martes, 9 de abril de 2024

2ª Sesión: ADIÓS, HERMANO MÍO, de John Cheever (1951)

 ADIÓS, HERMANO MÍO (Texto original en inglés:)

La nuestra es una familia que siempre ha estado muy unida espiritualmente. Nuestro padre se ahogó en un accidente navegando a vela cuando éramos muy jóvenes, y nuestra madre siempre ha insistido en el hecho de que nuestras relaciones familiares poseen una estabilidad que nunca volveremos a encontrar. No pienso con mucha frecuencia en la familia, pero cuando me acuerdo de sus miembros, de la costa en la que viven y de la sal marina que creo que corre por nuestras venas, me alegro de ser un Pommeroy —de tener la misma nariz, el mismo color de piel y la misma promesa de longevidad— y de que, si bien no somos una familia distinguida, nos hacemos la ilusión, cuando nos hallamos reunidos, de que los Pommeroy son únicos. No digo todo esto porque me interese la historia familiar o porque este sentimiento de singularidad sea muy profundo o tenga mucha importancia para mí, sino para dejar constancia de que somos leales unos con otros a pesar de nuestras diferencias, y de que cualquier fallo en el mantenimiento de esta lealtad es una fuente de confusión y de dolor. Somos cuatro hijos; mi hermana Diana y los tres varones: Chaddy, Lawrence y yo. Como la mayoría de las familias con hijos de más de treinta años, nos hemos visto separados por razones profesionales, por el matrimonio y por la guerra. Helen y yo vivimos ahora en Long Island, con nuestros cuatro hijos. Yo doy clases en un internado de secundaria, y aunque ya he pasado la edad en que podría tener esperanzas de que me nombraran director, siento respeto por mi trabajo. Chaddy, que es quien ha tenido más éxito de todos los hermanos, vive en Manhattan, con Odette y los chicos. Nuestra madre reside en Filadelfia, y Diana, desde su divorcio, ha estado viviendo en Francia, pero vuelve a Estados Unidos durante el verano para pasar un mes en Laud’s Head. Laud’s Head es un lugar de veraneo a la orilla de una de las islas de Massachusetts. Allí teníamos un chalet, y en los años veinte nuestro padre construyó la casa grande. Se alza en una colina sobre el mar y, con la excepción de Saint- Tropez y de algunas aldeas de los Apeninos, es el sitio del mundo que más me gusta. Cada uno de nosotros tiene una participación en la propiedad, y todos contribuimos con cierta cantidad de dinero a su mantenimiento. Lawrence, el más joven de los hermanos, que es abogado, consiguió trabajo en una empresa de Cleveland después de la guerra, y ninguno de nosotros lo vio durante cuatro años. Cuando decidió marcharse de Cleveland e ir a trabajar a Albany, escribió a madre diciéndole que, aprovechando el traslado, pasaría diez días en Laud’s Head con su mujer y sus dos hijos. Yo había planeado disfrutar de mis vacaciones por entonces —después de dar clases en un curso de verano—, y Helen, Chaddy, Odette y Diana iban a estar allí, de manera que la familia se reuniría al completo. Lawrence es el hermano con el que todos los demás tenemos menos cosas en común. Nunca hemos pasado mucho tiempo con él, e imagino que esa es la razón de que sigamos llamándolo Tifty: un mote que se le puso cuando niño, porque al avanzar por el pasillo camino del comedor para desayunar, sus zapatillas hacían un ruido que sonaba como «tifty, tifty, tifty». Padre lo llamaba así, y lo mismo hacíamos todos los demás. Cuando se hizo mayor, Diana lo llamaba a veces Little Jesus, y madre, con mucha frecuencia, el Gruñón. No teníamos buenos recuerdos de Lawrence, pero esperábamos su vuelta con una mezcla de recelo y lealtad, y con algo de la alegría y la satisfacción que produce recobrar a un hermano. Lawrence cogió el barco de las cuatro de la tarde, un día de finales de verano, para venir a la isla, y Chaddy y yo fuimos a recibirlo. Las llegadas y las salidas del transbordador del verano tienen todos los signos exteriores de un viaje —sirenas, campanas, carretillas de mano, olor a salitre—, pero es un trayecto sin importancia, y cuando vi entrar el barco en el puerto azul aquella tarde y pensé que estaba finalizando un trayecto sin importancia, me di cuenta de que se me había ocurrido exactamente el tipo de comentario que Lawrence hubiese hecho. Buscamos su rostro detrás de los parabrisas mientras los automóviles abandonaban el barco, y no nos costó ningún trabajo reconocerlo. Nos acercamos corriendo y le estrechamos la mano, y besamos torpemente a su mujer y a los niños. 

    —¡Tifty! —gritó Chaddy—. ¡Tifty! 

    Es difícil emitir juicios sobre los cambios en el aspecto de un hermano, pero Chaddy y yo estuvimos de acuerdo, mientras volvíamos a Laud’s Head, en que Lawrence seguía pareciendo muy joven. Él entró primero en la casa, y nosotros sacamos sus maletas del coche. Cuando entré yo, estaba de pie en el cuarto de estar, hablando con madre y con Diana, que llevaban sus mejores galas y todas sus joyas, y lo estaban recibiendo como si fuera el hijo pródigo, pero incluso en ese momento, cuando todo el mundo se esforzaba por parecer más afectuoso y cuando ese tipo de esfuerzos consiguen los mejores resultados, yo ya era consciente de la presencia de cierto nerviosismo en la habitación. Pensando en todo esto mientras subía las pesadas maletas de Lawrence escaleras arriba, me di cuenta de que nuestras antipatías están tan profundamente arraigadas como nuestros mejores sentimientos, y recordé que una vez, veinticinco años atrás, cuando acerté a Lawrence con una piedra en la cabeza, él se levantó y fue directamente a quejarse a nuestro padre. 

    Subí las maletas al tercer piso, donde Ruth, la mujer de Lawrence, había comenzado a instalar a su familia. Ruth es una chica muy delgada, y parecía muy cansada del viaje, pero cuando le pregunté si quería que le subiera una copa, dijo que le parecía que no. Cuando bajé, Lawrence había desaparecido, pero los demás estaban listos para los cócteles, y decidimos empezar. Lawrence es el único miembro de la familia que nunca ha disfrutado bebiendo. Nos llevamos las copas a la terraza para poder contemplar los acantilados, el mar y las islas del este, y el regreso de Lawrence y de su mujer, su presencia en la casa, parecían estimular nuestras reacciones ante aquel panorama tan familiar; era como si el placer que sin duda experimentarían ante la amplitud y el colorido de aquella costa, después de tan larga ausencia, nos hubiese sido concedido a nosotros. Mientras estábamos allí, Lawrence apareció por el sendero que llevaba a la playa. 

    —¿No es fabulosa la playa, Tifty? —preguntó madre—. ¿No te parece maravilloso estar de vuelta? ¿Quieres un martini?

    —Me da igual —dijo Lawrence—. Whisky, ginebra… me da lo mismo beber una cosa que otra. Ponme un poco de ron. 

    —No tenemos ron —repuso madre. Fue el primer síntoma de aspereza. Ella nos había enseñado a no mostrarnos nunca indecisos, a no responder nunca como Lawrence lo había hecho. Además, le preocupa extraordinariamente la corrección en los modales, y cualquier cosa anómala, como beber ron solo o llevar una lata de cerveza a la mesa, le produce un desasosiego al que, a pesar de su amplio sentido del humor, es incapaz de sobreponerse. Madre se dio cuenta de la aspereza en su tono de voz y se esforzó por enmendarlo—. ¿No te gustaría un poco de whisky irlandés, cariño? ¿No es eso lo que siempre te ha gustado? Hay una botella en el aparador. ¿Por qué no te sirves un poco de whisky irlandés?     

    Lawrence dijo que le daba lo mismo. Se sirvió un martini, y enseguida apareció Ruth y nos sentamos a la mesa. A pesar de que, esperando a Lawrence, habíamos bebido demasiado antes de cenar, todos estábamos deseosos de esmerarnos y de disfrutar de un rato tranquilo. Madre es una mujer pequeña cuyo rostro tiene aún una sorprendente capacidad para recordar lo bonita que debió de ser, y cuya conversación resulta extraordinariamente animada, pero aquella velada estuvo hablando de un proyecto de recuperación de terrenos en la parte alta de la isla. Diana es tan guapa como madre debió de serlo; es una mujer encantadora y muy alegre, a quien le gusta hablar de los disolutos amigos que ha hecho en Francia, pero aquella noche nos contó cómo era el colegio suizo en el que había dejado a sus dos hijos. Me di cuenta de que la cena había sido planeada para agradar a Lawrence. No resultó demasiado pesada y no comimos nada que pudiera hacerle pensar en despilfarros. Después de cenar, cuando volvimos a la terraza, las nubes estaban iluminadas por ese tipo de luz que parece sangre, y me alegré de que Lawrence encontrara una puesta de sol tan sensacional el día de su vuelta a casa. Cuando llevábamos allí unos minutos, un hombre llamado Edward Chester vino a buscar a Diana. Lo había conocido en Francia, o en el barco durante el viaje de vuelta, y él estaba pasando diez días en el hostal del pueblo. Le presentamos a Lawrence y a Ruth, y luego Diana y él se marcharon. 

    —¿Es con ese con el que se acuesta ahora? —preguntó Lawrence. 

    —¿Hace falta decir una cosa tan desagradable? —replicó Helen. 

    —Deberías pedir disculpas, Tifty —dijo Chaddy. 

    —No lo sé —contestó madre con aire cansado—. No lo sé, Tifty. Diana puede hacer lo que quiera, y yo no le hago preguntas sórdidas. Es mi única hija. No la veo con mucha frecuencia. 

    —¿Vuelve a Francia? 

    —Se marcha dentro de dos semanas. 

    Lawrence y Ruth estaban sentados en el borde de la terraza, fuera del círculo formado por las sillas. Quizá debido al gesto hosco de su boca, mi hermano me pareció en aquel momento un clérigo puritano. A veces, cuando trato de entender su estado de ánimo, pienso en los comienzos de nuestra familia en este país, y su condena de Diana y de su amante me lo recordó. La rama de los Pommeroy a la que pertenecemos fue fundada por un ministro que recibió los elogios de Cotton Mather por su incansable renuncia al diablo. Los Pommeroy fueron ministros del Señor hasta mediados del siglo XIX, y el rigor de sus ideas —el hombre es un ser desdichado, y toda belleza terrenal está viciada y corrompida— ha sido conservado en libros y sermones. El carácter de nuestra familia cambió en cierta manera y se hizo más despreocupado, pero cuando yo iba al colegio, recuerdo una colección de parientes de edad avanzada que parecían volver a los oscuros días del ministerio eclesiástico y estar animados por un perpetuo sentimiento de culpa y por la deificación del castigo divino. Si a uno lo educan en ese ambiente —y en cierta manera, tal era nuestro caso—, creo que es muy difícil para el espíritu rechazar los hábitos de culpabilidad, abnegación, tendencia al silencio y espíritu de penitencia, y tuve la impresión de que Lawrence había sucumbido ante aquella prueba espiritual. 

    —¿Es Casiopea esa estrella? —preguntó Odette. 

    —No, querida —dijo Chaddy—. Esa no es Casiopea. 

    —¿Quién era Casiopea? —quiso saber Odette. 

    —Era la mujer de Cefeo y la madre de Andrómeda —dije yo. 

    —La cocinera es una forofa de los Giants —comentó Chaddy—. Está incluso dispuesta a darte dinero si ganan la liga. 

    Había oscurecido tanto que veíamos en el cielo la luz del faro del cabo Heron. En la negrura bajo el acantilado, resonaban las continuas detonaciones de la marea. Y entonces madre empezó a hablar, como sucede con frecuencia cuando está anocheciendo y ha bebido mucho antes de cenar, de las mejoras y de las ampliaciones que se harían algún día en la casa, de las nuevas alas, los cuartos de baño y los jardines. 

    —Esta casa estará en el mar dentro de cinco años —señaló Lawrence. 

    —Tifty el Gruñón —dijo Chaddy. 

    —No me llames Tifty —replicó Lawrence. 

    —Little Jesus —dijo Chaddy. 

    —El rompeolas está lleno de grietas —dijo Lawrence—. Lo he visto antes de cenar. Tuvisteis que repararlo hace cuatro años, y costó ocho mil dólares. No podéis hacer eso cada cuatro años. 

    —Por favor, Tifty —intervino madre. 

    —Los hechos son los hechos —insistió Lawrence—, y es una idea descabellada construir una casa al borde de un acantilado en una costa que se está hundiendo en el mar. En los años que llevo vivo, ha desaparecido la mitad del jardín, y hay más de un metro de agua donde solíamos tener la caseta para cambiarnos. 

    —¿Por qué no hablamos de un tema más general? —dijo madre amargamente—. De política, o del baile en el club marítimo. 

    —De hecho —continuó Lawrence—, la casa peligra ya en estos momentos. Si tuvierais una marea inusualmente alta, o una fuerte tormenta, el rompeolas podría derrumbarse y la casa se vendría abajo. Podríamos ahogarnos todos. 

    —No lo soporto más —exclamó madre. Fue a la despensa y regresó con un vaso lleno de ginebra. 

    Soy ya demasiado viejo para creerme capaz de juzgar los sentimientos de los demás, pero sí me daba cuenta de la tensión entre Lawrence y madre, y estaba al tanto de parte de su historia. Lawrence no debía de tener más de dieciséis años cuando decidió que madre era frívola, malintencionada, destructiva y demasiado autoritaria. Al llegar a esta conclusión, decidió apartarse de ella. Por entonces estaba interno en un colegio, y recuerdo que no vino a pasar las navidades con nosotros. Fue a casa de un amigo. Después de hacer su desfavorable juicio sobre madre, volvió muy pocas veces, y en la conversación siempre se esforzaba por recordarle su voluntario alejamiento. Cuando se casó con Ruth, no se lo dijo a madre. Tampoco le comunicó el nacimiento de sus hijos. Pero, a pesar de aquellos esfuerzos tan pertinaces por cuestión de principios, daba toda la impresión, a diferencia del resto de nosotros, de no haberse separado nunca de ella, y cuando están juntos, todo el mundo nota al instante la tensión, algo turbio. Y fue mala suerte, en cierta manera, que madre hubiese elegido aquella noche para emborracharse. Está en su derecho, y lo hace muy pocas veces, y afortunadamente no se mostró belicosa, pero todos éramos conscientes de lo que estaba sucediendo. Mientras se bebía despacio la ginebra, parecía estar despidiéndose de nosotros con tristeza; parecía estar a punto de marcharse de viaje. Luego su estado de ánimo pasó del viaje al agravio, y los pocos comentarios que hizo resultaron malhumorados e improcedentes. Cuando su vaso se hallaba casi vacío, miró enfadada el aire oscuro delante de su nariz, moviendo la cabeza un poco, como un boxeador. Comprendí que en aquel momento no le cabían en la cabeza todos los agravios que era capaz de recordar. Sus hijos eran estúpidos, su marido se había ahogado, los criados eran unos ladrones, y la silla en la que se sentaba era incómoda. De repente dejó el vaso vacío e interrumpió a Chaddy, que estaba hablando de béisbol. 

    —Solo sé una cosa —dijo con voz ronca—. Solo sé que si hay otra vida después de esta, voy a tener una familia completamente distinta. Mis hijos serán todos fabulosamente ricos, ingeniosos y encantadores. 

    Se puso en pie y, al dirigirse hacia la puerta, estuvo a punto de caerse. Chaddy la sostuvo y la ayudó a subir la escalera. Los oí darse las buenas noches con mucha ternura, y luego Chaddy volvió a donde estábamos los demás. Pensé que para entonces Lawrence se hallaría cansado del viaje y de las emociones del regreso, pero siguió en la terraza, como si estuviera esperando nuestra última fechoría, y nosotros lo dejamos allí y nos fuimos a la playa a nadar en la oscuridad. 


Cuando me desperté, o empecé a despertarme, a la mañana siguiente, oí el ruido de alguien que estaba allanando la pista de tenis. Es un sonido más débil y más grave que el de las boyas de campana más allá del promontorio —un golpeteo sobre hierro sin ritmo alguno—, ligado en mi imaginación con el comienzo de un día de verano, algo así como un buen augurio. Cuando bajé la escalera, encontré a los dos hijos de Lawrence en el cuarto de estar, vestidos con unos trajes de vaqueros llenos de adornos. Son unos niños asustadizos y muy flacos. Me dijeron que su padre estaba allanando la pista de tenis, pero que ellos no querían salir porque habían visto una serpiente junto al escalón de la puerta. Les expliqué que sus primos —todos los otros niños— desayunaban en la cocina, y que lo mejor era que fuesen corriendo a reunirse con ellos. Al oír esto, el niño empezó a llorar. Su hermana se unió enseguida a él. Lloraban como si ir a la cocina y comer allí fuese a destruir sus más preciados derechos. Entonces les dije que se sentaran conmigo. Al entrar Lawrence le pregunté si quería jugar un poco al tenis. Dijo que no, que muchas gracias, aunque pensaba que quizá jugase algún partido individual con Chaddy. Tenía toda la razón en eso, porque tanto Chaddy como él lo hacen mejor que yo, y los dos jugaron varios partidos después del desayuno, pero más tarde, cuando bajaron los otros a jugar dobles, Lawrence desapareció. Eso hizo que me enfadara —imagino que injustificadamente—, pero lo cierto es que jugamos unos dobles familiares muy interesantes y que podía al menos haber participado en un set por una simple razón de cortesía. Más tarde, aquella misma mañana, cuando volvía solo de la pista, vi a Tifty en la terraza, separando de la pared una tablilla con su navaja. 

    —¿Qué sucede, Lawrence? —le pregunté—. ¿Termitas? Hay termitas en la madera y nos han causado muchos problemas. 

    Me señaló, en la base de cada hilera de tablillas, una débil línea azul de tiza de carpintero. 

    —Esta casa tiene unos veintidós años —dijo—. Las maderas, en cambio, unos doscientos. Papá debió de comprar tablillas de todas las granjas de los alrededores cuando construyó esta casa para darle un aire venerable. Todavía se ven las marcas de la tiza de carpintero en el sitio donde había que clavar estas antiguallas. 

    Lo de las tablillas era cierto, aunque yo lo hubiese olvidado por completo. Al construir la casa, nuestro padre, o su arquitecto, había encargado tablillas de madera cubiertas de líquenes y curtidas por la intemperie. Pero no entendía cómo Lawrence llegaba a la conclusión de que aquello tenía algo de escandaloso. 

    —Y mira estas puertas —añadió Lawrence—. Mira estas puertas y los marcos de las ventanas. Fui tras él hasta una gran puerta de dos paneles que se abre hacia la terraza y me puse a mirarla. Era una puerta relativamente nueva, pero alguien había trabajado en ella esforzándose por ocultarlo. Alguien le había hecho muescas profundas con un instrumento de metal, y las había untado luego con pintura blanca para imitar el salitre, los líquenes y el desgaste producido por la intemperie. 

    —Piensa en lo que significa gastar miles de dólares para lograr que una casa sólida parezca una ruina —dijo Lawrence—. Piensa en la tesitura mental que eso implica. Piensa en sentir un deseo tan intenso de vivir en el pasado que te haga pagar un sueldo a los carpinteros para desfigurar la puerta principal de tu casa. Entonces recordé lo sensible que Lawrence era al tiempo, y sus sentimientos y sus opiniones sobre nuestra simpatía por el pasado. Yo lo había oído decir, años antes, que nosotros y nuestros amigos y nuestra parte del país, al descubrirnos incapaces de enfrentarnos con los problemas del presente, habíamos optado, como una persona adulta que ha perdido la razón, por volvernos hacia lo que imaginábamos ser una época más feliz y más sencilla, y que nuestro gusto por las reconstrucciones y por la luz de los candelabros era la prueba de ese irremediable fracaso. La débil línea azul de tiza había servido para recordarle estas ideas, las incisiones en la puerta las habían reforzado, y ahora, uno tras otro, se le iban presentando todos los indicios: el farol de barco sobre la puerta, el tamaño de la chimenea, la anchura de las tablas del suelo y las piezas incrustadas para que pareciesen ganchos. Mientras Lawrence me sermoneaba acerca de todas estas flaquezas, llegaron los otros que venían de la pista de tenis. La reacción de madre al ver a Lawrence fue inmediata, y comprendí que había muy pocas esperanzas de entendimiento entre la matriarca y el hijo discordante. Madre se cogió del brazo de Chaddy. 

    —Vayamos a nadar y a beber martinis en la playa —dijo—. Quiero que pasemos una mañana fabulosa.

    Aquella mañana el mar tenía un color muy denso, como si fuera una piedra verde. 

    Todo el mundo bajó a la playa, excepto Tifty y Ruth. 

    —Lawrence no me importa —dijo madre. Estaba nerviosa, y al inclinar la copa se le derramó algo de ginebra sobre la arena—. No me importa en absoluto. Me tiene sin cuidado que sea todo lo grosero, desagradable y deprimente que quiera, pero lo que no soporto son las caras de esos pobres hijos suyos, de esos niñitos tan increíblemente desdichados. Separados de él por la altura del acantilado, todos hablábamos de Lawrence con indignación; de cómo había empeorado en lugar de mejorar, de lo distinto que era del resto de nosotros, de cómo se esforzaba por estropear cualquier placer. Nos bebimos la ginebra; los insultos parecieron alcanzar un punto álgido, y luego, uno a uno, nos fuimos a nadar en la sólida agua verde. Pero cuando volvimos nadie tuvo palabras duras para Lawrence; la tendencia a decir cosas injuriosas se había roto, como si nadar tuviese la fuerza purificadora que reclama el bautismo. Nos secamos las manos, encendimos unos cigarrillos, y si se mencionaba a Lawrence era solo para sugerir, amablemente, algo que pudiese agradarle. ¿No le gustaría dar un paseo en bote hasta la ensenada de Barin, o salir a pescar?

    Y ahora me doy cuenta de que durante la visita de Lawrence íbamos a nadar con más frecuencia de lo normal, y creo que había un motivo para ello. Cuando la irritabilidad acumulada por su presencia empezaba a socavar nuestra paciencia, no solo con Lawrence, sino de unos con otros, íbamos a nadar y nos quitábamos el rencor con agua fría. Recuerdo ahora a toda la familia, mientras permanecíamos sentados en la arena, escocidos por los reproches de Lawrence, y nos veo chapoteando, zambulléndonos y volviendo a la superficie, y percibo en las voces una paciencia renovada y el redescubrimiento de inagotables reservas de buena voluntad. Si Lawrence hubiese advertido este cambio —esta apariencia de purificación—, supongo que habría encontrado en el vocabulario de la psiquiatría, o de la mitología del Atlántico, algún nombre discreto para ello, pero no creo que se percatara del cambio. No se molestó en dar un nombre a la capacidad curativa del mar abierto, pero fue sin duda una de las pocas oportunidades que perdió de infravalorar. La cocinera que teníamos aquel año era una polaca llamada Anna Ostrovick, contratada exclusivamente para el verano. Era excelente: una mujer grande, gorda, cordial, diligente, que se tomaba su trabajo muy en serio. Le gustaba cocinar, y que la gente apreciara y comiera los alimentos que preparaba, y siempre que la veíamos insistía en que comiéramos. Hacía bollos calientes, cruasanes y brioches dos o tres veces por semana para desayunar y los traía ella misma al comedor diciendo: «¡Coman, coman, coman!». Cuando la doncella devolvía los platos sucios a la antecocina, a veces oíamos decir a Anna, que estaba allí esperando: «¡Excelente! Comen». Daba de comer al que recogía la basura, al lechero y al jardinero. «¡Coma!», les decía. Los jueves por la tarde iba al cine con la doncella, pero no disfrutaba con las películas, porque los actores estaban demasiado delgados. Se pasaba hora y media en la sala a oscuras aguardando ansiosamente a que apareciese alguien con aspecto de disfrutar comiendo. Para Anna, Bette Davis no pasaba de ser una mujer con aspecto de no comer bien. «¡Están todos tan flacos!», decía al salir del cine. Por las noches, después de habernos atiborrado y de fregar las cazuelas y las sartenes, recogía las sobras y salía fuera para alimentar a la creación. 

    Aquel año teníamos unos cuantos pollos, y aunque para entonces ya estaban todos descansando en sus perchas, les arrojaba los alimentos en el comedero y exhortaba a las aves dormidas para que comieran. También alimentaba a los pájaros cantores del jardín, y a las ardillas del patio trasero. Su presencia en el límite del jardín y su voz apremiante —oíamos perfectamente su «Comed, comed, comed»— estaban ya, como la salva de cañón en el club náutico y la luz del faro del cabo Heron, ligadas a aquel momento del día. «Comed, comed, comed», le oíamos decir a Anna. «Comed, comed…» Y ya se había hecho de noche. 

    Cuando Lawrence llevaba tres días en casa, Anna me llamó a la cocina. 

    —Dígale a su madre que no quiero al señorito en mi cocina —anunció—. Si sigue entrando aquí todo el tiempo, me marcho. Se pasa la vida diciéndome que soy una mujer muy desgraciada; que trabajo demasiado y no me pagan lo bastante, y que debería pertenecer a un sindicato que me asegurara las vacaciones. ¡Ja! Está flaquísimo, pero siempre viene a la cocina cuando estoy ocupada para compadecerse de mí, pero yo valgo tanto como él, valgo tanto como cualquiera, y no tengo por qué aguantar a gente así molestándome todo el tiempo y compadeciéndose de mí. Soy una estupenda cocinera y muy famosa además, y tengo trabajo en todas partes, y la única razón de que haya venido a trabajar aquí este verano es que no había estado nunca en una isla, pero puedo conseguir otro empleo mañana mismo, y si sigue viniendo a mi cocina a compadecerse de mí, dígale a su madre que me marcho. Valgo tanto como cualquiera, y no tengo por qué aguantar a ese tipo flacucho diciéndome todo el tiempo lo pobre que soy. 

    Me agradó descubrir que la cocinera estaba de nuestra parte, pero comprendí que la situación era delicada. Si madre le pedía a Lawrence que no hiciera visitas a la cocina, mi hermano consideraría aquella petición como un agravio. Era capaz de convertir cualquier cosa en un agravio, y a veces daba la impresión de que —mientras permanecía hoscamente sentado en la mesa del comedor— toda palabra de menosprecio, fuera cual fuese su destino, la consideraba dirigida a él. No hablé con nadie de las quejas de la cocinera, pero por alguna razón no volvieron a presentarse problemas de ese tipo. 

    El siguiente motivo de disputa que tuve con Lawrence nació de nuestras partidas de backgammon. 

    Cuando estamos en Laud’s Head jugamos mucho al backgammon. A las ocho, después de tomarnos el café, sacamos el tablero. En cierto modo, es uno de nuestros ratos más agradables. Aún no se han encendido las luces del cuarto, la figura de Anna resulta visible en el jardín, y en el cielo, por encima de su cabeza, se crean continentes de sombra y fuego. Madre enciende la luz y deja caer los dados como si fuera una señal. Normalmente jugamos tres partidas por persona, cada uno contra los demás. Jugamos con dinero, y se puede ganar o perder hasta cien dólares en una partida, pero las cantidades son de ordinario mucho más bajas. Creo que Lawrence solía jugar —no estoy seguro—, pero ahora ya no lo hace. No participa en juegos de azar. No se trata de que no tenga dinero, ni es tampoco una cuestión de principios: simplemente piensa que jugar es una ocupación absurda y una pérdida de tiempo. Sin embargo, estaba perfectamente dispuesto a perderlo viendo cómo jugábamos los demás. Noche tras noche, cuando empezaban las partidas, acercaba su silla al tablero y contemplaba las fichas y los dados. Su expresión era desdeñosa, y, sin embargo, miraba con mucho interés. Yo me preguntaba por qué se dedicaba a observarnos noche tras noche, y, estudiando su rostro, creo que quizá haya logrado averiguarlo. 

    Lawrence no juega, y no entiende por tanto la emoción que produce ganar o perder dinero. Ha olvidado cómo se juega al backgammon, creo, de manera que sus complejas posibilidades no consiguen interesarle. 

    Sus observaciones tenían necesariamente que centrarse en el hecho de que el backgammon es un juego para matar el tiempo y un juego de azar, y que el tablero, marcado con puntos, era un símbolo de nuestra inutilidad. Y puesto que no entiende ni el juego ni sus diferentes posibilidades, pensé que lo que le interesaba debían de ser los miembros de la familia. Una noche en que yo estaba jugando con Odette —ya les había ganado treinta y siete dólares a madre y a Chaddy—, creo que entendí lo que pasaba por su cabeza. 

    Odette tiene el pelo y los ojos negros. Se preocupa de no pasarse mucho tiempo al sol, para que el llamativo contraste entre negrura y palidez de la piel no se desvirtúe durante el verano. Necesita admiración y merece que se la admire —es el elemento que la satisface—, y coquetea, aunque nunca seriamente, con cualquier hombre. Aquella noche llevaba los hombros descubiertos, y el vestido estaba cortado para mostrar la división de sus pechos, y para mostrar los pechos mismos cuando se inclinaba sobre el tablero para jugar. No hacía más que perder y coquetear y hacer que sus derrotas pareciesen parte del coqueteo. Chaddy estaba en la otra habitación. Odette perdió tres partidas, y al terminar la tercera, se dejó caer en el sofá y, mirándome directamente a los ojos, dijo algo sobre salir a las dunas para ajustar cuentas. Lawrence la oyó. Me volví a mirarlo. Parecía escandalizado y satisfecho al mismo tiempo, como si llevara sospechando desde el principio que no jugábamos por algo tan poco importante como el dinero. Puedo equivocarme, desde luego, pero creo que Lawrence contemplaba nuestras partidas de backgammon con la esperanza de estar observando el desarrollo de una irónica tragedia en la que el dinero que ganábamos y perdíamos se transformaba en símbolo de prendas mucho más vitales. Es muy propio de Lawrence tratar de descubrir significados y finalidades en todos los gestos que hacemos, y está convencido de que cuando descubra la lógica profunda de nuestro comportamiento, esta será enteramente sórdida.

    Chaddy vino a jugar conmigo. A ninguno de los dos nos gusta que nos gane el otro. Cuando éramos pequeños, se nos prohibía que jugásemos juntos, porque siempre acabábamos peleándonos. Los dos creemos conocer perfectamente la valía del otro. Yo lo considero prudente; él a mí, temerario. Siempre hay encono cuando jugamos a cualquier cosa —tenis, backgammon, softball o bridge—, y es verdad que a veces parece como si nos estuviéramos jugando la posesión de las libertades del otro. Cuando pierdo con Chaddy no me puedo dormir. Todo esto es solo la verdad a medias de nuestra relación competitiva, pero era precisamente la verdad a medias que podía resultar discernible para Lawrence, y su presencia al lado del tablero me cohibió tanto que perdí dos partidas. Traté de que no se me notara el enfado cuando me levanté de la mesa. Lawrence me observaba. Salí a la terraza para sufrir allí a oscuras el malhumor que siento siempre que pierdo con Chaddy. 

    Cuando volví a entrar, Chaddy y madre estaban jugando. Lawrence seguía presenciando las partidas. De acuerdo con su óptica, Odette había perdido conmigo su virtud, y yo la autoestima con Chaddy; me pregunté qué vería en la confrontación entonces en curso. Los contemplaba extasiado, como si las fichas opacas y el tablero dividido sirvieran para un decisivo intercambio de poder. ¡Qué dramáticos debían de parecerle el tablero, dentro de su círculo de luz, los jugadores inmóviles, y el fragor del mar en el exterior! Allí había canibalismo espiritual hecho visible; allí, bajo sus mismas narices, se hallaban los símbolos del uso voraz que unos seres humanos hacen de otros. 

    Madre juega con mucha astucia y apasionamiento, y peca de entrometida. Siempre tiene las manos en el tablero del contrario. Cuando juega con Chaddy, que es su favorito, lo hace con gran concentración. Lawrence tuvo que notarlo. Madre es una mujer sentimental. Tiene buen corazón, y las lágrimas y la debilidad la conmueven fácilmente, rasgo que, como su bien dibujada nariz, no ha sufrido el menor cambio con la edad. El dolor del otro le causa una profunda impresión, y a veces parece tratar de adivinar en Chaddy algún pesar, alguna pérdida que ella esté en condiciones de socorrer o remediar, para restablecer así la relación que mantenía con él cuando era pequeño y enfermizo. A madre le encanta defender a los débiles y a los inocentes, y ahora que ya somos mayores lo echa de menos. El mundo de las deudas y de los negocios, de los hombres y de la guerra, de la caza y de la pesca consigue irritarla. (Cuando padre se ahogó, tiró sus cañas y sus escopetas.) Nos ha sermoneado a todos interminablemente sobre la confianza en uno mismo, pero si acudimos de nuevo a ella en busca de consuelo y ayuda —particularmente Chaddy—, es entonces cuando parece sentirse más ella misma. Imagino que, según Lawrence, aquella mujer mayor y su hijo estaban jugándose el alma. 

    Nuestra madre perdió. 

    —¡Dios mío! —dijo. Parecía afligida y desconcertada, como le sucede siempre que pierde—. Tráeme las gafas, el talonario de cheques y algo de beber. 

    Lawrence se levantó por fin y estiró las piernas. Nos dirigió a todos una mirada sombría. Soplaba el viento y había subido la marea, y pensé que si oía el ruido de las olas lo interpretaría también como una sombría respuesta a sus sombrías preguntas; que para él la marea se habría encargado de extinguir las brasas de los fuegos que encendemos en nuestras excursiones. Convivir con una mentira es insoportable, y él parecía la encarnación de una mentira. Yo no podía explicarle el simple e intenso placer de jugar por dinero, y me parecía una terrible equivocación que se hubiese sentado junto a la mesa para llegar a la conclusión de que nos estábamos jugando el alma. Inquieto, dio dos o tres paseos por la habitación y luego, como de costumbre, nos lanzó la última andanada antes de irse: 

    —No entiendo cómo no os volvéis locos, encerrados unos con otros de esta forma, noche tras noche —dijo—. Vamos, Ruth. Quiero acostarme.

    Aquella noche soñé con Lawrence. Vi su rostro vulgar convertido en un prodigio de fealdad, y al despertarme por la mañana sentí náuseas, como si hubiera sufrido una gran pérdida espiritual mientras dormía, como una disminución de valor y un descorazonamiento. Era absurdo preocuparme por mi hermano. Yo necesitaba unas vacaciones. Necesitaba descansar. En el colegio donde enseño, mi mujer y yo vivimos en una de las residencias, comemos en el comedor comunitario, y nunca salimos de allí. No solo doy clases de lengua en invierno y en verano, sino que también trabajo en el despacho del director, y soy el que dispara la pistola cuando se celebran competiciones atléticas en pista. Necesitaba alejarme de aquel y de todos los demás motivos de inquietud, y decidí evitar a mi hermano. Por la mañana temprano me llevé a navegar a Helen y a los niños, y no volvimos hasta la hora de la cena. Al día siguiente salimos de excursión. Luego tuve que ir a Nueva York, y cuando volví iba a celebrarse el baile de disfraces en el club náutico. Lawrence no asistiría, y se trata de una fiesta en la que siempre lo he pasado estupendamente. 

    Las invitaciones de aquel año animaban a disfrazarse de lo que a cada uno le gustaría ser en realidad. Después de varias conversaciones, Helen y yo habíamos decidido ya qué ponernos. A ella lo que más le apetecía era volver a ser una novia, y por tanto decidió llevar su traje de boda. A mí me pareció una buena elección: sincera, desenfadada y barata. Su elección tuvo influencia sobre la mía, y decidí ponerme un viejo uniforme de jugador de fútbol americano. Madre optó por vestirse de Jenny Lind, porque había un viejo disfraz de Jenny Lind en el ático. Los demás prefirieron trajes alquilados, y cuando estuve en Nueva York me encargué de conseguirlos. Lawrence y Ruth no participaron en nada de esto. 

    Helen formaba parte del comité encargado de organizar el baile, y se pasó la mayor parte del viernes decorando el club. Diana, Chaddy y yo salimos a navegar. Casi toda la navegación a vela que practico últimamente transcurre en Manhasset, y estoy acostumbrado a fijar el rumbo de vuelta a casa orientándome por la barcaza de la gasolina y los tejados de cinc del cobertizo de las embarcaciones, y aquella tarde era un placer, mientras volvíamos, mantener proa hacia la blanca torre de la iglesia del pueblo y descubrir que incluso el agua cercana a la orilla era verde y transparente. Al terminar nuestro paseo nos detuvimos en el club para recoger a Helen. El comité había tratado de darle una apariencia de fondo marino a la sala de baile, y el hecho de que casi hubiesen logrado crear la ilusión hacía que Helen se sintiera muy feliz. Volvimos en coche a Laud’s Head. La tarde había sido extraordinariamente luminosa, pero camino de casa nos llegó el olor del viento del este —el viento oscuro, como hubiese dicho Lawrence— que llegaba del mar. 

    Mi mujer, Helen, tiene treinta y ocho años. Imagino que el cabello se le habría vuelto entrecano si no se lo tiñera, pero el color que utiliza es un rubio nada molesto, bastante apagado, y creo que le sienta bien. Aquella noche estuve preparando cócteles mientras ella se vestía, y cuando subí a llevarle una copa, la vi por primera vez desde nuestra boda con su traje de novia. No tendría sentido decir que me pareció más hermosa que cuando nos casamos, pero como he envejecido y creo también que mis sentimientos tienen más hondura, y como aquella noche vi en su rostro al mismo tiempo juventud y madurez, su fidelidad a la joven que había sido y las posiciones que ha tenido que ceder airosamente ante el avance del tiempo, estoy dispuesto a afirmar que no me había sentido nunca antes tan profundamente conmovido. Ya me había puesto mi uniforme de jugador, y el peso de todo ello, de los pantalones y de las hombreras, había producido un cambio en mí, como si al encasquetarme aquella ropa vieja hubiera desechado todas las ansiedades y los problemas de mi vida. Era como si los dos hubiésemos regresado a los años anteriores a nuestro matrimonio, a los años anteriores a la guerra. 

    Los Collard daban una cena para muchos invitados antes del baile, y a ella asistió toda nuestra familia, con la excepción de Lawrence y Ruth. Luego, a eso de las nueve y media, nos dirigimos en coche hacia el club, atravesando la niebla que se había levantado ya. La orquesta tocaba un vals. Mientras dejaba el impermeable en el guardarropa, alguien me dio un golpe en la espalda. Era Chucky Ewing, y lo gracioso es que él también iba disfrazado de jugador de fútbol americano. Esto nos pareció terriblemente divertido a los dos. Íbamos riendo mientras avanzábamos por el pasillo hacia la sala de baile. Me paré en la puerta para ver la decoración, y me pareció muy hermosa. Los organizadores habían cubierto con redes de pescar las paredes y el cielo raso. Las redes del techo estaban llenas de globos de colores. La luz era suave y desigual, y los participantes en la fiesta —nuestros amigos y vecinos— formaban un conjunto muy agradable bailando al compás de «Three O’Clock in the Morning». Luego me fijé en que había muchas mujeres vestidas de blanco, y me di cuenta de que también ellas, al igual que Helen, llevaban trajes de novia. Patsy Hewitt, la señora Gear y la chica de los Lackland bailaban un vals vestidas de novia. Entonces Pep Talcott se acercó a donde estábamos Chucky y yo. Iba vestido de Enrique VIII, pero nos dijo que los gemelos Auerbach, Henry Barrett y Dwight MacGregor llevaban todos uniforme de jugador de fútbol americano, y que, según el último recuento, había diez novias en la sala. 

    Esta coincidencia, esta divertida coincidencia, hizo reír a todo el mundo, y logró que aquella fiesta fuese una de las más alegres jamás celebradas en el club. Al principio pensé que las mujeres se habían puesto de acuerdo para vestirse de novias, pero las que bailaron conmigo me aseguraron que se trataba de una coincidencia, y yo estoy seguro de que Helen tomó la decisión por su cuenta. Todo me fue muy bien hasta poco antes de la medianoche, cuando vi a Ruth junto a la pista de baile. Llevaba un traje de noche rojo totalmente fuera de lugar. Resultaba completamente ajeno al espíritu de la fiesta. La saqué a bailar, pero no hubo nadie que viniera a sustituirme, y yo no estaba dispuesto a pasarme con ella el resto de la noche, así que le pregunté por Lawrence. Me dijo que estaba fuera en el muelle. Dejé a Ruth en el bar y salí en busca de mi hermano. La niebla del este era muy densa, y Lawrence estaba solo en el muelle. No iba disfrazado. Ni siquiera se había molestado en vestirse de pescador o de marinero. Parecía particularmente taciturno. La niebla se deslizaba a nuestro alrededor como humo frío. Me hubiese gustado que se tratara de una noche clara, porque la niebla del este parecía facilitarle su juego de misántropo. Yo sabía que las boyas —los crujidos y los repiques que podíamos oír en aquel momento— resonarían en sus oídos como gritos semihumanos de personas a punto de ahogarse, aunque cualquier marinero sabe que las boyas son dispositivos necesarios y seguros, y también adivinaba que la sirena de niebla del faro significaría para él extravíos y pérdidas, y que era igualmente capaz de interpretar erróneamente la viveza de la música de baile. 

    —Entra, Tifty —le dije—; baila con tu mujer o consíguele una pareja. 

    —¿Por qué tendría que hacerlo? ¿Qué razón hay? —Se acercó a una de las ventanas del club y contempló la fiesta—. Míralos —exclamó—. Mira eso… 

    Chucky Ewing se había apoderado de uno de los globos y estaba tratando de organizar un simulacro de partido en el centro de la pista de baile. Los demás bailaban una samba. Y comprendí que Lawrence contemplaba la fiesta con el mismo gesto sombrío con que había contemplado en nuestra casa las tablillas desgastadas por la intemperie, como viendo en ello un abuso o una distorsión del tiempo; como si al querer volver a ser jugadores de fútbol americano y novias pusiéramos de manifiesto el hecho de que, una vez apagadas en nosotros las luces de la juventud, habíamos sido incapaces de encontrar otras con las que guiarnos y, carentes de fe y de principios, nos habíamos convertido en criaturas estúpidas y tristes. El hecho de que estuviera pensando eso de tantas personas amables, felices y generosas hizo que me enfureciera, hizo que me inspirara un aborrecimiento tan antinatural que me sentí avergonzado, porque Lawrence es mi hermano y un Pommeroy. Le pasé el brazo por encima del hombro y traté de forzarlo a que entrara, pero no quiso. 

    Volví a tiempo para el Gran Desfile, y después de entregar los premios a los mejores disfraces, dejaron caer los globos. Hacía calor en la sala, alguien abrió las grandes puertas que daban al muelle, el viento del este se coló de rondón y cuando volvió a salir se llevó consigo la mayor parte de los globos, que, después de cruzar el muelle, cayeron al agua. Chucky Ewing salió corriendo detrás de ellos, y cuando vio que seguían más allá del muelle y se posaban sobre el agua, se quitó el traje de jugador de fútbol americano y se tiró de cabeza al mar. Luego lo hicimos Eric Auerbach, Lew Phillips y también yo; y ya se sabe lo que pasa en una fiesta después de medianoche cuando la gente empieza a tirarse al agua. Recuperamos la mayor parte de los globos, nos secamos y seguimos bailando, y no volvimos a casa hasta la mañana siguiente. 


Al otro día era la exposición de flores. Madre, Helen y Odette participaban en el concurso. Después de un almuerzo improvisado, Chaddy llevó a las mujeres y a los niños en coche a la exposición. Yo me eché una siesta y a media tarde cogí el traje de baño y una toalla; al salir de casa vi a Ruth, que estaba lavando ropa. No sé por qué ha de parecer que ella tiene más trabajo que los demás, pero lo cierto es que siempre está lavando, planchando, zurciendo y haciendo arreglos en la ropa. Puede que, cuando era pequeña, la enseñaran a utilizar el tiempo de esa manera, o quizá sea víctima de un impulso expiatorio. Parece restregar y planchar con fervor penitencial, aunque no se me ocurre qué es lo que considera que ha hecho mal. Sus hijos estaban con ella en el lavadero. Me ofrecí a llevarlos a la playa, pero no quisieron.

***

    Eran los últimos días de agosto, y las vides silvestres que crecen con gran profusión por toda la isla hacían que el aire del interior oliera a vino. Hay un bosquecillo de acebos al final del sendero, y luego empiezan las dunas, donde solo crecen unas hierbas muy ásperas. Oía el ruido del mar, y recuerdo que pensé en cómo Chaddy y yo solíamos hablar del mar con lenguaje místico. Cuando éramos muy jóvenes, habíamos decidido que nunca seríamos capaces de vivir más hacia el oeste porque echaríamos de menos el mar. «Esto es muy bonito —decíamos cortésmente cuando visitábamos a alguien en las montañas—, pero notamos la falta del Atlántico.» Mirábamos por encima del hombro a la gente de Iowa y de Colorado que se había visto privada de esta revelación, y despreciábamos el Pacífico. Ahora estaba oyendo el rumor de las olas, cuya violencia creaba múltiples ecos, como un tumulto, y aquello me producía el mismo placer que cuando era joven y parecía tener una fuerza catártica, como si hubiese liberado mi memoria —entre otras cosas— de la imagen penitente de Ruth en el lavadero. 

    Pero Lawrence se hallaba en la playa, sentado. Me metí en el agua sin hablarle. Estaba fría, y cuando salí me puse una camisa. Expliqué a mi hermano que iba a dar un paseo hasta Tanners Point, y me dijo que me acompañaría. Traté de caminar a su lado. Sus piernas no son más largas que las mías, pero siempre le gusta ir un poco por delante de la persona que va con él. Desde detrás, mientras contemplaba sus hombros y su cabeza inclinada, me pregunté qué impresión debía de causarle aquel paisaje. 

    Había dunas y oteros, y más allá, donde perdían altura, algunos campos que estaban pasando del verde al marrón y al amarillo. Eran sitios donde pastaban las ovejas, e imagino que Lawrence habría notado la erosión del suelo y el hecho de que las ovejas acelerarían su deterioro. Más allá de los campos hay unas cuantas granjas costeras, de agradables edificios cuadrados, pero Lawrence podría haber hecho notar las duras condiciones de vida de un granjero en una isla. El mar, al otro lado, era ya mar abierto. A nuestros invitados siempre les decimos que hacia allí, hacia el este, se encuentran las costas de Portugal, pero Lawrence habría pasado de las costas de Portugal a la tiranía en España sin la menor dificultad. Las olas rompían con un ruido parecido a un «hurra, hurra, hurra», pero para Lawrence debían de decir «adiós, adiós». Imagino que a su mente incisiva y malsana se le habría ocurrido que la costa era una morrena terminal, el límite del mundo prehistórico, y también que avanzábamos por el borde del mundo conocido en un sentido tan espiritual como físico. Si por alguna razón hubiera pasado por alto esto último, había algunos aviones de la marina bombardeando una isla deshabitada para recordárselo. 

    Esa playa es un paisaje amplio, simple e increíblemente limpio. Es como un terreno lunar. La marea había dado gran consistencia a la arena, de manera que no costaba trabajo andar, y todo lo que quedaba sobre la playa había sido repetidamente modificado por las olas. Quedaban restos de conchas, el palo de una escoba, un trozo de botella y otro de ladrillo, ambos zarandeados y rotos hasta resultar prácticamente irreconocibles, y supongo que el melancólico estado de ánimo de Lawrence —que seguía con la cabeza baja— lo iba llevando de un objeto roto al siguiente. Verme acompañado por su pesimismo empezó a enfurecerme, de manera que me situé a su altura y le puse una mano en el hombro. 

    —No es más que un día de verano, Tifty —le dije—. Tan solo un día de verano. ¿Qué sucede? ¿No te gusta este sitio? 

    —No me gusta —dijo con voz tranquila, sin levantar los ojos del suelo—. Voy a venderle a Chaddy mi parte de la casa. No esperaba pasarlo bien. La única razón de que haya vuelto ha sido para decir adiós. 

    Lo dejé que volviera a adelantarme y caminé tras él, contemplando sus hombros y pensando en su extensa carrera de adioses. Cuando padre se ahogó, Lawrence fue a la iglesia y dijo adiós a padre. Al cabo tan solo de tres años llegó a la conclusión de que madre era frívola y le dijo adiós también a ella. En su primer año de universidad llegó a tener muy buena amistad con su compañero de cuarto, pero era un chico que bebía demasiado, y al comienzo del segundo semestre cambió de compañero de cuarto y dijo adiós a su amigo. Después de dos años en la universidad, llegó a la conclusión de que el ambiente era de excesivo aislamiento, y dijo adiós a Yale. Se matriculó en Columbia y obtuvo allí su licenciatura en derecho, pero descubrió que su primer jefe era una persona deshonesta, y al cabo de seis meses dijo adiós a un buen empleo. Se casó con Ruth en el Ayuntamiento, y dijo adiós a la Iglesia episcopaliana; se fueron a vivir a un barrio bajo de Tuckahoe, y dijeron adiós a la clase media. En 1938 fue a Washington para trabajar como abogado del gobierno, diciendo adiós a la empresa privada, pero al cabo de ocho meses en la capital federal llegó a la conclusión de que la administración Roosevelt era sentimental, y también le dijo adiós. De Washington se marcharon a un barrio residencial de Chicago, donde mi hermano fue diciendo adiós a todos sus vecinos, uno por uno, por razones de alcoholismo, pesadez e imbecilidad. Dijo adiós a Chicago y se trasladó a Kansas; dijo adiós a Kansas para irse a Cleveland. Y ahora había dicho adiós a Cleveland y había vuelto al este, deteniéndose el tiempo suficiente en Laud’s Head para decir adiós al mar.

    Era elegíaco y también fanático e intolerante; confundía la circunspección con la fuerza de carácter, y yo quería ayudarlo. 

    —Sal de todo eso —le dije—. Sal de todo eso, Tifty. 

    —¿Que salga de qué? 

    —Sal de toda esa tristeza. Olvídala. No es más que un día de verano. Te empeñas en no pasarlo bien y estás echando a perder las distracciones de los demás. Necesitamos unas vacaciones, Tifty. Yo las necesito. Necesito descansar. Nos hace falta a todos. Y tú has conseguido que todo resulte desagradable y que esté lleno de tensiones. Solo dispongo de dos semanas al año. Necesito pasarlo bien, y lo mismo les sucede a los demás. Necesitamos descansar. Crees que tu pesimismo es una ventaja, pero no es más que negarse a aceptar la realidad. 

    —¿Cuál es la realidad? —dijo él—. ¿Que Diana es una mujer estúpida y promiscua? Lo mismo puede decirse de Odette. Madre es una alcohólica. Si no se controla un poco, no tardará más de un año o dos en ir a parar a un hospital. Chaddy no es honesto; nunca lo ha sido. La casa terminará hundiéndose en el mar. —Me miró y luego añadió, como una última reflexión—: Tú eres estúpido. 

    —Y tú un desgraciado hijo de perra —repliqué—. Nada más que un deprimente hijo de perra. 

    —Aparta tu gorda cara de mi vista —dijo. Y siguió andando. Entonces cogí un trozo de raíz y, acercándome por la espalda —aunque no había golpeado nunca a un hombre por la espalda—, hice girar la raíz, empapada en agua de mar, por detrás de mí. La inercia imprimió velocidad a mi brazo y le asesté a mi hermano un golpe en la cabeza que le hizo doblar las rodillas sobre la arena, y vi cómo le brotaba la sangre y comenzaba a oscurecérsele el pelo. Entonces deseé que estuviera muerto, muerto y a punto de ser enterrado; no enterrado ya, sino a punto de serlo, porque no quería que faltara el ceremonial y la corrección en su desaparición, en el acto de borrarlo de mi conciencia, y nos vi a todos nosotros —Chaddy, madre, Diana y Helen— de luto en la casa de Belvedere Street que fue derribada veinte años antes, saludando a invitados y parientes en la puerta y contestando a sus educadas condolencias con un desconsuelo igualmente cortés. Todo resultaba perfectamente apropiado, e incluso aunque hubiese sido asesinado en una playa, antes de que la aburrida ceremonia concluyera, todo el mundo sentiría que mi hermano había llegado al invierno de su existencia, y que era una ley de la naturaleza, y una ley muy hermosa, que Tifty tuviera que ser enterrado en la fría tierra. 

    Lawrence seguía aún de rodillas. Miré en todas direcciones. Nadie nos había visto. La playa desnuda, como un terreno lunar, se extendía hasta tornarse invisible. La rompiente de una ola, en rapidísima carrera, llegó hasta donde él permanecía arrodillado. Me hubiese gustado terminar con él, pero para entonces yo ya había empezado a actuar como dos personas: el asesino y el samaritano. Con súbito estrépito, como un vacío hecho sonido, una blanca ola lo alcanzó y lo rodeó, bullendo sobre sus hombros, y lo sostuve para que no lo arrastrara la resaca. Luego lo trasladé a un sitio más alto. La sangre se le había extendido por todo el cabello, que parecía completamente negro. Me quité la camisa y la rasgué para vendarle la cabeza. No había perdido el conocimiento, y no creo que estuviese malherido. No dijo nada; tampoco yo. Luego lo dejé allí.

    Anduve un poco playa adelante y me volví para mirarlo; para entonces, estaba pensando en mi propia piel. Él se había incorporado y parecía sostenerse bien en pie. Aún había suficiente claridad en el cielo, pero la brisa marina traía unos vapores salinos con consistencia de neblina, y cuando me alejé un poco más de él, apenas distinguía su figura en aquella oscuridad. A todo lo largo de la playa noté cómo venía del mar el denso aire salino. Luego le di la espalda, y cuando estuve más cerca de la casa, volví a nadar una vez más, como parece que había estado haciendo aquel verano después de cada encuentro con Lawrence. 

    Cuando volví a la casa, me tumbé en la terraza. Un poco más tarde regresaron los demás. Oí cómo madre criticaba los arreglos florales que habían ganado premios. Ninguno de los nuestros había ganado nada. Luego la casa se quedó en silencio, como sucede siempre a esa hora. Los niños se fueron a la cocina para que les dieran la cena, y los demás subieron a bañarse. Después oí cómo Chaddy preparaba los cócteles, y se reanudaba la conversación sobre los jueces del concurso. Al poco, madre exclamó: 

    —¡Tifty! ¡Dios mío, Tifty! ¡Tifty! 

    Se hallaba en la puerta, con aire de estar medio muerto. Se había quitado la venda ensangrentada y la llevaba en la mano. 

    —Lo ha hecho mi hermano —dijo—. Ha sido mi hermano. Me golpeó con una piedra, o algo parecido, en la playa. —La autocompasión hizo que se le quebrara la voz. Pensé que iba a echarse a llorar. Nadie dijo nada—. ¿Dónde está Ruth? —exclamó—. ¿Dónde está Ruth? ¿Dónde demonios está Ruth? Quiero que empiece a hacer las maletas. No necesito perder más tiempo aquí. Tengo cosas importantes que hacer. Tengo cosas muy importantes que hacer. Y echó a andar escaleras arriba. 


Salieron hacia el continente por la mañana, en el barco de las seis y media. Madre se levantó para decirle adiós, pero fue la única, y es una escena cruel y fácil de imaginar al mismo tiempo: la matriarca y el hijo discordante mirándose el uno al otro con una consternación que podría parecer como la fuerza del amor vuelta del revés. Oí las voces de los niños y el coche alejándose por el camino de acceso; me levanté y me acerqué a la ventana, y ¡qué mañana tan maravillosa! ¡Cielo santo, qué mañana! Soplaba viento del norte. El aire era muy limpio. Con el primer calor del día, las rosas del jardín olían como mermelada de fresas. Mientras me vestía, oí la sirena del barco, primero la señal de aviso y luego el doble pitido, y me imaginé a la buena gente en la cubierta de arriba, bebiendo café en frágiles vasos de plástico, y a Lawrence en la proa, diciéndole al mar «Thalassa, thalassa», mientras sus tímidos y desgraciados hijos contemplaban la creación desde el círculo de los brazos de su madre. Las boyas doblarían tristemente por Lawrence, y aunque el esplendor de la luz hiciera muy difícil no abrir los brazos y lanzar exclamaciones de gozo, sus ojos permanecerían fijos en la negrura del mar que iba quedando atrás; pensaría en su fondo, oscuro y extraño, donde yace nuestro padre, bajo diez metros de agua. 

    ¡Ah! ¿Qué se puede hacer con un hombre así? ¿Qué se puede hacer? ¿Cómo convencer a su ojo para que no descubra entre la multitud la mejilla con acné, la mano enferma? ¿Cómo se le puede enseñar a responder ante la inestimable grandeza de la raza humana, ante la áspera belleza de la piel de la vida? ¿Cómo obligarlo a poner el dedo en las testarudas verdades ante las que el miedo y el horror resultan impotentes? Aquella mañana el mar estaba tornasolado y oscuro. Mi mujer y mi hermana nadaban —Diana y Helen—, y vi sus cabezas descubiertas, ébano y oro en el agua oscura. Las vi dirigirse hacia la orilla, y vi que se hallaban desnudas, sin rubor alguno, hermosas y llenas de gracia, y me quedé mirando a las mujeres desnudas saliendo del mar.

2º Trabajo a realizar

 El narrador interno testigo o periférico. También cuenta en 1ª persona, pero no es el protagonista. Cuenta las acciones del protagonista. Tiene las limitaciones de un personaje en primera persona, porque no puede saber lo que piensa y siente el protagonista, pero tiene la capacidad de criticarlo y de analizar en profundidad sus acciones. Lo que sabe del protagonista es por sus acciones (en las que el narrador esté presente) y por lo que dice y cuenta por su propia boca en los diálogos (que puede no ser verdad). Este punto de vista resulta efectivo cuando el protagonista del relato no es consciente de sus propias acciones y su ceguera vital afecta a terceros. 

Son buenos referentes de este tipo de narrador: Sherlock Holmes de Conan Doyle o “El gran Gatsby” de Francis Scott Fitzgerald.

Hay que usar el narrador en primera persona interno testigo. Es, simplemente, contar una historia en la que el que la cuenta no sea el protagonista y, por tanto, hable más del otro personaje. Son buenos ejemplos: Sherlock Holmes de Conan Doyle o “El gran Gatsby” de Francis Scott Fitzgerald. Ten cuidado que la vanidad del yo suele ser tanta que finalmente cuando se intenta contar la historia de otro se termina contando la propia. La preocupación de este tipo de narrador debe ser que la información se va restringiendo porque del otro, del protagonista, sólo sabe lo que ve o lo que le oye. Ya no sabe lo que piensa. Estamos, como se explicó al comienzo de este curso, en un camino de ir despegándose de toda la información, hasta que lleguemos a un narrador externo deficiente, que no sabe nada de los personajes, más que lo que ve u oye

martes, 2 de abril de 2024

Plan del Curso

 Objetivos

-Escribir. El taller es un pretexto para que cada participante se obligue a escribir 10 relatos y una novela corta.
-Asumir el hábito de la escritura.
-Conocer los distintos tipos de narradores, ángulos y tonos de voz.
-Practicar diversas técnicas narrativas.
SE PUBLICARÁ UN LIBRO COLECTIVO CON UN RELATO DE CADA UNO DE LOS ALUMNOS QUE CONCLUYAN EL CURSO CON TODOS LOS RELATOS ENTREGADOS


PROCESO DE TRABAJO:
-Una sesión semanal, de tres horas todos los martes de 17 a 20 hs, donde se analizarán relatos célebres que servirán como pautas para orientar la charla, el análisis y el trabajo a desarrollar para la siguiente sesión.
-Se leerán en clase algunos relatos de los participantes y sobre ellos se harán análisis de las técnicas estudiadas para el aprendizaje colectivo. (No se realizarán tutorías personalizadas ni comentarios personalizados de cada relato). 
-Al finalizar el curso, una vez conocidas las técnicas estudiadas, se propondrá la composición de una novela corta que habrá de tener un mínimo de 80 páginas y que deberá entregarse antes del 15 de septiembre.
-El Diploma acreditativo del curso sólo será obtenido por quienes presenten los diez relatos y la novela corta. (Este curso es susceptible de ser convalidado como 1 crédito de Libre Configuración).
- El Taller de Creación Literaria de la Universidad de Sevilla publicará un libro colectivo con un relato de cada uno de los alumnos que concluyan el curso con todos los relatos entregados.



-Bibliografía base: 
-“Plantéate esto: Momentos de mi vida como escritor que lo cambiaron todo”, de CHUCK PALAHNIUK. Ed. Random House. Barcelona, 2022.
-"Escribir ficción. Guía práctica de la famosa Escuela de escritores de Nueva York", de Gotham Writters' Workshop, Alba Editorial.
-La ciencia de contar historias, de Will Storr. Ed. Capitán Swing 
-La dramaturgia: los mecanismos del relato: cine, teatro, ópera, radio, televisión, cómic, de Yves Lavandier (Autor), Cristina Maidagán Basogarai (Traductor). Editorial: ‎ Ediciones Internacionales Universitarias.


HORARIO:

Martes, de 17 a 20 hs.


CALENDARIO 2024:

Días: 

Abril: 2, 9, 23, 30, 
Mayo: 7, 14, 21, 28, 
Junio: 4, 11, 18 y 25



PROGRAMA:


1.- El narrador interno protagonista. Elementos para la unidad formal.  A propósito de "La cura", de John Cheever.
2.- El narrador interno testigo. A propósito de "Adiós, hermano mío". De "Razones para vivir". ¿Contar o inventar? Tonos. 
3.- El narrador externo alter ego. A propósito de "El otro Miller", de Tobias Wolff. Contar en presente.
4.- El narrador externo omnisciente. Philip Roth. A propósito de "La Conversión de los judíos", del libro Goodbye, Columbus. El humor en la literatura.
Y A propósito de "Hombre" y "Risa" de William Saroyan (de El joven audaz sobre el trapecio volante).
5.- El narrador externo deficiente I. El estilo cinematográfico I. A propósito de "Vecinos", de libro de relatos "¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?", de Raimond Carver.
6- El narrador externo deficiente II. El estilo cinematográfico II. La referencialidad entre escenas. A propósito de "Un día perfecto para el pez plátano", de "Nueve cuentos", de J.D. Salinger.
7- La diversificación de planos: la mezcla entre el narrador externo e interno. El estilo cinematográfico III. A propósito de "Decadencia y caída", de "Música de cañerías", de Charles Bukowski.
8- El narrador omnisciente con personalidad. El flash back en pincelada por el diálogo. El dominio de los planos narrativos. A propósito de "El cazador judío", de "Como la vida misma", de Lorrie Moore.
9- El narrador interno deficiente. La conjunción de los estilos modernos. A propósito de "Si me necesitas, llámame", de Raimond Carver, del libro de relatos "Si me necesitas, llámame".
10.- Otros narradores. El narrador en segunda persona. A propósito de "Cómo ser la otra mujer", del libro de relatos "Autoayuda", de Lorrie Moore.
11- Los tonos en la novela. El tono como vehículo. A propósito de los tonos de "Seda" de Alessandro Baricco, de "La flaqueza del bolchevique" de Lorenzo Silva y de "El otoño del patriarca" de Gabriel García Márquez.
El plazo para la entrega de la novela concluirá el viernes 15 de septiembre. 
12. Revisión de las propuestas de novela y elección del título del libro colectivo.






LUGAR DE REALIZACIÓN DEL CURSO: Aula 3. 7 del edificio de la Facultad de Ciencias de la Educación y Pedagogía de la Universidad de Sevilla. C/. Pirotecnia s/n (zona Viapol, detrás del nuevo Derecho).

Introducción al Curso

Estimados alumnos:
He impartido este curso durante más de 20 años y sé que no se puede enseñar a escribir, pero creo que sí se puede aprender a escribir. Esto implica que no es tan fácil que te den unas recetas con las que ponerte a trabajar y triunfar, pero sí ocurre que cuando a una persona se le dan a conocer unas herramientas técnicas de funcionamiento estilístico y estructural de un relato y se pone a intentarlo –se pone a trabajar–, esa persona reelabora las enseñanzas, las individualiza y construye su propio estilo y su propia forma de escribir y sentir lo que para él es la literatura y el proceso compositivo.

Metodología
El Curso se organiza en 11 sesiones. En cada sesión se analizan relatos de célebres autores norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX y de la actualidad que han de servir como pautas para orientar el análisis y el trabajo a desarrollar por el alumno para la siguiente sesión.
Después de la presentación del texto de cada autor, el alumno confeccionará un relato. En clase desmenuzaré alguno de ellos para la reflexión del autor y de todos. En esos análisis el lector podrá ver que los errores comentados a partir de los textos de cualquier alumno son absolutamente comunes y, por lo general, el lector podrá comprobar que lo que le pasa a él le pasa a cualquiera (lo que implica que todo proceso de enseñanza sigue unas pautas comunes y que, existiendo el proceso, sólo hay que seguirlo hasta el final para poder sacarle todo su contenido, como todos hemos hecho en otros ámbitos de la enseñanza).
El punto básico de la metodología orientado hacia la creatividad se sitúa en el elemento de la copia o imitación de estilos. Muchos autores han hecho referencia a esto a lo largo de la historia de la Literatura, pero más recientemente un par de autores muy cercanos lo han repetido. Antonio Muñoz Molina en su obra Pura alegría, en la que trata sobre su propio proceso de creación literaria muestra especial hincapié sobre este punto. Dice: “Tardará años en darse cuenta de que la imitación entusiasta es el único camino posible hacia la originalidad. El joven escritor, decía Stevenson, ha de ser sobre todo un simio diligente. Se aprende a escribir como se aprende a hablar o a caminar: fijándose y copiando con determinación y con paciencia, igual que copiaban estatuas clásicas los antiguos aprendices de pintores" (Muñoz Molina, 1998, 61). En semejantes términos se refiere Mario Vargas Llosa cuando dice en su libro Cartas a un joven novelista que él aprendió imitando, idea que repite de Flaubert de quien dice que tanto aprendió y a quien puede que también copiara en esta idea, porque el propio Flaubert lo refiere en sus cartas al decir “Lea encarnizadamente a los clásicos, chúpelos hasta el tuétano” (Flaubert, 1998, 232).
      A nadie se le escapa que nada de esto es nuevo: los pintores y los compositores llevan practicando esta técnica toda la historia, pero quizás el orgullo de los escritores no ha dejado que esto sea planteado hasta el tiempo presente.
     Los pintores, como decíamos, han aprendido, desde sus primeros pasos en las escuelas de pintura a copiar los modelos clásicos. Los estudiantes actuales no sólo han copiado los clásicos sino que han copiado también los distintos estilos de los últimos quinientos años para aprender sus distintas técnicas y para, dominándolas, poder construir la suya propia. Pero los estudiantes de Composición en los Conservatorios Superiores de nuestro país -quizás no lo sepan-, han aprendido a componer de similar manera: primero estudiaban Armonía básica y luego van imitando estilos desde el Renacimiento al Siglo XX.
     En este Curso nos orientamos hacia la copia o imitación de estilos de importantes autores de la segunda mitad del siglo XX y la actualidad. Y se hace sobre este periodo por varias razones. En primer lugar, porque se da por conocido los periodos anteriores que todos han debido apreciar y estudiar en el bachillerato y en la Universidad y porque es fácilmente detectable la existencia de una enorme y preocupante laguna sobre los autores más contemporáneos y de otras lenguas que o no aparecen en los programas de estudio o no se imparten porque el tiempo académico nunca da para llegar a estos últimos temas. Y en segundo lugar, se trabaja sobre los autores del periodo más contemporáneo porque, indudablemente, si queremos formar a escritores que se inscriban en la siguiente generación han de ser superadores (después de conocedores) del periodo histórico literario más reciente.
      En este sentido, el programa se despliega en un proceso que podríamos definir como el paso de técnicas narrativas en primera persona (narradores internos, primero protagonistas y después testigos) a técnicas narrativas en tercera persona (narradores externos, primero omniscientes y después deficientes), o sea, un paso de una manera de elaborar más intimista a una manera más externa de narrar.
     La manera intimista, la que utiliza la primera persona se vincula más fácilmente a la forma de contar que podríamos llamar latina, más “nuestra” y que, pedagógicamente, es de gran utilidad en el comienzo del curso puesto que tiene más que ver con el sencillo bagaje con el que suelen acceder los alumnos al curso, ya que gran parte de ellos han practicado la escritura en primera persona por medio de sus diarios o cartas. En este tipo de técnica se trabajan en este Curso a John Cheever. Aunque al final, en un bucle en forma de salto mortal se vuelve a trabajar la primera persona en un texto de Raimond Carver.
     A este primer bloque le seguirá uno de transición donde se trabajarán técnicas más omniscientes, narradores que desde fuera de la historia cuentan los sucesos. Este tipo de narradores está entroncando fundamentalmente con el estilo europeo decimonónico que ha sido actualizado a temáticas, entornos y tonos actuales. Con esta técnica se trabaja a Tobias Wolff y a Philip Roth.
     Este bloque desemboca en las técnicas más novedosas que del narrador externo han hecho los grandes escritores norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX, tendiendo a sustraer propiedades del narrador omnisciente clásico para dejarlo en el llamado narrador externo deficiente que aparece en paralelo al desarrollo del guión cinematográfico: el narrador narra desde fuera como si fuera una cámara que sólo dice lo que ve y lo que oye, que conoce a los personajes sólo por sus acciones y no por lo que piensan o sienten y que una vez salidos de plano no se puede saber nada de lo que ocurre en sus vidas. Los autores que manejan esta técnica, padres del estilo y que se estudian en el curso son Raymond Carver, J.D. Salinger y Charles Bukowski, representantes, además, del llamado “Realismo Sucio” norteamericano del que hablaremos más adelante.
      Por último, comenzamos a cerrar el curso con una fantástica escritora norteamericana, Lorrie Moore, con la que trabajamos un tipo de narrador omnisciente muy especial, que conjuga casi todos los tipos de técnicas anteriores, para que el alumno también se plantee que en el progreso de la forma literaria debe haber una posición siguiente acorde con ese devenir de la historia del arte en el que él, el alumno, precisamente, va a estar situado y con quien ha de estar comprometido. En una última sesión muy interesante trabajaremos de nuevo con el padre de estos estilos, Raymond Carver, que dando un giro de 360 grados (esta vez sí se puede hacer el chiste de los 360º porque es volver al comienzo del círculo pero por la otra cara de la moneda) nos presenta un narrador en primera persona pero que habla de sí mismo como narrador externo deficiente. Interesantísimo porque nos demuestra que experimentar no es hacer cosas raras, sino descabalgar los estilos. (Se explicará, tranquilos).
      Esto en lo referente a los tipos de narradores. Pero es que el despliegue teórico del curso también lleva aparejado en paralelo otras consideraciones de carácter técnico y estilístico que serán de gran utilidad para los alumnos en la asunción de nuevas herramientas para construir su propia técnica.
       Durante las primeras sesiones se trabaja el concepto de tono, considerando como tal ya no la posición técnica desde la que se sitúa el narrador sino la posición anímica (fingida o sentida) desde la que escribe el narrador y que no sólo afecta al contenido sino que afecta también a la selección de las palabras (“Lo más difícil en literatura es utilizar las palabras juntas”, como dice Daniel Múgica) y lo que ello conlleva consigo de fuente que facilita la emanación de nuevas líneas de trabajo, nuevas ideas, (nuevos contenidos, por tanto) y afecta al ritmo -del que hablaremos más adelante- y afecta, por tanto, a la concepción entera del relato. Se defiende que el tono, como decimos, es el vehículo donde debe montarse el autor para discurrir entre las ideas, los personajes y la trama, y el que permite, por tanto, ser capaz de atacar la construcción de una novela.
      Otro aspecto que se trabaja seguidamente es el concepto de ritmo, analizando cuáles son las más típicas características para acelerar y desacelerar el ritmo. Solicitaré ejercicios en este sentido.
     Por otra parte, y siguiendo en este juego de aprendizajes en paralelo, se trabaja durante los cuatro primeros textos la construcción de relatos sin diálogo y a partir del quinto, y por mor de la aparición, obviamente, del narrador externo, la construcción de relatos con diálogo.
       Igualmente, en algunos textos se trabaja el contenido fantástico (las propuestas de escritura exigen que lo incorporen) y el resto de los relatos queda a la libre decisión aun cuando a partir de la quinta propuesta es absolutamente imprescindible que sean realistas.
       En fin, un curso donde se intentarán tocar todos los elementos esenciales en la construcción de una obra. Elementos que se van introduciendo poco a poco para que los que quieran seguir este curso puedan ir asimilándolos de manera que los tengan todos presentes cuando escriban sus últimos relatos del curso. Son muchos elementos técnicos que deben ir recordándose y poniendo en práctica a la vez: acordarse de mantener el tono; utilizar los cambios de ritmos cuando sea de utilidad; recordar desde qué punto de vista se está narrando la historia y desde qué momento histórico (si lo hubiere) se está contando; hay que acordarse de distribuir pequeñas claves a lo largo del texto que sean familiares para los lectores; hay que justificar todo lo que aparece; hay que mantener los planos diferenciados (en su caso) entre lo que cuenta el narrador y lo que cuenta el personaje. Y muchas cosas más que debemos ir aportando al texto según lo vamos construyendo, es lo que ya hemos llamado “ingeniería de la construcción de la historia”.

Consejos previos
Cuando escribas estos relatos no los tomes como la obra más importante de tu vida de manera que te quedes bloqueado, trabájalos como textos de formación. Sin embargo, escribe pensando, imaginando, que se van a publicar y que los va a leer mucha gente: esto te dará mayor autoexigencia. Pero no entres en el perfeccionismo. El arte está reñido con el perfeccionismo: un perfeccionista cree que su obra nunca está terminada, pero nunca.
      No consideres que del resultado de estos primeros relatos dependen tus posibilidades como escritor. Es una actividad similar al deporte: si practicas durante los próximos diez años de manera más o menos continuada es indudable que escribirás mejor.

Hay escritores de mapa y escritores de brújula. Los primeros planifican todo antes de empezar, yo te propongo que seas un escritor de brújula, que sepas hacia donde quieres ir pero te entregues al poder del descubrimiento.

1º La cura, de John Cheever.

LA CURA

De John Cheever

Ocurrió en el verano. Recuerdo que hacía mucho calor tanto en Nueva York como en el barrio residencial donde vivimos, a las afueras. Mi mujer y yo habíamos discutido, y Rachel cogió a los niños y se marchó, con la camioneta. Tom no apareció —o por lo menos no advertí su presencia— hasta unas dos semanas después de la escisión familiar, pero la partida de Rachel y la llegada de Tom parecían estar relacionadas. La marcha de Rachel pretendía ser definitiva. Me había abandonado en dos ocasiones anteriores (la segunda nos divorciamos para luego volver a casarnos), y cada una de las veces acepté la separación con un sentimiento que no tenía mucho que ver con la felicidad, pero sí con aquella resurrección de la propia dignidad, del valor, que al parecer es la recompensa de aceptar una verdad dolorosa. Era verano, como ya he dicho, y en cierto modo me alegré de que ella hubiera elegido esa época para nuestra riña. De este modo nos ahorraba la inmediata necesidad de legalizar nuestra nueva situación.
         Intervalos aparte, llevábamos trece años viviendo juntos: teníamos tres hijos e intereses económicos comunes. Intuí que ella se alegraba igual que yo de que las cosas siguieran su curso hasta septiembre u octubre.
Me complacía que la desavenencia hubiese ocurrido en verano, porque en esa época del año mi trabajo es más agotador que de costumbre y por lo general estoy demasiado cansado por la noche para pensar en otras cosas, y asimismo porque he advertido que el verano es la estación en que más fácil me resulta vivir solo. También supuse que Rachel querría quedarse con la casa una vez resueltos nuestros asuntos, y a mí me gusta la vivienda y pensé que aquellos días eran los últimos que pasaba en ella. Hubo unos cuantos síntomas secundarios de trastornos domésticos. En primer lugar, el perro y luego el gato se escaparon. Además, llegué a casa una noche y encontré a Maureen, la sirvienta, completamente borracha. Me dijo que su marido, que estaba en el ejército de ocupación en Alemania, se había enamorado de otra mujer. Lloró. Cayó de rodillas. La escena —nosotros dos, a solas en una casa anormalmente vacía de mujeres y niños, en una noche de verano— fue grotesca, con aquel carácter grotesco que —lo sé— puede anular la más firme de las resoluciones. Le preparé café, le pagué el salario de dos semanas y la llevé en coche a su casa; al despedirnos parecía sosegada y sobria, y pensé que era posible olvidar lo grotesco del caso. Después de todo eso, planeé un horario sencillo que confié en cumplir hasta el otoño.
Me dije que uno puede curarse de un matrimonio romántico, carnal y desastroso, y que, como cualquier clase de adicto después de las agonías de una cura, uno tiene que medir con exquisito cuidado cada paso. Decidí no contestar al teléfono, porque sabía que Rachel podía arrepentirse, y para entonces yo tampoco ignoraba la cantidad y la naturaleza de las cosas capaces de reconciliarnos. Si llovía cinco días seguidos, si uno de los niños padecía fiebre pasajera, si mi mujer recibía una carta con malas noticias, cualquier cosa de ese tipo podría bastar para que me telefonease, y yo no quería verme tentado a reanudar una relación que había sido tan desventurada. Los primeros meses serían como una cura, pensé, y organicé mi tiempo conforme a esa idea. Por la mañana cogía el tren de las ocho y diez a la ciudad y volvía en el de las seis y media. Yo tenía experiencia suficiente como para evitar la casa vacía en el crepúsculo estival, así que cogía el coche en el aparcamiento de la estación y me iba directamente a un buen restaurante llamado Orpheo's. Por lo general, siempre encontraba allí a alguien con quien hablar; bebía un par de martinis y me tomaba un filete. Luego me iba al autocine Stonybrook y veía un programa doble. Todo ello —los martinis, el filete y las películas— pretendía provocarme una especie de anestesia, y daba resultado. No quería ver a nadie aparte de a la gente de mi oficina.
Pero no duermo bien en una cama vacía, y pronto tuve que afrontar el problema del insomnio. Al volver del cine a casa, conseguía dormir, pero sólo un par de horas. Traté de sacar el máximo partido del insomnio. Si llovía, escuchaba la lluvia y los truenos. Si no llovía, escuchaba el ruido lejano de los camiones en la autopista, un rumor que me recordaba la época de la Depresión, cuando me pasé algún tiempo en la carretera. Los camiones bajaban rugiendo por la autopista –cargados de pollos, muebles, latas de conserva o jabón en polvo–. Aquel ruido significaba la oscuridad para mí, la oscuridad y los faros; y la juventud, supongo, puesto que al parecer se trataba de un sonido agradable. A veces, el ruido de la lluvia, el bullicio del tráfico o algo similar conseguían distraerme y me dormía de nuevo, pero una noche no resultó, y a las tres de la mañana decidí bajar al cuarto de estar y ponerme a leer.
Encendí la luz y busqué entre los libros de Rachel. Escogí uno de un autor llamado Lin Yutang, y me senté en un sofá a la luz de una lámpara. Nuestro cuarto de estar era confortable. El libro parecía interesante. Me hallaba en un vecindario donde casi ninguna puerta delantera estaba cerrada, y en una calle muy tranquila una noche de verano. Todos los animales de la zona son domésticos, y los únicos pájaros nocturnos que he llegado a oír son unos búhos junto a las vías del tren. Todo estaba muy tranquilo. Oí el breve ladrido del perro de los Barstow, como si lo hubiera despertado una pesadilla, y luego cesó el ruido. Todo volvió a quedar en calma. Entonces oí, muy cerca de mí, unos pasos y una tos.
Sentí que mis músculos se tensaban —quién no conoce esa sensación—, pero no levanté la vista del libro, pese a notar que me estaban observando. Tal vez existen la intuición y otras cosas por el estilo, pero soy más dichoso no teniéndolas en cuenta y, sin embargo, sin alzar la mirada del libro, no sólo supe que me estaban observando, sino que lo hacían desde el ventanal, al fondo de la sala, y que mi espía era alguien cuyo propósito consistía en observarme y violar mi intimidad. Allí sentado, bajo la luz de una brillante lámpara y rodeado por la oscuridad, me sentí indefenso. Pasé una página y fingí seguir leyendo. Entonces me distrajo un miedo mucho peor que el miedo al imbécil que estaba apostado al otro lado del ventanal. Tuve miedo de que la tos, los pasos y la sensación de ser observado procediesen de mi imaginación. Alcé los ojos.
Lo vi con toda claridad, y creo que él también me vio; reía burlonamente. Apagué la luz, pero fuera estaba demasiado oscuro y mis ojos se hallaban tan acostumbrados a la brillante luz de la lectura que no logré discernir ninguna forma al otro lado del cristal. Corrí al vestíbulo y encendí varias lámparas exteriores de la puerta delantera (no daban una luz muy intensa, pero me bastaba para ver a alguien que cruzase el césped); cuando volví al ventanal, el jardín estaba desierto y advertí que no había nadie donde él había estado. Podía haberse escondido en muchísimos sitios. La gran mata de lilas al borde del sendero podría haber ocultado a un hombre, y también las lilas y el arce de hojas cortadas. No iba a coger la vieja espada de samurai y perseguirlo. No yo, desde luego. Apagué las luces de fuera y permanecí en la oscuridad preguntándome quién podría ser el hombre.
Nunca he tenido nada que ver con gente que merodea por ahí por las noches, pero sé que la hay, y pensé que probablemente era un viejo chiflado de la fila de chabolas que hay junto a las vías, y quizá a causa de mi resolución, mi necesidad, de poner a todo buena cara —o por lo menos de tomármelo con calma—, incluso logré sentir piedad por aquel anciano que, en un arranque senil, se veía impulsado a salir de su casa y a vagar de noche por un vecindario desconocido, a merced de perros y de policías, sin más recompensa que la de ver a un hombre leyendo a Lin Yutang o a una mujer que administra pastillas a un niño enfermo o a alguien que saca de la nevera chile con carne. Mientras subía la oscura escalera oí truenos, y un segundo después una tromba de lluvia de verano inundó el condado, y pensé con lástima en aquel hombre que merodeaba, y en su caminata de regreso a casa bajo la tormenta.
Eran ya más de las cuatro, y me tendí a oscuras escuchando la lluvia y el tránsito de los trenes matutinos. Llegaban de Buffalo, Chicago y el Lejano Oeste, cruzaban Albany y bajaban a lo largo del río por la mañana temprano; en una u otra ocasión, yo había viajado en la mayoría de ellos, y tumbado en la oscuridad pensé en el aire glacial de los coches Pullman, en el olor de la ropa de dormir, en el sabor del agua del vagón restaurante y en lo que se siente al finalizar un día en Cleveland o Chicago y comenzar el siguiente en Nueva York, especialmente si se ha vivido fuera un par de años y en verano. Rodeado por la penumbra, imaginé los vagones oscuros en la lluvia, las mesas puestas para el desayuno y los olores.
Al día siguiente tenía mucho sueño, pero cumplí con mi trabajo y dormité en el tren de vuelta a casa. Podría haberme acostado en seguida, pero no quise correr riesgos y preferí seguir la rutina de ir a Orpheo's y después al autocine. Vi dos películas malísimas. Me dejaron aturdido y me dormí nada más acostarme, pero me despertó el teléfono. Eran las dos de la mañana. Me quedé en la cama hasta que cesó el sonido. Sabía que estaba completamente desvelado y que ningún ruido nocturno —el viento, el tráfico— me induciría al sueño, y bajé al cuarto de estar. No esperaba que volviese el mirón, pero mi lámpara de lectura era llamativa en el oscuro vecindario, y opté por encender las luces de la entrada y me senté de nuevo con el libro de Lin Yutang. Al oír el ladrido del perro de los Barstow, dejé a un lado el libro y miré al ventanal para asegurarme de que mi espía no había venido o de que, si venía, yo lo viese antes que él a mí.
No vi nada, nada en absoluto, pero al cabo de unos minutos experimenté aquel terrible endurecimiento de los músculos, aquella certeza de que me estaban observando. Volví a coger el libro, no con intención de leer, sino de demostrarle que su presencia me era indiferente. Hay muchas otras ventanas en el cuarto, por supuesto, y por un instante me pregunté cuál habría escogido esa noche como observatorio. Entonces lo supe, y el hecho de que estuviese detrás, de que estuviese a mi espalda, me asustó y me exasperó, y me levanté de un brinco sin apagar la luz y vi su cara en la estrecha ventana por encima del piano.
—¡Váyase al infierno! —aullé—. ¡Se ha ido! ¡Rachel se ha marchado! ¡No hay
nada que ver! ¡Déjeme en paz! —Corrí a la ventana, pero se había ido. Y como había gritado a voz en cuello en una casa vacía, pensé que quizá me estaba volviendo loco. Pensé, una vez más, que acaso la cara de la ventana era fruto de mi imaginación, y cogí la linterna y salí al jardín.
Hay un macizo de flores bajo la ventana estrecha. Lo enfoqué con la linterna y vi que había estado allí. Había huellas en la tierra y algunas flores estaban pisoteadas. Seguí las huellas hasta el borde del césped y allí encontré una zapatilla de charol masculina. Estaba un poco resquebrajada y vieja, y pensé que podría ser de un anciano, pero sabía que no era propiedad de ningún sirviente. Supuse que el mirón era uno de mis vecinos. Arrojé la zapatilla por encima del seto hacia el montículo de estiércol del jardín de los Barstow, entré de nuevo en casa, apagué las luces y subí a mi dormitorio.
Al día siguiente pensé una o dos veces en llamar a la policía, pero no acabé de decidirme. Volví a pensar en ello por la noche, mientras esperaba mi bistec en Orpheo's. Me daba cuenta de que la situación, superficialmente analizada, era ridícula, pero el temor de ver de nuevo la cara en la ventana era real y acumulativo, y no veía razón alguna para soportarlo, sobre todo en una época en que me esforzaba en rehacer mi vida. Estaba oscureciendo. Fui a una cabina y telefoneé a la policía. Contestó Stanley Madison, que a veces dirige el tráfico desde la comisaría. Dijo: «Oh», cuando le expliqué que deseaba dar parte de un merodeador. Me preguntó si Rachel estaba en casa. Luego comentó que desde 1916, fecha en que se había hecho cargo de su puesto, no se había formulado en el pueblo ninguna denuncia de ese tipo. Me lo dijo con el comprensible orgullo que todos sentimos por nuestro barrio. Yo ya había previsto que me pondría en una situación de desventaja, pero Stanley me habló como si yo estuviese intentando vulnerar deliberadamente los bienes inmuebles. Prosiguió diciendo que un cuerpo de policía compuesto de cinco hombres era insuficiente, que trabajaban mucho y cobraban poco, que si yo quería que un agente vigilase mi casa, debería colaborar con las fuerzas policiales en el próximo mitin de la Asociación Pro Mejora Cívica. Trató de no parecer poco amable, y acabó la conversación preguntándome por Rachel y los niños. Cuando salí de la cabina telefónica, pensé que había cometido un error.
Esa noche estalló una tormenta justo en mitad de la película, y llovió hasta el amanecer. Supongo que el mal tiempo retuvo a Tom en casa, porque no lo vi ni lo oí. Pero volvió a la noche siguiente. Lo sentí llegar a eso de las tres y marcharse aproximadamente una hora más tarde, pero no levanté la vista del libro. Razoné que probablemente era un pesado inofensivo, y que, si por lo menos pudiera yo saber quién era él, conocer su nombre, el fulano perdería su capacidad de irritarme y yo reanudaría en paz mi programa de cura. Subí a la alcoba sin poder quitarme de la cabeza la cuestión de su identidad. Estaba bastante seguro de que era alguien del barrio. Me pregunté si alguno de mis amigos o vecinos habría invitado a pasar el verano a algún pariente chiflado. Repasé los nombres de todos mis conocidos, tratando de asociarlos con algún tío o abuelo excéntrico. Pensé que todo iría bien si conseguía desalojar al intruso nocturno, sacarlo de la oscuridad.
Por la mañana, cuando bajé a la estación, caminé entre la multitud del andén en busca de algún desconocido que pudiera ser el culpable. Aunque únicamente había entrevisto su cara, creí que le reconocería. Entonces lo vi. Así de simple. Aguardaba en el andén el tren de las ocho y diez con todos nosotros, pero no era ningún desconocido.
Era Herbert Marston, que vive en la gran casa amarilla de Blenhollow Road. Si me hubiera quedado alguna duda, habría sido resuelta por la forma en que me miró cuando se dio cuenta de que lo reconocía. Pareció asustado y culpable. Me dirigí hacia él por el andén. «No me importa que me espíe de noche por la ventana, señor Marston —iba a decirle, con una voz lo suficientemente alta como para incomodarlo—, pero me gustaría que no pisoteara las flores de mi mujer.» Entonces me detuve, porque vi que no estaba solo. Estaba con su mujer y su hija. Pasé por detrás de ellos y me quedé parado en la esquina de la sala de espera, mirando a la familia.
No hubo nada irregular en la expresión de Marston ni en su comportamiento en cuanto vio que iba a dejarlo tranquilo. Es un hombre de cabellos grises, un poco más alto de lo normal, cuya cara huesuda debía de ser atractiva cuando era más joven. Mi creencia en que la parálisis, los tics y otras flaquezas delatan un corazón tortuoso se vio defraudada. Sentí que perdía esa convicción aquella mañana al escudriñar su rostro en busca de algún indicio. Su aspecto era solvente, reposado y moral, mucho más que el de Chucky Ewing, que buscaba trabajo, o el de Larry Spencer, cuyo hijo tenía polio, o que el de cualquiera entre la docena de hombres que esperaban el tren. Luego miré a su hija Lydia. Lydia es una de las chicas más bonitas de la vecindad. Había viajado en el tren un par de veces con ella y sabía que estaba trabajando voluntariamente de secretaria para la Cruz Roja. Esa mañana llevaba un vestido azul y los brazos desnudos, y tenía un aspecto tan fresco, dulce y hermoso que por nada del mundo la hubiera molestado ni herido sus sentimientos. Después miré a la señora Marston, y si el indicio que yo había buscado se hallaba en alguna parte, era precisamente en su cara, aunque no entiendo por qué habría de afligirse ella por los caprichos de su marido. Hacía mucho calor, pero vestía un traje sastre castaño y una raída estola de piel. Una sonrisa impermeable iluminaba su cara cetrina y vulgar incluso mientras aguardaba el tren de la mañana. Mucho tiempo atrás, aquella cara debía de haber dado la impresión de estar hecha para una pasión violenta y hasta malévola. Pero años de rezos y abstinencia —pensé— habían erradicado aquella inclinación a la violencia, dejando únicamente a la señora Marston unas feas arrugas en los ojos y la boca y recompensándola con un aire de fétida e inflexible dulzura. Me dije que seguramente rezaba por su marido mientras él vagabundeaba en albornoz por los patios traseros de las casas. Yo había querido averiguar quién era Tom, y ahora que lo sabía no me sentía en absoluto mejor. Todos juntos, el hombre de cabellos grisáceos, la hermosa muchacha y la mujer, me hacían sentirme peor que antes.
Esa noche decidí quedarme en la ciudad e ir a una fiesta. Se celebró en un apartamento de uno de esos hoteles gigantescos: muy, muy, muy arriba. En cuanto llegué, salí a la terraza y busqué a alguien a quien invitar a cenar. Quería a una chica bonita con zapatos nuevos, pero al parecer todas las chicas bonitas se habían quedado en la costa. Había una mujer de pelo gris y otra con un sombrero blando, y también estaba Grace Harris, la actriz a la que había visto un par de veces. Grace es una belleza, aunque algo desteñida ya, y nunca hemos tenido gran cosa que decirnos, pero esa noche me dedicó una sonrisa muy cordial. Sonrisa cordial, sí, pero muy triste, y lo primero que pensé fue que debía de haberse enterado de que Rachel me había abandonado. Le devolví la sonrisa y fui al bar, allí encontré a Harry Purcell. Tomamos unas copas juntos y conversamos. Miré alrededor en un par de ocasiones, las dos veces vi a Grace Harris observándome con aquella triste, triste mirada. Me pregunté el motivo, y luego pensé que probablemente me había confundido con otra persona. Sé que muchas de esas beldades sin edad, de ojos violetas, son medio cegatas, y pensé que quizá no veía nada al otro lado de la sala. Se hizo tarde, pero yo no tenía nada especial que hacer, así que seguí bebiendo. Harry fue al lavabo y me quedé solo en la barra unos minutos. A Grace Harris, que estaba con otra gente en el otro extremo de la habitación, le faltó tiempo para acercárseme. Vino derecha y descansó en mi brazo su mano nívea.
—Pobre muchacho —murmuró—, pobre muchacho. No soy un muchacho, y no soy pobre, y sentí unas ganas endiabladas de que se largara con viento fresco. Grace tiene una cara inteligente, pero aquella noche pensé que encarnaba toda la fuerza de una gran tristeza y una gran perversidad—. Veo una soga en torno a tu cuello —dijo tristemente.
Luego quitó la mano de la manga de mi chaqueta y salió de la sala, y supongo que se marchó a su casa, porque no volví a verla. Harry regresó y no le conté lo ocurrido, y yo mismo traté de no pensar mucho en ello. Me quedé en la fiesta demasiado tiempo y cogí un tren tardío a casa.
Recuerdo que me di un baño, me puse el pijama y me acosté. Nada más cerrar los ojos vi la soga. La cuerda tenía un lazo de verdugo en el extremo, pero yo había sabido desde el principio lo que había querido decir Grace: había tenido la premonición de que yo me ahorcaría. La soga parecía llegar lentamente a mi conciencia. Abrí los ojos y pensé en el trabajo que tenía que hacer la mañana siguiente, pero cuando los volví a cerrar hubo un momentáneo vacío en el que la soga cayó como arrojada desde una viga y se balanceó en el aire. Abrí los ojos y pensé un poco más en la oficina, pero al cerrarlos de nuevo vi la soga, que seguía columpiándose. Cada vez que cerraba los ojos y trataba de dormir, sentía como si el sueño hubiese cobrado la forma angustiosa de la ceguera. Y una vez desvanecido el mundo visible, nada podía impedir que la soga ocupara la oscuridad. Me levanté, bajé y abrí el libro de Lin Yutang. Pocos minutos después, oí a Marston en el jardín. Pensé que por fin sabía lo que él esperaba ver. Eso me asustó. Apagué la luz, me incorporé. Estaba oscuro al otro lado de la ventana y no pude verlo. Me pregunté si habría alguna cuerda en casa. Entonces recordé la amarra del bote de goma de mi hijo. Estaba en el sótano. Bajé a buscarla. El bote descansaba sobre unos caballetes y dentro de él había una larga amarra, lo bastante larga como para que un hombre pudiera ahorcarse con ella. Subí a la cocina, cogí un cuchillo y corté en pedazos la amarra. Luego reuní varios periódicos, los metí en el homo, abrí el tiro y quemé la cuerda. Después subí a mi dormitorio y me acosté. Me sentí a salvo.
No sé cuánto hacía que no había gozado de un buen reposo nocturno. Pero me noté raro por la mañana, y aunque pude ver por la ventana que hacía un hermoso día, eso no me levantó el ánimo. El cielo, la luz y el resto de las cosas me parecieron tenues y remotos, como vistos desde una gran distancia. La idea de volver a encontrarme con la familia Marston me revolvió el estómago, de modo que perdí adrede el tren de las ocho y diez y cogí otro posterior. La imagen de la soga persistía en el fondo de mi mente, y durante el trayecto la vi una o dos veces. Logré soportar la mañana, pero al salir de la oficina al mediodía le dije a mi secretaria que no volvería por la tarde. Tenía una cita para almorzar con Nathan Shea, en el University Club; llegué temprano y tomé un martini en el bar. A mi lado, un señor de edad refería a su amigo la regularidad de sus costumbres, y sentí unas inmensas ganas de darle en la cabeza con un bol de palomitas de maíz, pero me bebí mi aperitivo y clavé los ojos en el reloj de pulsera del camarero, colgado en torno al largo cuello de la botella de crema de menta blanca. Cuando llegó Shea, tomé dos copas más con él. Anestesiado por la ginebra, conseguí engullir el almuerzo.
Nos despedimos en Park Avenue. Allí me abandonó el efecto del alcohol y vi de nuevo la soga. Eran como las dos de una tarde soleada, pero sombría para mí. Fui al Corn Exchange Bank y cobré un cheque de quinientos dólares. Entré después en los almacenes Brooks Brothers y compré corbatas y una caja de puros, y subí a echar un vistazo a los trajes. Había pocos clientes en el establecimiento, y entre ellos reparé en aquella muchacha o mujer joven que parecía estar sola. Supuse que estaría haciendo compras para su marido. Era rubia, y su piel blanca era de ese tipo que parece papel fino. Hacía mucho calor, pero ella daba la impresión de no notarlo, como si en el viaje en tren desde Rye o Greenwich hubiera sido capaz de conservar la frescura de su baño. Tenía hermosos brazos y piernas, pero la expresión de su cara era sensata, pacífica, incluso muy de ama de casa, y aquel aire cuerdo parecía acentuar la belleza de sus brazos y piernas. Se dirigió al ascensor y apretó el botón. Me acerqué y me puse a su lado. Bajamos juntos y salí tras ella a Madison Avenue. La acera rebosaba de gente, y caminé a su lado. Me miró una vez y supo que yo la seguía, y yo supe que no era una mujer de esas que en seguida te piden que las ayudes. Aguardó en la esquina a que la luz del semáforo cambiara. Esperé a su lado. Fue cuanto pude hacer para evitar decirle muy, muy suavemente: «Señora, ¿me permite que le coja un tobillo? Es todo lo que le pido, señora. Me salvará usted la vida. Le pagaré el favor.» No volvió a girar la cabeza, pero vi que estaba asustada. Cruzó la calle y caminé junto a ella, y una voz dentro de mi cabeza repetía sin cesar: «Por favor, déjeme poner la mano en torno a su tobillo. Me salvará la vida. Sólo quiero rodearle el tobillo con la mano. Con mucho gusto se lo pagaré.» Saqué mi cartera y de ella unos billetes. Entonces oí que alguien, detrás de mí, me llamaba por mi nombre. Reconocí la voz campechana de un representante de publicidad que entra y sale de nuestra oficina. Me guardé la cartera en el bolsillo, crucé la calle y traté de perderme entre el gentío.
Llegué a Park Avenue y después a Lexington, y me metí en un cine. Un viento frío y viciado me llegó del ventilador, como el aire de los Pullmans a los que yo había oído bajar por la mañana a lo largo del río, procedentes de Chicago y el Lejano Oeste. El vestíbulo estaba vacío, y me sentí como si pisara el umbral de un palacio o una basílica. Subí por la estrecha escalera que ascendía para luego girar bruscamente, alejándose del resplandor. Los rellanos estaban sucios y las paredes desnudas. La escalera me condujo al anfiteatro, y me quedé sentado en la oscuridad, pensando que ya nada iba a salvarme, que ninguna muchacha bonita con zapatos nuevos se cruzaría a tiempo en mi camino.
Volví a casa en tren, pero me sentí demasiado fatigado para ir a Orpheo's y después al autocine. Conduje desde la estación a casa y metí el coche en el garaje. Desde allí oí que llamaban al teléfono, y aguardé en el jardín hasta que dejó de sonar. En cuanto entré al cuarto de estar, vi en la pared las sucias huellas de manos que habían dejado los niños antes de marcharse. Las huellas estaban casi a la altura del zócalo y tuve que arrodillarme para besarlas.
Me quedé sentado mucho tiempo en el cuarto. Me dormí, y al despertar era tarde; todas las demás casas estaban a oscuras. Encendí una luz. Pensé que El mirón se estaría poniendo su albornoz y las zapatillas para empezar su merodeo por jardines y patios traseros. La señora Marston estaría de rodillas, rezando. Cogí el libro de Lin Yutang y empecé a leer. Oí el ladrido del perro de los Barstow. Sonó el teléfono.
—¡Oh, cariño mío! —grité al oír la voz de Rachel—. ¡Cariño mío! ¡Cariño! Ella lloraba. Estaba en Seal Harbor. Había llovido durante una semana, y Tobey tenía cuarenta grados de fiebre—. Salgo ahora mismo —dije—. Conduciré toda la noche. Llegaré mañana. Mañana por la mañana. ¡Cariño mío!

Eso fue todo. Todo había acabado. Preparé una bolsa, desconecté la nevera y conduje toda la noche. Hemos sido felices desde entonces. Que yo sepa, Marston no ha vuelto a acechar nuestra casa en la oscuridad, aunque lo he visto a menudo en el andén de la estación y en el club de campo. Su hija Lydia va a casarse el mes que viene, y el nombre de su cetrina esposa ha salido hace poco en el cuadro de honor de una institución nacional de beneficencia, en reconocimiento de sus buenas obras. Todo el mundo está bien en el vecindario.