lunes, 13 de mayo de 2024

6ª SESIÓN. Relato: "Un día perfecto para el pez plátano", de J. D. Salinger

En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.

    No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
    Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y —ya era la cuarta o quinta llamada— levantó el auricular del teléfono.
    —Diga —dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
    —Su llamada a Nueva York, señora Glass —dijo la operadora.
    —Gracias —contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
    A través del auricular llegó una voz de mujer:
    —¿Muriel? ¿Eres tú?
    La chica alejó un poco el auricular del oído.
    —Sí, mamá. ¿Cómo estás? —dijo.
    —He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
    —Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han...
    —¿Estás bien, Muriel?
    La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
    —Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde...
    —¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada...
    —Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
    —Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
    —Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
    —¿Cuándo llegasteis?
    —No sé... el miércoles, de madrugada.
    —¿Quién condujo?
    —Él —dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
    —¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que...
    —Mamá —interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.
    —¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
    —Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el coche?
    —Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para...
    —Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para...
    —Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás..
    —Muy bien —dijo la chica.
    —¿Sigue llamándote con ese horroroso...?
    —No. Ahora tiene uno nuevo.
    —¿Cuál?
    —Mamá... ¿qué importancia tiene
    —Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
    —Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 —dijo la chica, con una risita.
    —No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
    —Mamá —interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
    —Lo tienes tú.
    —¿Estás segura? —dijo la chica.
    —Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
    —No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.
    —¡Pero está en alemán!
    —Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia —dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos...
    —Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche...
    —Un segundo, mamá —dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo.
    —Muriel, mira, escúchame.
    —Te estoy escuchando.
    —Tu padre habló con el doctor Sivetski.
    —¿Sí? —dijo la chica.
    —Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo!
    —¿Y...? —dijo la chica.
    —En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.
    —Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.
    —¿Quién? ¿Cómo se llama?
    —No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
    —Nunca lo he oído nombrar.
    —De todos modos, dicen que es muy bueno.
    —Muriel, por favor, no seas inconsciente.     Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa...
    —Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma.
    —Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la...
    —Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí —dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
    —¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está...
    —Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
    —¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
    —Me he quemado toda, mamá, toda.
    —¡Qué horror!
    —No me voy a morir.
    —Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?
    —Bueno... sí... más o menos... —dijo la chica.
    —¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
    —En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
    —Bueno, ¿qué dijo?
    —¡Oh, no mucho! Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
    —¿Por que te hizo esa pregunta?
    —No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé —dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo...
    —¿El verde?
    —Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
    —Pero ¿qué dijo él? El médico.
    —Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.
    —Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
    —No, mamá. No entré en detalles —dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
    —¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
    —En realidad, no —dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
    —En fin. ¿Y tu abrigo azul?
    —Bien. Le subí un poco las hombreras.
    —¿Cómo es la ropa este año?
    —Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
    —¿Y tu habitación?
    —Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra —dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.
    —Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
    —Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
    —Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien?
    —Sí, mamá —dijo la chica—. Por enésima vez.
    —¿Y no quieres volver a casa?
    —No, mamá.
    —Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
    —No, gracias —dijo la chica, y descruzó las piernas.
    —Mamá, esta llamada va a costar una for...
    —Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando una piensa en esas esposas alocadas que...
    —Mamá —dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
    —¿Dónde está?
    —En la playa.
    —¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
    —Mamá —dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
    —No he dicho nada de eso, Muriel.
    —Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
    —¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
    —No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
    —Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
    —Lo conoces muy bien —dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
    —¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
    —No, mamá. No, querida —dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
    —Muriel, hazme caso.
    —Sí, mamá —dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
    —Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?
    —Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
    —Muriel, quiero que me lo prometas.
    —Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá —dijo la chica—. Besos a papá —y colgó.

    ***

—Ver más vidrio (1)—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?
    —Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
    —No era más que un simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo —dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.
    —Por lo que dice, debía de ser precioso —asintió la señora Carpenter.
    —Estáte quieta, Sybil, cariño...
    —¿Viste más vidrio? —dijo Sybil.
    La señora Carpenter suspiró.
    —Muy bien —dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
    Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
    Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.
    —¿Vas a ir al agua, ver más vidrio? —dijo.
    El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
    —¡Ah!, hola, Sybil.
    —¿Vas a ir al agua?
    —Te esperaba —dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?
    —¿Qué? —dijo Sybil.
    —¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
    —Mi papá llega mañana en un avión —dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
    —No me tires arena a la cara, niña —dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.
    —¿Dónde está la señora? —dijo Sybil.
    —¿La señora? —el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
     Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
    —Pregúntame algo más, Sybil —dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.
    Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.
    —Es amarillo —dijo—. Es amarillo.
    —¿En serio? Acércate un poco más.
    Sybil dio un paso adelante.
    —Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
    —¿Vas a ir al agua? —dijo Sybil.
    —Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
    Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
    —Necesita aire —dijo.
    —Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir —retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil —dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti —Estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?
    —Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano —dijo Sybil.
    —¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.
    —Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
    —Sí que podías.
    —Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
    —¿Qué?
    —Me imaginé que eras tú.
    Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
    —Vayamos al agua—dijo.
    —Bueno —replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.
    —La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.
    —¿Que eche a quién?
    —A Sharon Lipschutz.
    —Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos. —De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil —dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.
    —¿Un qué?
    —Un pez plátano —dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.
    Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
    Los dos echaron a andar hacia el mar.
    —Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano —dijo el joven.
    Sybil negó con la cabeza.
    —¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
    —No sé —dijo Sybil.
    —Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.
    Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
    —Whirly Wood, Connecticut —dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
    —Whirly Wood, Connecticut —dijo el joven—.¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
    Sybil lo miró:
    —Ahí es donde vivo —dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
    Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
    —No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.
    Sybil soltó el pie:
    —¿Has leído El negrito Sambo? —dijo.
    —Es gracioso que me preguntes eso —dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche. —Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?
    —¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?
    —Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
    —No eran más que seis —dijo Sybil.
    —¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?
    —¿Te gusta la cera? —preguntó Sybil.
    —¿Si me gusta qué?
    —La cera.
    —Mucho. ¿A ti no?
    Sybil asintió con la cabeza:
    —¿Te gustan las aceitunas? —preguntó.
    —¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
    —¿Te gusta Sharon Lipschutz? —preguntó Sybil.
    —Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
     Sybil no dijo nada.
    —Me gusta masticar velas —dijo ella por último.
    —Ah, ¿y a quién no? —dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está! —Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
    Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
    —¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso? —preguntó él.
    —No me sueltes —dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
    —Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo —dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.
    —No veo ninguno —dijo Sybil.
    —Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
   Siguió empujando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
    —Llevan una vida triste —dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
    Ella negó con la cabeza.
    —Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos. —Empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
    —No vayamos tan lejos —dijo Sybil—. ¿Y qué pasa después con ellos?
    —¿Qué pasa con quiénes?
    —Con los peces plátano.
    —Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?
    —Sí —dijo Sybil.
    —Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
    —¿Por qué? —preguntó Sybil.
    —Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
    —Ahí viene una ola —dijo Sybil nerviosa.
    —No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia —dijo el joven—, como dos engreídos.
   Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
    Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
    —Acabo de ver uno.
    —¿Un qué, amor mío?
    —Un pez plátano.
    —¡No, por Dios! —dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?
    —Sí —dijo Sybil—. Seis.
    De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
    —¡Eh! —dijo la propietaria del pie, volviéndose.
    —¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
    —¡No!
    —Lo siento —dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.
    —Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
    El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.

En el primer nivel de la planta baja del hotel —que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
    —Veo que me está mirando los pies —dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
    —¿Cómo dice? —dijo la mujer.
    —Dije que veo que me está mirando los pies.
    —Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
    —Si quiere mirarme los pies, dígalo —dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
    —Déjeme salir, por favor —dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
    Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
    —Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos —dijo el joven—. Quinto piso, por favor.
    Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
    Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas. Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.


6º trabajo a realizar

Debe cumplir los siguientes requisitos:
1. Narrador externo deficiente
2. Estructura en dos escenas separadas
3. Uso de diálogo

¿Y qué acumulamos de las sesiones anteriores?:
-Puedes usar los verbos en presente.
-Puedes usar las elipsis para que la acción vaya más rápida.
-Debes usar elementos que se vayan repitiendo a lo largo del relato.
-Las acotaciones pueden no ser con verbos dicendi.
-Puedes dejar el final abierto.
-Puedes hacer un último párrafo de mirada de la escena.

martes, 7 de mayo de 2024

5ª SESIÓN. Introducción

En esta sesión del Curso daremos un paso importante hacia la comprensión de las nuevas técnicas literarias muy vinculadas con la percepción cinematográfica.
Os propongo la lectura de un relato de Raymond Carver, uno de los padres de este estilo, y luego un comentario escrito por Daniel Múgica sobre la obra de este escritor, en el que se dan las claves de su literatura. Claves que deberéis desguir para vuestro próximo trabajo.
Empecemos por la lectura:

5ª LECTURA: "Vecinos", de Raymond Carver


VECINOS

Por Raymond Carver


Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero en su círculo de amistades, habían sido relegados —y sólo ellos— un tanto, y tal situación había hecho que Bill se ocupara de sus obligaciones de contable y que Arlene se dedicara a sus tareas de secretaria. Charlaban de eso a veces, sobre todo comparando sus vidas con las de sus vecinos Harriet y Jim Stone. Los Stone tenían una vida más completa y brillante que los Miller. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el trabajo de Jim.
    Los Stone vivían en un apartamento enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían del apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas.
Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por los codos y se besaron ligeramente en los labios.
    —¡Divertíos! —dijo Bill a Harriet.
    —Desde luego —respondió Harriet—. Divertíos también.
Arlene asintió con la cabeza.
Jim le guiñó un ojo.
    —Adiós, Arlene. ¡Cuida del muchacho este!
    —Así lo haré —respondió Arlene.
    —¡Divertíos! —dijo Bill.
   —Por supuesto —dijo Jim, sujetando ligeramente a Bill del brazo—. Y gracias de nuevo.
   Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les dijeron adiós con la mano también.
    —Me gustaría que fuéramos nosotros quienes saliéramos de viaje —dijo Bill.
   —Dios sabe lo bien que nos vendrían unas vacaciones —dijo Arlene. Le cogió del brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las escaleras a su apartamento.
Después de cenar Arlene dijo:
   —No te olvides. Hay que darle a Kitty la de sabor a hígado la primera noche.
Estaba de pie en la entrada a la cocina, doblando el mantel hecho a mano que Harriet le había comprado el año anterior en su viaje a Santa Fe.


Bill respiró profundamente al entrar en el apartamento de los Stone. El aire ya estaba denso y era vagamente dulce. El reloj en forma de sol sobre la televisión indicaba las ocho y media. Dos años atrás, Harriet había vuelto a casa con el reloj meciendo la caja de latón en sus brazos y hablándole a través del papel del envoltorio, como si se tratase de un bebé, para mostrárselo a Arlene.
    Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después rodó en su costado, pero saltó rápidamente al moverse Bill a la cocina y seleccionar del reluciente escurridero una de las latas colocadas. Dejando a la gata que escogiera su comida, se dirigió al baño. Se miró en el espejo y a continuación cerró los ojos y volvió a mirarse. Abrió el armarito de las medicinas. Encontró un frasco con pastillas y leyó la etiqueta: “Harriet Stone. Una al día según prescripción”, y se la metió en el bolsillo. Regresó a la cocina, sacó una jarra de agua y volvió al salón. Terminó de regar, puso la jarra en la alfombra y abrió el aparador donde guardaban el licor. Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el aparador.
Kitty estaba en el sofá durmiendo. Apagó las luces y cerró la puerta despacio, asegurándose de que quedaba cerrada. Tenía la sensación de que se había dejado algo.
    —¿Por qué has tardado tanto? —dijo Arlene. Estaba sentada sobre las piernas, viendo la televisión.
    —Por nada. Jugaba con Kitty —dijo él, y se acercó a donde estaba ella y le tocó los pechos.
   —Vámonos a la cama, cariño —dijo él.


Al día siguiente, Bill se tomó solamente diez minutos de los veinte permitidos en su descanso de por la tarde y salió a las cinco menos cuarto. Dejó el coche en el estacionamiento en el mismo momento en que Arlene bajaba del autobús. Esperó hasta que ella entró en el edificio, entonces subió las escaleras para alcanzarla al salir del ascensor.
     —¡Bill! Dios mío, me has asustado. Llegas temprano —dijo ella.
    Se encogió de hombros.
    —No había nada que hacer en el trabajo —dijo. Ella le dejó que usará su llave para abrir la puerta. Él miró a la puerta al otro lado del vestíbulo antes de seguirla dentro—. Vámonos a la cama —dijo él.
    —¿Ahora? —rió ella—. ¿Qué mosca te ha picado?
    —Ninguna. Quítate el vestido.
    La agarró toscamente, y ella le dijo:
    —¡Dios mío!, Bill
    Él se quitó el cinturón.
   Más tarde pidieron comida china por teléfono, y cuando llegó la comieron con apetito, sin hablarse, y escuchando discos.
    —No nos olvidemos de dar de comer a Kitty —dijo ella.
    —Precisamente estaba pensando en eso —dijo él—. Iré ahora mismo.
   Escogió una lata de sabor de pescado, después llenó la jarra y fue a regar. Cuando regresó a la cocina, la gata estaba arañando su caja. Le miró fijamente antes de volver a su caja-dormitorio. Abrió todos los armarios y examinó las comidas enlatadas, los cereales, los comestibles empaquetados, los vasos de vino y de cocktail, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el frigorífico. Olió unos tallos de apio, dio un par de mordiscos al queso, y masticó una manzana de camino al dormitorio. La cama parecía enorme, con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de una mesilla de noche, encontró un paquete medio vacío de cigarrillos y se los metió en el bolsillo. A continuación se acercó al armario y estaba abriéndolo cuando llamaron a la puerta. Se paró en el baño y tiró de la cadena al ir a abrir la puerta.
    —¿Por qué has tardado tanto? —dijo Arlene—. Llevas aquí más de una hora.
    —¿De verdad? —respondió él.
    —Sí, de verdad —dijo ella.
   —Tuve que ir al baño —dijo él.
   —Tienes tu propio baño —dijo ella.
   —No me pude aguantar —dijo él.
   Aquella noche volvieron a hacer el amor.


Le había pedido a Arlene que le despertara por la mañana. Era sábado. Se dio una ducha, se vistió, y preparó un desayuno ligero. Trató de empezar a leer un libro. Salió a dar un paseo y se sintió mejor. Pero después de un rato, con las manos todavía en los bolsillos, regresó al apartamento. Se paró delante de la puerta de los Stone por si podía oír a la gata moviéndose. A continuación abrió su propia puerta y fue a la cocina a por la llave.
    El apartamento de los Stone le pareció más fresco que el suyo, y más oscuro también. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura ambiente. Miró por la ventana, y después se movió lentamente por cada una de las habitaciones considerando todo lo que iba viendo, cuidadosamente, objeto tras objeto. Vio ceniceros, artículos de mobiliario, utensilios de cocina, el reloj. Lo miró todo. Finalmente entró en el dormitorio, y la gata apareció a sus pies. La acarició una vez, la llevó al baño, y cuando la gata entró cerró la puerta.
    Se tumbó en la cama y se quedó allí mirando al techo. Siguió un rato tumbado con los ojos cerrados, y después movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de recordar qué día era. Trató de recordar cuándo regresarían los Stone, y a continuación se preguntó si regresarían algún día. No podía acordarse de sus caras ni de cómo hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo se dio la vuelta en la cama para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.
    Se levantó. Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró hasta encontrar unos pantalones cortos, perfectamente planchados y colgados sobre un par de pantalones de tela marrón. Se quitó la ropa y se puso los pantalones cortos y la camisa. Se miró en el espejo de nuevo. Fue a la sala y se sirvió una bebida y comenzó a beberla de vuelta al dormitorio. Se puso una camisa azul, un traje oscuro, una corbata blanca y azul, zapatos negros de cordones. El vaso estaba vacío y fue a servirse otra bebida.
    En el dormitorio de nuevo, se sentó en una silla, cruzó las piernas, y sonrió observándose a sí mismo en el espejo. El teléfono sonó dos veces y se volvió a quedar en silencio. Terminó la bebida y se quitó el traje. Rebuscó en el cajón superior hasta que encontró un par de medias y un sostén. Se puso las medias y el sostén, después buscó por el armario para encontrar un conjunto. Se puso una falda blanca y negra a cuadros e intentó subirse la cremallera. Se puso una blusa de color vino tinto que se abotonaba por delante. Consideró los zapatos de Harriet, pero comprendió que no le entrarían. Se quedó un buen rato mirando por la ventana del salón detrás de la cortina. A continuación volvió al dormitorio y puso todo en su sitio.


No tenía hambre. Tampoco ella comió mucho. Se miraron tímidamente y sonrieron. Ella se levantó de la mesa y comprobó que la llave estaba en la estantería y a continuación recogió los platos apresuradamente. Él se puso de pie en el pasillo de la cocina y fumó un cigarrillo y la miró mientras cogía la llave.
    —Ponte cómodo mientras voy a su casa —dijo ella—. Lee el periódico o haz algo. —Apretó los dedos contra la llave. Le dijo a Bill que parecía algo cansado.
Él trató de concentrarse en las noticias. Leyó el periódico y encendió la televisión. Finalmente, salió de casa y fue al otro lado del vestíbulo. La puerta estaba cerrada.
    —Soy yo. ¿Estás todavía ahí, cariño? —llamó él.
    Después de unos minutos se oyó abrir la cerradura y Arlene salió y cerró la puerta.
    —¿Estuve mucho tiempo aquí? —dijo ella.
    —Sí, has tardado —dijo él.
  —¿En serio? —dijo ella—. Habré estado jugando con Kitty. La observó. Ella desvió la mirada, su mano estaba apoyada en el pomo de la puerta—. Es extraño —continuó ella—. ¿Sabes?, entrar así en la casa de alguien.
Él asintió con la cabeza, tomó su mano que seguía sobre el pomo y condujo a Arlene hasta el otro lado del pasillo. Abrió la puerta de su propio apartamento.
—Sí, es extraño —dijo él.
Le descubrió una pelusa blanca en la espalda del suéter, y vio que sus mejillas estaban encendidas. Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y ella se dio la vuelta y le besó también.
    —¡Jolines! —dijo ella—, jooliines —cantó ella con voz de niña pequeña aplaudiendo con las manos—. Me acabo de acordar que me olvidé completamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty ni regué las plantas. —Le miró—. Qué tontería, ¿no?
    —No lo creo —dijo él—. Espera un momento. Cojo el tabaco y te acompaño.
Ella esperó hasta que él cerró con llave su puerta, y entonces se cogió de su brazo por encima del codo, y dijo:
    —Creo que tengo que contártelo. He encontrado unas fotos.
    Él se paró en medio del vestíbulo.
    —¿Qué clase de fotos?
    —Vas a verlas tú mismo —dijo ella y se quedó mirándole.
    —¿En serio? —Sonrió él—. ¿Dónde?
    —En un cajón —dijo ella.
    —¿En serio? —dijo él.
    Y después de un instante Arlene dijo:
    —Tal vez no vuelvan —e inmediatamente se sorprendió de sus palabras.
    —Es posible —dijo Bill—. Todo es posible.
    —O tal vez regresen y… —pero no terminó.
    Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo, y cuando él habló Arlene casi no pudo oír sus palabras.
    —La llave —dijo él—. Dámela.
    —¿Qué? —dijo ella—. Miró fijamente a la puerta.
    —La llave —dijo él—. La tienes tú.
    —¡Dios mío! —dijo ella—. Me la he dejado dentro.
    Él probó el pomo. Estaba bloqueado. A continuación lo intentó ella. No giraba. Arlene tenía los labios abiertos y su respiración era dificultosa. Bill abrió sus brazos y ella se echó en ellos.
    —No te preocupes —le dijo Bill al oído—, por el amor de Dios, no te preocupes.
Se quedaron allí, quietos. Abrazados. Se apoyaron sobre la puerta como en contra del viento, y se prepararon.

5ª SESIÓN. Comentario de Daniel Múgica

Un escritor español afirmaba que su mayor obsesión era la precisión. Como la de todos, por supuesto. Lo que ocurre es que ésta no se relaciona con el adjetivo anacrónico, la metáfora repetida en busca de la imagen, el escenario deformado, la psicología esquizoide, el abuso de las subordinadas, la violencia de aliento neutro y frase larga, las construcciones de hélice. No. La precisión es Carver: una mirada de rayos X. Lo más difícil en literatura es utilizar las palabras juntas, que suelen ser las más asequibles; escribir la oración con sujeto, verbo y predicado. El problema es que esa oración, ese sujeto, ese verbo y ese predicado deben funcionar como piezas independientes. No se trata de forzar la comodidad del lector, de la que abusan los best sellers, tomándolo a veces por un imbécil. Lo complicado es que el lector sea cómplice del personaje, que viva, disfrute y sufra como él. El personaje, cuando existe por sus hechos y no por las trampas del escritor -ganadas en años de oficio-, por ejemplo, no dice: te adoro. Dice: te quiero. Su lenguaje pertenece a la cotidianidad, de la que se nutre . Raymond Carver (Estados Unidos, 1939-1988) revoluciona el concepto de relato breve y, a juicio de este lector, eleva, más allá de sus contemporáneos, la sencillez al arte. Es, aparte de algunas poéticas, autor de tan sólo cuatro libros: Catedral, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, De qué hablamos cuando hablamos de amor y Tres rosas amarillas. Los libros tienen apenas un puñado de páginas; el más largo, 150; los relatos, 10 como media, exceptuando los contenidos en Tres rosas amarillas, de unas 30. Parte de la crítica especializada se empeña en asegurar que la buena literatura está conformada por cientos de folios de apretada letra. Raymond Carver, exponente del llamado realismo urbano, en un racimo de palabras, cuenta una existencia de sensaciones. Cuando el cielo es azul escribe "azul" y cuando alguien llora escribe "llora", en vez de "se le despeñaron las lágrimas mejillas abajo". Escribir de veras, con los puños y la cabeza, es una cuestión de contención y no de extensión. Carver desprecia la alquimia de la literatura, prescinde de los argumentos altisonantes y aborrece los discursos puramente narrativos. Él no busca, como tantos otros, literaturas miméticas, encuentra su literatura. Un problema con el alcohol en una noche de verano, una discusión con la pareja, la rueda del coche que se pincha, los invitados a cenar. Plasma situaciones insignificantes con una fuerza inusual. Horada en los contenidos, nunca en las apariencias. En un gesto de mujer, de alegría o ira, se puede explicar el nacimiento del mundo. Este lector se encuentra en el intento; el genio de Carver lo logra modelando sobre el presente.

Reinventar el tiempo
Además, en el cuento, se adelanta a su tiempo, lo reinventa. En algunas escuelas de letras explican que en la técnica del relato lo fundamental es el final. Los maestros de tan endiablada disciplina así lo habían dispuesto, hasta el norteamericano. La tradición marca que primero hay que imaginar un final, a ser posible explosivo, y luego obtener un nudo y un planteamiento creíbles. Cuando se habla de a lo sumo 10 páginas resulta difícil. También se tiene que anticipar la última situación. Carver la señala, pero no con acontecimientos, sino con pinceladas de inquietud, a la manera de Poe. A Carver le importa poco el párrafo que cierra la narración, le preocupan más las sensaciones del desarrollo. Por eso, en sus finales no suele ocurrir nada, es suficiente con urdir la historia, ajena a tramas artificiales y personajes únicos. Lo cierto es que sus relatos, tan cortos, no parecen terminar nunca. Al cerrarlos, en el lector ha quedado un poso de tiempo, un aire de desvanecimiento. Sus cuentos llevan sin estridencias, subidas o bajadas.

Pero Carver, empeñado en la belleza de las palabras, en su último trabajo, Tres rosas amarillas, da una vuelta de tuerca. Se dedica a narrar hechos aún más desnudos, situándose detrás de una ventana, a la misma altura que sus personajes, desde la que mira. Sólo mira, ni plantea ni critica. Eso se llama, realmente, ser preciso.

5º trabajo a realizar

El trabajo, por tanto, siguiendo a Carver, deberá tener las siguientes características:
1.-Narrador externo deficiente: es un narrador que ve como una cámara, no sabe lo que sienten ni piensan los personajes.
2.-Utilización de elipsis: saltos temporales, normalmente hacia adelante, que ayudan a agilizar la acción. Y
3.-Final abierto.

Estos relatos, usualmente, son más largos que los anteriores porque cuesta más tiempo construir los personajes y crear las acciones. Suelen llevar mucho diálogo.