, comed, comed»— estaban ya, como la salva de cañón en el club náutico y la luz del faro del cabo Heron, ligadas a aquel momento del día. «Comed, comed, comed», le oíamos decir a Anna. «Comed, comed…» Y ya se había hecho de noche. 

    Cuando Lawrence llevaba tres días en casa, Anna me llamó a la cocina. 

    —Dígale a su madre que no quiero al señorito en mi cocina —anunció—. Si sigue entrando aquí todo el tiempo, me marcho. Se pasa la vida diciéndome que soy una mujer muy desgraciada; que trabajo demasiado y no me pagan lo bastante, y que debería pertenecer a un sindicato que me asegurara las vacaciones. ¡Ja! Está flaquísimo, pero siempre viene a la cocina cuando estoy ocupada para compadecerse de mí, pero yo valgo tanto como él, valgo tanto como cualquiera, y no tengo por qué aguantar a gente así molestándome todo el tiempo y compadeciéndose de mí. Soy una estupenda cocinera y muy famosa además, y tengo trabajo en todas partes, y la única razón de que haya venido a trabajar aquí este verano es que no había estado nunca en una isla, pero puedo conseguir otro empleo mañana mismo, y si sigue viniendo a mi cocina a compadecerse de mí, dígale a su madre que me marcho. Valgo tanto como cualquiera, y no tengo por qué aguantar a ese tipo flacucho diciéndome todo el tiempo lo pobre que soy. 

    Me agradó descubrir que la cocinera estaba de nuestra parte, pero comprendí que la situación era delicada. Si madre le pedía a Lawrence que no hiciera visitas a la cocina, mi hermano consideraría aquella petición como un agravio. Era capaz de convertir cualquier cosa en un agravio, y a veces daba la impresión de que —mientras permanecía hoscamente sentado en la mesa del comedor— toda palabra de menosprecio, fuera cual fuese su destino, la consideraba dirigida a él. No hablé con nadie de las quejas de la cocinera, pero por alguna razón no volvieron a presentarse problemas de ese tipo. 

    El siguiente motivo de disputa que tuve con Lawrence nació de nuestras partidas de backgammon. 

    Cuando estamos en Laud’s Head jugamos mucho al backgammon. A las ocho, después de tomarnos el café, sacamos el tablero. En cierto modo, es uno de nuestros ratos más agradables. Aún no se han encendido las luces del cuarto, la figura de Anna resulta visible en el jardín, y en el cielo, por encima de su cabeza, se crean continentes de sombra y fuego. Madre enciende la luz y deja caer los dados como si fuera una señal. Normalmente jugamos tres partidas por persona, cada uno contra los demás. Jugamos con dinero, y se puede ganar o perder hasta cien dólares en una partida, pero las cantidades son de ordinario mucho más bajas. Creo que Lawrence solía jugar —no estoy seguro—, pero ahora ya no lo hace. No participa en juegos de azar. No se trata de que no tenga dinero, ni es tampoco una cuestión de principios: simplemente piensa que jugar es una ocupación absurda y una pérdida de tiempo. Sin embargo, estaba perfectamente dispuesto a perderlo viendo cómo jugábamos los demás. Noche tras noche, cuando empezaban las partidas, acercaba su silla al tablero y contemplaba las fichas y los dados. Su expresión era desdeñosa, y, sin embargo, miraba con mucho interés. Yo me preguntaba por qué se dedicaba a observarnos noche tras noche, y, estudiando su rostro, creo que quizá haya logrado averiguarlo. 

    Lawrence no juega, y no entiende por tanto la emoción que produce ganar o perder dinero. Ha olvidado cómo se juega al backgammon, creo, de manera que sus complejas posibilidades no consiguen interesarle. 

    Sus observaciones tenían necesariamente que centrarse en el hecho de que el backgammon es un juego para matar el tiempo y un juego de azar, y que el tablero, marcado con puntos, era un símbolo de nuestra inutilidad. Y puesto que no entiende ni el juego ni sus diferentes posibilidades, pensé que lo que le interesaba debían de ser los miembros de la familia. Una noche en que yo estaba jugando con Odette —ya les había ganado treinta y siete dólares a madre y a Chaddy—, creo que entendí lo que pasaba por su cabeza. 

    Odette tiene el pelo y los ojos negros. Se preocupa de no pasarse mucho tiempo al sol, para que el llamativo contraste entre negrura y palidez de la piel no se desvirtúe durante el verano. Necesita admiración y merece que se la admire —es el elemento que la satisface—, y coquetea, aunque nunca seriamente, con cualquier hombre. Aquella noche llevaba los hombros descubiertos, y el vestido estaba cortado para mostrar la división de sus pechos, y para mostrar los pechos mismos cuando se inclinaba sobre el tablero para jugar. No hacía más que perder y coquetear y hacer que sus derrotas pareciesen parte del coqueteo. Chaddy estaba en la otra habitación. Odette perdió tres partidas, y al terminar la tercera, se dejó caer en el sofá y, mirándome directamente a los ojos, dijo algo sobre salir a las dunas para ajustar cuentas. Lawrence la oyó. Me volví a mirarlo. Parecía escandalizado y satisfecho al mismo tiempo, como si llevara sospechando desde el principio que no jugábamos por algo tan poco importante como el dinero. Puedo equivocarme, desde luego, pero creo que Lawrence contemplaba nuestras partidas de backgammon con la esperanza de estar observando el desarrollo de una irónica tragedia en la que el dinero que ganábamos y perdíamos se transformaba en símbolo de prendas mucho más vitales. Es muy propio de Lawrence tratar de descubrir significados y finalidades en todos los gestos que hacemos, y está convencido de que cuando descubra la lógica profunda de nuestro comportamiento, esta será enteramente sórdida.

    Chaddy vino a jugar conmigo. A ninguno de los dos nos gusta que nos gane el otro. Cuando éramos pequeños, se nos prohibía que jugásemos juntos, porque siempre acabábamos peleándonos. Los dos creemos conocer perfectamente la valía del otro. Yo lo considero prudente; él a mí, temerario. Siempre hay encono cuando jugamos a cualquier cosa —tenis, backgammon, softball o bridge—, y es verdad que a veces parece como si nos estuviéramos jugando la posesión de las libertades del otro. Cuando pierdo con Chaddy no me puedo dormir. Todo esto es solo la verdad a medias de nuestra relación competitiva, pero era precisamente la verdad a medias que podía resultar discernible para Lawrence, y su presencia al lado del tablero me cohibió tanto que perdí dos partidas. Traté de que no se me notara el enfado cuando me levanté de la mesa. Lawrence me observaba. Salí a la terraza para sufrir allí a oscuras el malhumor que siento siempre que pierdo con Chaddy. 

    Cuando volví a entrar, Chaddy y madre estaban jugando. Lawrence seguía presenciando las partidas. De acuerdo con su óptica, Odette había perdido conmigo su virtud, y yo la autoestima con Chaddy; me pregunté qué vería en la confrontación entonces en curso. Los contemplaba extasiado, como si las fichas opacas y el tablero dividido sirvieran para un decisivo intercambio de poder. ¡Qué dramáticos debían de parecerle el tablero, dentro de su círculo de luz, los jugadores inmóviles, y el fragor del mar en el exterior! Allí había canibalismo espiritual hecho visible; allí, bajo sus mismas narices, se hallaban los símbolos del uso voraz que unos seres humanos hacen de otros. 

    Madre juega con mucha astucia y apasionamiento, y peca de entrometida. Siempre tiene las manos en el tablero del contrario. Cuando juega con Chaddy, que es su favorito, lo hace con gran concentración. Lawrence tuvo que notarlo. Madre es una mujer sentimental. Tiene buen corazón, y las lágrimas y la debilidad la conmueven fácilmente, rasgo que, como su bien dibujada nariz, no ha sufrido el menor cambio con la edad. El dolor del otro le causa una profunda impresión, y a veces parece tratar de adivinar en Chaddy algún pesar, alguna pérdida que ella esté en condiciones de socorrer o remediar, para restablecer así la relación que mantenía con él cuando era pequeño y enfermizo. A madre le encanta defender a los débiles y a los inocentes, y ahora que ya somos mayores lo echa de menos. El mundo de las deudas y de los negocios, de los hombres y de la guerra, de la caza y de la pesca consigue irritarla. (Cuando padre se ahogó, tiró sus cañas y sus escopetas.) Nos ha sermoneado a todos interminablemente sobre la confianza en uno mismo, pero si acudimos de nuevo a ella en busca de consuelo y ayuda —particularmente Chaddy—, es entonces cuando parece sentirse más ella misma. Imagino que, según Lawrence, aquella mujer mayor y su hijo estaban jugándose el alma. 

    Nuestra madre perdió. 

    —¡Dios mío! —dijo. Parecía afligida y desconcertada, como le sucede siempre que pierde—. Tráeme las gafas, el talonario de cheques y algo de beber. 

    Lawrence se levantó por fin y estiró las piernas. Nos dirigió a todos una mirada sombría. Soplaba el viento y había subido la marea, y pensé que si oía el ruido de las olas lo interpretaría también como una sombría respuesta a sus sombrías preguntas; que para él la marea se habría encargado de extinguir las brasas de los fuegos que encendemos en nuestras excursiones. Convivir con una mentira es insoportable, y él parecía la encarnación de una mentira. Yo no podía explicarle el simple e intenso placer de jugar por dinero, y me parecía una terrible equivocación que se hubiese sentado junto a la mesa para llegar a la conclusión de que nos estábamos jugando el alma. Inquieto, dio dos o tres paseos por la habitación y luego, como de costumbre, nos lanzó la última andanada antes de irse: 

    —No entiendo cómo no os volvéis locos, encerrados unos con otros de esta forma, noche tras noche —dijo—. Vamos, Ruth. Quiero acostarme.

    Aquella noche soñé con Lawrence. Vi su rostro vulgar convertido en un prodigio de fealdad, y al despertarme por la mañana sentí náuseas, como si hubiera sufrido una gran pérdida espiritual mientras dormía, como una disminución de valor y un descorazonamiento. Era absurdo preocuparme por mi hermano. Yo necesitaba unas vacaciones. Necesitaba descansar. En el colegio donde enseño, mi mujer y yo vivimos en una de las residencias, comemos en el comedor comunitario, y nunca salimos de allí. No solo doy clases de lengua en invierno y en verano, sino que también trabajo en el despacho del director, y soy el que dispara la pistola cuando se celebran competiciones atléticas en pista. Necesitaba alejarme de aquel y de todos los demás motivos de inquietud, y decidí evitar a mi hermano. Por la mañana temprano me llevé a navegar a Helen y a los niños, y no volvimos hasta la hora de la cena. Al día siguiente salimos de excursión. Luego tuve que ir a Nueva York, y cuando volví iba a celebrarse el baile de disfraces en el club náutico. Lawrence no asistiría, y se trata de una fiesta en la que siempre lo he pasado estupendamente. 

    Las invitaciones de aquel año animaban a disfrazarse de lo que a cada uno le gustaría ser en realidad. Después de varias conversaciones, Helen y yo habíamos decidido ya qué ponernos. A ella lo que más le apetecía era volver a ser una novia, y por tanto decidió llevar su traje de boda. A mí me pareció una buena elección: sincera, desenfadada y barata. Su elección tuvo influencia sobre la mía, y decidí ponerme un viejo uniforme de jugador de fútbol americano. Madre optó por vestirse de Jenny Lind, porque había un viejo disfraz de Jenny Lind en el ático. Los demás prefirieron trajes alquilados, y cuando estuve en Nueva York me encargué de conseguirlos. Lawrence y Ruth no participaron en nada de esto. 

    Helen formaba parte del comité encargado de organizar el baile, y se pasó la mayor parte del viernes decorando el club. Diana, Chaddy y yo salimos a navegar. Casi toda la navegación a vela que practico últimamente transcurre en Manhasset, y estoy acostumbrado a fijar el rumbo de vuelta a casa orientándome por la barcaza de la gasolina y los tejados de cinc del cobertizo de las embarcaciones, y aquella tarde era un placer, mientras volvíamos, mantener proa hacia la blanca torre de la iglesia del pueblo y descubrir que incluso el agua cercana a la orilla era verde y transparente. Al terminar nuestro paseo nos detuvimos en el club para recoger a Helen. El comité había tratado de darle una apariencia de fondo marino a la sala de baile, y el hecho de que casi hubiesen logrado crear la ilusión hacía que Helen se sintiera muy feliz. Volvimos en coche a Laud’s Head. La tarde había sido extraordinariamente luminosa, pero camino de casa nos llegó el olor del viento del este —el viento oscuro, como hubiese dicho Lawrence— que llegaba del mar. 

    Mi mujer, Helen, tiene treinta y ocho años. Imagino que el cabello se le habría vuelto entrecano si no se lo tiñera, pero el color que utiliza es un rubio nada molesto, bastante apagado, y creo que le sienta bien. Aquella noche estuve preparando cócteles mientras ella se vestía, y cuando subí a llevarle una copa, la vi por primera vez desde nuestra boda con su traje de novia. No tendría sentido decir que me pareció más hermosa que cuando nos casamos, pero como he envejecido y creo también que mis sentimientos tienen más hondura, y como aquella noche vi en su rostro al mismo tiempo juventud y madurez, su fidelidad a la joven que había sido y las posiciones que ha tenido que ceder airosamente ante el avance del tiempo, estoy dispuesto a afirmar que no me había sentido nunca antes tan profundamente conmovido. Ya me había puesto mi uniforme de jugador, y el peso de todo ello, de los pantalones y de las hombreras, había producido un cambio en mí, como si al encasquetarme aquella ropa vieja hubiera desechado todas las ansiedades y los problemas de mi vida. Era como si los dos hubiésemos regresado a los años anteriores a nuestro matrimonio, a los años anteriores a la guerra. 

    Los Collard daban una cena para muchos invitados antes del baile, y a ella asistió toda nuestra familia, con la excepción de Lawrence y Ruth. Luego, a eso de las nueve y media, nos dirigimos en coche hacia el club, atravesando la niebla que se había levantado ya. La orquesta tocaba un vals. Mientras dejaba el impermeable en el guardarropa, alguien me dio un golpe en la espalda. Era Chucky Ewing, y lo gracioso es que él también iba disfrazado de jugador de fútbol americano. Esto nos pareció terriblemente divertido a los dos. Íbamos riendo mientras avanzábamos por el pasillo hacia la sala de baile. Me paré en la puerta para ver la decoración, y me pareció muy hermosa. Los organizadores habían cubierto con redes de pescar las paredes y el cielo raso. Las redes del techo estaban llenas de globos de colores. La luz era suave y desigual, y los participantes en la fiesta —nuestros amigos y vecinos— formaban un conjunto muy agradable bailando al compás de «Three O’Clock in the Morning». Luego me fijé en que había muchas mujeres vestidas de blanco, y me di cuenta de que también ellas, al igual que Helen, llevaban trajes de novia. Patsy Hewitt, la señora Gear y la chica de los Lackland bailaban un vals vestidas de novia. Entonces Pep Talcott se acercó a donde estábamos Chucky y yo. Iba vestido de Enrique VIII, pero nos dijo que los gemelos Auerbach, Henry Barrett y Dwight MacGregor llevaban todos uniforme de jugador de fútbol americano, y que, según el último recuento, había diez novias en la sala. 

    Esta coincidencia, esta divertida coincidencia, hizo reír a todo el mundo, y logró que aquella fiesta fuese una de las más alegres jamás celebradas en el club. Al principio pensé que las mujeres se habían puesto de acuerdo para vestirse de novias, pero las que bailaron conmigo me aseguraron que se trataba de una coincidencia, y yo estoy seguro de que Helen tomó la decisión por su cuenta. Todo me fue muy bien hasta poco antes de la medianoche, cuando vi a Ruth junto a la pista de baile. Llevaba un traje de noche rojo totalmente fuera de lugar. Resultaba completamente ajeno al espíritu de la fiesta. La saqué a bailar, pero no hubo nadie que viniera a sustituirme, y yo no estaba dispuesto a pasarme con ella el resto de la noche, así que le pregunté por Lawrence. Me dijo que estaba fuera en el muelle. Dejé a Ruth en el bar y salí en busca de mi hermano. La niebla del este era muy densa, y Lawrence estaba solo en el muelle. No iba disfrazado. Ni siquiera se había molestado en vestirse de pescador o de marinero. Parecía particularmente taciturno. La niebla se deslizaba a nuestro alrededor como humo frío. Me hubiese gustado que se tratara de una noche clara, porque la niebla del este parecía facilitarle su juego de misántropo. Yo sabía que las boyas —los crujidos y los repiques que podíamos oír en aquel momento— resonarían en sus oídos como gritos semihumanos de personas a punto de ahogarse, aunque cualquier marinero sabe que las boyas son dispositivos necesarios y seguros, y también adivinaba que la sirena de niebla del faro significaría para él extravíos y pérdidas, y que era igualmente capaz de interpretar erróneamente la viveza de la música de baile. 

    —Entra, Tifty —le dije—; baila con tu mujer o consíguele una pareja. 

    —¿Por qué tendría que hacerlo? ¿Qué razón hay? —Se acercó a una de las ventanas del club y contempló la fiesta—. Míralos —exclamó—. Mira eso… 

    Chucky Ewing se había apoderado de uno de los globos y estaba tratando de organizar un simulacro de partido en el centro de la pista de baile. Los demás bailaban una samba. Y comprendí que Lawrence contemplaba la fiesta con el mismo gesto sombrío con que había contemplado en nuestra casa las tablillas desgastadas por la intemperie, como viendo en ello un abuso o una distorsión del tiempo; como si al querer volver a ser jugadores de fútbol americano y novias pusiéramos de manifiesto el hecho de que, una vez apagadas en nosotros las luces de la juventud, habíamos sido incapaces de encontrar otras con las que guiarnos y, carentes de fe y de principios, nos habíamos convertido en criaturas estúpidas y tristes. El hecho de que estuviera pensando eso de tantas personas amables, felices y generosas hizo que me enfureciera, hizo que me inspirara un aborrecimiento tan antinatural que me sentí avergonzado, porque Lawrence es mi hermano y un Pommeroy. Le pasé el brazo por encima del hombro y traté de forzarlo a que entrara, pero no quiso. 

    Volví a tiempo para el Gran Desfile, y después de entregar los premios a los mejores disfraces, dejaron caer los globos. Hacía calor en la sala, alguien abrió las grandes puertas que daban al muelle, el viento del este se coló de rondón y cuando volvió a salir se llevó consigo la mayor parte de los globos, que, después de cruzar el muelle, cayeron al agua. Chucky Ewing salió corriendo detrás de ellos, y cuando vio que seguían más allá del muelle y se posaban sobre el agua, se quitó el traje de jugador de fútbol americano y se tiró de cabeza al mar. Luego lo hicimos Eric Auerbach, Lew Phillips y también yo; y ya se sabe lo que pasa en una fiesta después de medianoche cuando la gente empieza a tirarse al agua. Recuperamos la mayor parte de los globos, nos secamos y seguimos bailando, y no volvimos a casa hasta la mañana siguiente. 


Al otro día era la exposición de flores. Madre, Helen y Odette participaban en el concurso. Después de un almuerzo improvisado, Chaddy llevó a las mujeres y a los niños en coche a la exposición. Yo me eché una siesta y a media tarde cogí el traje de baño y una toalla; al salir de casa vi a Ruth, que estaba lavando ropa. No sé por qué ha de parecer que ella tiene más trabajo que los demás, pero lo cierto es que siempre está lavando, planchando, zurciendo y haciendo arreglos en la ropa. Puede que, cuando era pequeña, la enseñaran a utilizar el tiempo de esa manera, o quizá sea víctima de un impulso expiatorio. Parece restregar y planchar con fervor penitencial, aunque no se me ocurre qué es lo que considera que ha hecho mal. Sus hijos estaban con ella en el lavadero. Me ofrecí a llevarlos a la playa, pero no quisieron.

***

    Eran los últimos días de agosto, y las vides silvestres que crecen con gran profusión por toda la isla hacían que el aire del interior oliera a vino. Hay un bosquecillo de acebos al final del sendero, y luego empiezan las dunas, donde solo crecen unas hierbas muy ásperas. Oía el ruido del mar, y recuerdo que pensé en cómo Chaddy y yo solíamos hablar del mar con lenguaje místico. Cuando éramos muy jóvenes, habíamos decidido que nunca seríamos capaces de vivir más hacia el oeste porque echaríamos de menos el mar. «Esto es muy bonito —decíamos cortésmente cuando visitábamos a alguien en las montañas—, pero notamos la falta del Atlántico.» Mirábamos por encima del hombro a la gente de Iowa y de Colorado que se había visto privada de esta revelación, y despreciábamos el Pacífico. Ahora estaba oyendo el rumor de las olas, cuya violencia creaba múltiples ecos, como un tumulto, y aquello me producía el mismo placer que cuando era joven y parecía tener una fuerza catártica, como si hubiese liberado mi memoria —entre otras cosas— de la imagen penitente de Ruth en el lavadero. 

    Pero Lawrence se hallaba en la playa, sentado. Me metí en el agua sin hablarle. Estaba fría, y cuando salí me puse una camisa. Expliqué a mi hermano que iba a dar un paseo hasta Tanners Point, y me dijo que me acompañaría. Traté de caminar a su lado. Sus piernas no son más largas que las mías, pero siempre le gusta ir un poco por delante de la persona que va con él. Desde detrás, mientras contemplaba sus hombros y su cabeza inclinada, me pregunté qué impresión debía de causarle aquel paisaje. 

    Había dunas y oteros, y más allá, donde perdían altura, algunos campos que estaban pasando del verde al marrón y al amarillo. Eran sitios donde pastaban las ovejas, e imagino que Lawrence habría notado la erosión del suelo y el hecho de que las ovejas acelerarían su deterioro. Más allá de los campos hay unas cuantas granjas costeras, de agradables edificios cuadrados, pero Lawrence podría haber hecho notar las duras condiciones de vida de un granjero en una isla. El mar, al otro lado, era ya mar abierto. A nuestros invitados siempre les decimos que hacia allí, hacia el este, se encuentran las costas de Portugal, pero Lawrence habría pasado de las costas de Portugal a la tiranía en España sin la menor dificultad. Las olas rompían con un ruido parecido a un «hurra, hurra, hurra», pero para Lawrence debían de decir «adiós, adiós». Imagino que a su mente incisiva y malsana se le habría ocurrido que la costa era una morrena terminal, el límite del mundo prehistórico, y también que avanzábamos por el borde del mundo conocido en un sentido tan espiritual como físico. Si por alguna razón hubiera pasado por alto esto último, había algunos aviones de la marina bombardeando una isla deshabitada para recordárselo. 

    Esa playa es un paisaje amplio, simple e increíblemente limpio. Es como un terreno lunar. La marea había dado gran consistencia a la arena, de manera que no costaba trabajo andar, y todo lo que quedaba sobre la playa había sido repetidamente modificado por las olas. Quedaban restos de conchas, el palo de una escoba, un trozo de botella y otro de ladrillo, ambos zarandeados y rotos hasta resultar prácticamente irreconocibles, y supongo que el melancólico estado de ánimo de Lawrence —que seguía con la cabeza baja— lo iba llevando de un objeto roto al siguiente. Verme acompañado por su pesimismo empezó a enfurecerme, de manera que me situé a su altura y le puse una mano en el hombro. 

    —No es más que un día de verano, Tifty —le dije—. Tan solo un día de verano. ¿Qué sucede? ¿No te gusta este sitio? 

    —No me gusta —dijo con voz tranquila, sin levantar los ojos del suelo—. Voy a venderle a Chaddy mi parte de la casa. No esperaba pasarlo bien. La única razón de que haya vuelto ha sido para decir adiós. 

    Lo dejé que volviera a adelantarme y caminé tras él, contemplando sus hombros y pensando en su extensa carrera de adioses. Cuando padre se ahogó, Lawrence fue a la iglesia y dijo adiós a padre. Al cabo tan solo de tres años llegó a la conclusión de que madre era frívola y le dijo adiós también a ella. En su primer año de universidad llegó a tener muy buena amistad con su compañero de cuarto, pero era un chico que bebía demasiado, y al comienzo del segundo semestre cambió de compañero de cuarto y dijo adiós a su amigo. Después de dos años en la universidad, llegó a la conclusión de que el ambiente era de excesivo aislamiento, y dijo adiós a Yale. Se matriculó en Columbia y obtuvo allí su licenciatura en derecho, pero descubrió que su primer jefe era una persona deshonesta, y al cabo de seis meses dijo adiós a un buen empleo. Se casó con Ruth en el Ayuntamiento, y dijo adiós a la Iglesia episcopaliana; se fueron a vivir a un barrio bajo de Tuckahoe, y dijeron adiós a la clase media. En 1938 fue a Washington para trabajar como abogado del gobierno, diciendo adiós a la empresa privada, pero al cabo de ocho meses en la capital federal llegó a la conclusión de que la administración Roosevelt era sentimental, y también le dijo adiós. De Washington se marcharon a un barrio residencial de Chicago, donde mi hermano fue diciendo adiós a todos sus vecinos, uno por uno, por razones de alcoholismo, pesadez e imbecilidad. Dijo adiós a Chicago y se trasladó a Kansas; dijo adiós a Kansas para irse a Cleveland. Y ahora había dicho adiós a Cleveland y había vuelto al este, deteniéndose el tiempo suficiente en Laud’s Head para decir adiós al mar.

    Era elegíaco y también fanático e intolerante; confundía la circunspección con la fuerza de carácter, y yo quería ayudarlo. 

    —Sal de todo eso —le dije—. Sal de todo eso, Tifty. 

    —¿Que salga de qué? 

    —Sal de toda esa tristeza. Olvídala. No es más que un día de verano. Te empeñas en no pasarlo bien y estás echando a perder las distracciones de los demás. Necesitamos unas vacaciones, Tifty. Yo las necesito. Necesito descansar. Nos hace falta a todos. Y tú has conseguido que todo resulte desagradable y que esté lleno de tensiones. Solo dispongo de dos semanas al año. Necesito pasarlo bien, y lo mismo les sucede a los demás. Necesitamos descansar. Crees que tu pesimismo es una ventaja, pero no es más que negarse a aceptar la realidad. 

    —¿Cuál es la realidad? —dijo él—. ¿Que Diana es una mujer estúpida y promiscua? Lo mismo puede decirse de Odette. Madre es una alcohólica. Si no se controla un poco, no tardará más de un año o dos en ir a parar a un hospital. Chaddy no es honesto; nunca lo ha sido. La casa terminará hundiéndose en el mar. —Me miró y luego añadió, como una última reflexión—: Tú eres estúpido. 

    —Y tú un desgraciado hijo de perra —repliqué—. Nada más que un deprimente hijo de perra. 

    —Aparta tu gorda cara de mi vista —dijo. Y siguió andando. Entonces cogí un trozo de raíz y, acercándome por la espalda —aunque no había golpeado nunca a un hombre por la espalda—, hice girar la raíz, empapada en agua de mar, por detrás de mí. La inercia imprimió velocidad a mi brazo y le asesté a mi hermano un golpe en la cabeza que le hizo doblar las rodillas sobre la arena, y vi cómo le brotaba la sangre y comenzaba a oscurecérsele el pelo. Entonces deseé que estuviera muerto, muerto y a punto de ser enterrado; no enterrado ya, sino a punto de serlo, porque no quería que faltara el ceremonial y la corrección en su desaparición, en el acto de borrarlo de mi conciencia, y nos vi a todos nosotros —Chaddy, madre, Diana y Helen— de luto en la casa de Belvedere Street que fue derribada veinte años antes, saludando a invitados y parientes en la puerta y contestando a sus educadas condolencias con un desconsuelo igualmente cortés. Todo resultaba perfectamente apropiado, e incluso aunque hubiese sido asesinado en una playa, antes de que la aburrida ceremonia concluyera, todo el mundo sentiría que mi hermano había llegado al invierno de su existencia, y que era una ley de la naturaleza, y una ley muy hermosa, que Tifty tuviera que ser enterrado en la fría tierra. 

    Lawrence seguía aún de rodillas. Miré en todas direcciones. Nadie nos había visto. La playa desnuda, como un terreno lunar, se extendía hasta tornarse invisible. La rompiente de una ola, en rapidísima carrera, llegó hasta donde él permanecía arrodillado. Me hubiese gustado terminar con él, pero para entonces yo ya había empezado a actuar como dos personas: el asesino y el samaritano. Con súbito estrépito, como un vacío hecho sonido, una blanca ola lo alcanzó y lo rodeó, bullendo sobre sus hombros, y lo sostuve para que no lo arrastrara la resaca. Luego lo trasladé a un sitio más alto. La sangre se le había extendido por todo el cabello, que parecía completamente negro. Me quité la camisa y la rasgué para vendarle la cabeza. No había perdido el conocimiento, y no creo que estuviese malherido. No dijo nada; tampoco yo. Luego lo dejé allí.

    Anduve un poco playa adelante y me volví para mirarlo; para entonces, estaba pensando en mi propia piel. Él se había incorporado y parecía sostenerse bien en pie. Aún había suficiente claridad en el cielo, pero la brisa marina traía unos vapores salinos con consistencia de neblina, y cuando me alejé un poco más de él, apenas distinguía su figura en aquella oscuridad. A todo lo largo de la playa noté cómo venía del mar el denso aire salino. Luego le di la espalda, y cuando estuve más cerca de la casa, volví a nadar una vez más, como parece que había estado haciendo aquel verano después de cada encuentro con Lawrence. 

    Cuando volví a la casa, me tumbé en la terraza. Un poco más tarde regresaron los demás. Oí cómo madre criticaba los arreglos florales que habían ganado premios. Ninguno de los nuestros había ganado nada. Luego la casa se quedó en silencio, como sucede siempre a esa hora. Los niños se fueron a la cocina para que les dieran la cena, y los demás subieron a bañarse. Después oí cómo Chaddy preparaba los cócteles, y se reanudaba la conversación sobre los jueces del concurso. Al poco, madre exclamó: 

    —¡Tifty! ¡Dios mío, Tifty! ¡Tifty! 

    Se hallaba en la puerta, con aire de estar medio muerto. Se había quitado la venda ensangrentada y la llevaba en la mano. 

    —Lo ha hecho mi hermano —dijo—. Ha sido mi hermano. Me golpeó con una piedra, o algo parecido, en la playa. —La autocompasión hizo que se le quebrara la voz. Pensé que iba a echarse a llorar. Nadie dijo nada—. ¿Dónde está Ruth? —exclamó—. ¿Dónde está Ruth? ¿Dónde demonios está Ruth? Quiero que empiece a hacer las maletas. No necesito perder más tiempo aquí. Tengo cosas importantes que hacer. Tengo cosas muy importantes que hacer. Y echó a andar escaleras arriba. 


Salieron hacia el continente por la mañana, en el barco de las seis y media. Madre se levantó para decirle adiós, pero fue la única, y es una escena cruel y fácil de imaginar al mismo tiempo: la matriarca y el hijo discordante mirándose el uno al otro con una consternación que podría parecer como la fuerza del amor vuelta del revés. Oí las voces de los niños y el coche alejándose por el camino de acceso; me levanté y me acerqué a la ventana, y ¡qué mañana tan maravillosa! ¡Cielo santo, qué mañana! Soplaba viento del norte. El aire era muy limpio. Con el primer calor del día, las rosas del jardín olían como mermelada de fresas. Mientras me vestía, oí la sirena del barco, primero la señal de aviso y luego el doble pitido, y me imaginé a la buena gente en la cubierta de arriba, bebiendo café en frágiles vasos de plástico, y a Lawrence en la proa, diciéndole al mar «Thalassa, thalassa», mientras sus tímidos y desgraciados hijos contemplaban la creación desde el círculo de los brazos de su madre. Las boyas doblarían tristemente por Lawrence, y aunque el esplendor de la luz hiciera muy difícil no abrir los brazos y lanzar exclamaciones de gozo, sus ojos permanecerían fijos en la negrura del mar que iba quedando atrás; pensaría en su fondo, oscuro y extraño, donde yace nuestro padre, bajo diez metros de agua. 

    ¡Ah! ¿Qué se puede hacer con un hombre así? ¿Qué se puede hacer? ¿Cómo convencer a su ojo para que no descubra entre la multitud la mejilla con acné, la mano enferma? ¿Cómo se le puede enseñar a responder ante la inestimable grandeza de la raza humana, ante la áspera belleza de la piel de la vida? ¿Cómo obligarlo a poner el dedo en las testarudas verdades ante las que el miedo y el horror resultan impotentes? Aquella mañana el mar estaba tornasolado y oscuro. Mi mujer y mi hermana nadaban —Diana y Helen—, y vi sus cabezas descubiertas, ébano y oro en el agua oscura. Las vi dirigirse hacia la orilla, y vi que se hallaban desnudas, sin rubor alguno, hermosas y llenas de gracia, y me quedé mirando a las mujeres desnudas saliendo del mar.