miércoles, 29 de noviembre de 2023

6º Decadencia y caída, de Charles Bukowski (del libro de relatos "Música de cañerías)

Era un lunes por la tarde en El Diamante hambriento. Sólo había dos personas, Mel y el camarero. El camarero, que se llamaba Carl, bebía de algo que tenía debajo de la barra, y estaba allí, frente a Mel, que se encontraba lánguidamente acodado sobre una rancia y pálida cerveza.
    —Tengo que contarte una cosa —dijo Mel.
    —Adelante —dijo el camarero.
    —Bueno, la otra noche me llamó por teléfono un tipo con el que trabajé en Akron... Se quedó sin trabajo, por la bebida, y se casó con una enfermera y la enfermera lo mantiene. No me gustan demasiado esos tipos..., pero ya sabes cómo es la gente, se cuelgan de ti.
    —Sí —dijo el camarero.
    —Pues el caso es que me telefoneó...
    »Oye, ponme otra cerveza. Esta mierda sabe a rayos.
    —Vale, pero basta con que la bebas un poco más de prisa. Al cabo de una hora, claro, empieza a perder cuerpo.
    —Bien... Me dijeron que habían resuelto el problema de la carne... y yo pensé: “¿Qué problema de la carne...?”. Me dijeron que fuera a verles. Yo no tenía nada que hacer, así que fui. Jugaban los Rams y el tipo, Al, pone la tele y nos sentamos a verla. Erica, así se llama la mujer, estaba en la cocina preparando una ensalada y yo había llevado un par de cajas de cerveza. Digo: "Oye, Al, abre unas botellas, se está bien aquí y hace buena temperatura con el horno encendido".
    »Bueno, se estaba cómodo. Parecía como si hubiesen tenido una discusión un par de días atrás y las relaciones estuvieran otra vez tranquilas. Al dijo algo sobre Reagan y algo sobre el paro, pero yo no tenía nada que decir; todo eso me aburre. Sabes, a mí me importa un carajo que el país esté o no esté podrido, mientras a mí me vaya bien.
    —Natural —dijo el camarero, sacando el vaso de abajo de la barra y echando un trago.
    —Pues bien, ella sale de la cocina, se sienta y se bebe una cerveza. La enfermera. Se puso a explicar que todos los médicos tratan a los pacientes como a ganado; que todos los malditos médicos van a lo suyo y nada más; creen que su mierda no apesta. Ella prefería tener a Al que a un doctor. Una estupidez, ¿no?
    —No conozco a Al —dijo el camarero.
    —En fin, nos pusimos a jugar a las cartas y los Rams iban perdiendo, y, al cabo de unas manos, Al me dijo: “¿Sabes?, tengo una mujer muy rara. Le gusta que haya alguien mirando mientras lo hacemos”. “Así es”, dijo ella, “eso es lo que más me excita”. Y Al va y dice: “Pero es tan difícil encontrar a alguien que mire. En principio parece muy fácil encontrar a alguien que mire, pero es dificilísimo”.
    »Yo no dije nada. Pedí dos cartas y puse una moneda de cinco centavos. Ella dejó caer las cartas y Al dejó caer las cartas y los dos se levantaron. Y va ella y empieza a andar hacia el otro lado de la sala. Y Al detrás... “¡Eres una puta, una maldita puta!”, dice él. Aquel tipo, llamándole puta a su mujer. “¡So puta!”, gritaba. Y la arrincona en un extremo del cuarto y le pega un par de sopapos, le rasga la blusa. “¡So puta!”, grita él de nuevo, y le da otros dos sopapos y la tira al suelo. Luego le rasga la falda y ella patalea y chilla.
    »Él la levanta y la besa, luego la lanza sobre el sofá. Se le echa encima, besándola y rasgándole la ropa. Luego le quita las bragas y se pone a darle al asunto. Mientras está dándole, ella mira desde abajo para ver si los miro. Ve que sí y empieza a retorcerse como una serpiente enloquecida. Así que se lanzan al asunto hasta el fin. Después, ella se levanta, se va al cuarto de baño, y Al a la cocina por más cerveza. “Gracias”,  dice cuando regresa, “ayudaste mucho”.
    –¿Y luego qué pasó? –preguntó el camarero.
    –Bueno, por fin los Rams remontaron el partido, y había mucho ruido en la tele y ella sale del baño y se va a la cocina.
    »Al empieza otra vez con lo de Reagan. Dice que es el principio de la decadencia y caída de Occidente, lo mismo que decía Spengler. Todo el mundo es codicioso y decadente; la corrupción está por todas partes. Y sigue un buen rato con el mismo rollo.
    »Luego, Erica nos llama a la cocina, donde está puesta la mesa, y nos sentamos. La comida huele bien: un asado adornado con rodajas de piña. Parece una pierna entera, tiene un hueso que parece casi el de una rodilla. “Al”, digo, “esto parece una pierna humana de la rodilla para arriba”. “Eso es”, dice Al. “Eso es exactamente lo que es”.
    –¿Dijo eso? –preguntó el camarero, tomando un trago del vaso que tenía bajo la barra.
    –Sí –contestó Mel–, y cuando oyes una cosa así, no sabes exactamente qué pensar. ¿Qué habrías pensado tú?
    –Yo habría pensado que estaba bromeando –dijo el camarero.
    –Claro. Así que dije: “Estupendo, córtame una buena tajada”. Y eso fue exactamente lo que Al hizo. Había también puré de patatas y salsa, puré de maíz, pan caliente y ensalada. En la ensalada había aceitunas rellenas. Y Al dijo: “Ponle a la carne un poco de esa mostaza picante, ya verás qué bien le va”. En fin, le eché un poco. La carne no estaba mala. “Oye, Al”, le dije, “¿sabes que no está nada mal? ¿Qué es?”. “Lo que te dije, Mel”, me contesta, “una pierna humana, la parte de arriba, el muslo. Es de un chaval de catorce años que encontramos haciendo auto-stop en Hollywood Boulevard. Lo recogimos, le dimos de comer y estuvo tres o cuatro días viéndonos a Erica y a mí hacerlo; luego nos cansamos de aquello, así que le degollamos, le limpiamos las tripas, las echamos a la basura y lo metimos en el congelador. Es muchísimo mejor que el pollo, aunque en realidad a mí me gusta más la carne de ternera”.
    –¿Dijo eso? –preguntó el camarero, sacando otra vez el vaso de abajo de la barra.
    –Eso dijo –contestó Mel–. Dame otra cerveza.
    El camarero le puso otra cerveza. Mel dijo:
    –En fin, yo seguía pensando que todo era una broma, ¿comprendes? Así que dije: “Está bien, déjame ver el congelador”. Y Al va y dice: “Bueno... Ven”, y abre el congelador y allí estaba el torso, la pierna y media, dos brazos y la cabeza. Troceado, así, como te digo. Todo parecía muy higiénico, pero, la verdad, a mí no me pareció del todo bien. La cabeza nos miraba, aquellos ojos azules abiertos, la lengua colgando..., estaba congelada hasta el labio inferior.
    »”Dios mío, Al”, le digo, “eres un criminal..., ¡esto es increíble, esto es repugnante!”.
    »”Espabila”, me dice, “ellos matan a millones de personas en las guerras y reparten medallas por ello.     La mitad de la gente de este mundo se está muriendo de hambre mientras nosotros estamos sentados viéndolo por la tele”.
    »Te aseguro, Carl, que a mí empezaron a darme vueltas las paredes y no podía dejar de mirar aquella cabeza, aquellos brazos, aquella pierna troceada... Una cosa asesinada está tan callada, tan quieta; es como si pensases que una cosa asesinada debería estar chillando, no sé.
    »En fin, lo cierto es que me acerqué al fregadero y vomité. Estuve vomitando mucho rato. Luego le dije a Al que tenía que largarme. ¿No habrías querido tú largarte de allí, Carl?
    –Rápidamente –dijo Carl–. A toda máquina.
  –Bueno, pues el caso es que va Al y se planta delante de la puerta y dice: “Escucha..., no fue un asesinato. Nada es un asesinato. Lo único que hay que hacer es pasar de las ideas con que nos han cargado y te conviertes en un hombre libre..., libre, ¿entiendes?”
    »”Quítate de delante de la puerta, Al... ¡Déjame salir de aquí!".
   »Va y me agarra de la camisa y empieza a rasgármela... Le aticé en la cara, pero seguía rasgándome la camisa. Le atizo otra vez, y otra, pero era como si el tipo no sintiera nada. Los Rams seguían en la tele. Me aparté de la puerta y entonces llega su mujer corriendo, me agarra y empieza a besarme. No sabía qué hacer. Es una mujer corpulenta. Conoce muy bien todos esos trucos de las enfermeras. Intenté quitármela de encima, pero no pude. Noté su boca en la mía, está tan loca como él. Empecé a empalmarme, no podía evitarlo. De cara no es muy atractiva, pero tiene unas piernas y un culo de primera y llevaba un vestido ceñidísimo. Sabía a cebollas hervidas y tenía la lengua gorda y llena de saliba; pero se había cambiado, se había puesto aquel vestido (verde) y al alzárselo vi las bragas color sangre y eso me enloqueció y miré y Al tenía la polla afuera y estaba mirando.
    »La eché sobre el sofá y empezamos en seguida con el asunto, con Al allí pegado, jadeando. Lo hicimos los tres juntos, un verdadero trío, luego me levanté y empecé a arreglarme la ropa. Entré en el baño, me remojé la cara, me peiné y salí. Y al salir, allí estaban los dos sentados en el sofá viendo el partido. Al tenía una cerveza abierta para mí y me senté y la bebí y fumé un cigarrillo. Y eso fue todo.
    »Me levanté y dije que me iba. Los dos dijeron: “Adiós, que te vaya bien”, y Al me dijo que les hiciese una visita de vez en cuando. Entonces me encontré fuera del apartamento, ya en la calle, y luego en el coche, alejándome de allí. Y eso fue todo.
    –¿Y no fuiste a la policía? –preguntó el camarero.
    –Bueno, ¿sabes?, Carl, es complicado..., en realidad, fue como si me adoptasen en la familia. Fueron sinceros conmigo, no quisieron ocultarme nada.
    –Pues, tal como yo lo veo, eres cómplice de un asesinato.
    –Mira, Carl, lo que yo pensé fue que esa gente, en realidad, no me acababa de parecer mala gente. He conocido gente que me cae muchísimo peor y a la que detesto muchísimo más, que nunca ha matado a nadie. No sé, en realidad, es desconcertante. Incluso pienso en aquel tipo de congelador como si fuera una especie de gran conejo congelado...
    El camarero sacó la Luger de abajo de la barra y apuntó a Mel con ella.
    –Está bien –dijo–, vas a quedarte ahí congelado mientras llamo a la policía.
    –Mira, Carl..., tú no tienes por qué decidir en este asunto.
    –¿Cómo que no? ¡Soy un ciudadano! No puedo permitir que gilipollas como tú y tipos como tus amigos anden por ahí congelando gente. ¡El próximo podría ser yo!
    –¡Escucha, Carl, escúchame! Óyeme lo que te digo...
    –¡Está bien, adelante!
    –Es un cuento.
    –¿Quieres decir que lo que me contaste es mentira?
    –Sí, era un cuento. Una broma, hombre. Te lie. Ahora, guarda esa pistola y vamos a tomarnos un whisky cada uno.
    –Lo que me contaste no era mentira.
    –Te he dicho que sí.
    –No, no era mentira... Diste demasiados detalles. Nadie cuenta una mentira así. No era una broma, no. Nadie gasta esas bromas.
    –Te aseguro que es mentira, Carl.
    –No, no puedo creerte.
    Carl se inclinó hacia la izquierda para arrastrarse hasta el teléfono. El teléfono estaba allí, sobre la barra. Cuando Carl se inclinó hacia la izquierda, Mel agarró la botella de cerveza y le atizó con ella en la cara. Carl soltó la pistola y se llevó la mano a la cara y Mel saltó sobre la barra y volvió a atizarle (ahora detrás de una oreja) y Carl se desplomó. Mel cogió la Luger, apuntó cuidadosamente, apretó el gatillo una vez, luego metió el arma en una bolsa de papel marrón, saltó la barra, enfiló hacia la entrada y salió al Boulevard. El indicador del parquímetro junto a su coche ya estaba en rojo. Subió al coche y se alejó del lugar.

6ª SESIÓN y trabajo a realizar

En el trabajo de hoy hay que mezclar dos tipos de narradores de los que hemos estudiado previamente. El trabajo consistirá en escribir un relato desde un narrador externo deficiente que cuente que un narrador interno protagonista cuenta una historia. Veréis el ejemplo perfectamente en el relato de Bukowski que podréis leer a continuación: un narrador externo cuenta que en la barra de un bar un tipo le cuenta al camarero una historia en la que él ha sido el protagonista y en la que hay diálogos. A veces estaremos asistiendo a un diálogo dentro de un diálogo. Porque dentro del diálogo entre el camarero y el parroquiano, éste cuenta un diálogo que tuvo con un tercer tipo. Veréis, cuando lo leáis, que no es tan complicado como en principio puede parecer.
Ahora os dejo con el magnífico (y terriblemente duro) relato de Bukowski (observad el título en el desarrollo de la historia, tiene mucha enjundia).

miércoles, 22 de noviembre de 2023

5ª SESIÓN. Introducción

En esta sesión del Curso daremos un paso importante hacia la comprensión de las nuevas técnicas literarias muy vinculadas con la percepción cinematográfica.
Os propongo la lectura de un relato de Raymond Carver, uno de los padres de este estilo, y luego un comentario escrito por Daniel Múgica sobre la obra de este escritor, en el que se dan las claves de su literatura. Claves que deberéis desguir para vuestro próximo trabajo.
Empecemos por la lectura:

5ª LECTURA: "Vecinos", de Raymond Carver


VECINOS

Por Raymond Carver


Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero en su círculo de amistades, habían sido relegados —y sólo ellos— un tanto, y tal situación había hecho que Bill se ocupara de sus obligaciones de contable y que Arlene se dedicara a sus tareas de secretaria. Charlaban de eso a veces, sobre todo comparando sus vidas con las de sus vecinos Harriet y Jim Stone. Los Stone tenían una vida más completa y brillante que los Miller. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el trabajo de Jim.
    Los Stone vivían en un apartamento enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían del apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas.
Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por los codos y se besaron ligeramente en los labios.
    —¡Divertíos! —dijo Bill a Harriet.
    —Desde luego —respondió Harriet—. Divertíos también.
Arlene asintió con la cabeza.
Jim le guiñó un ojo.
    —Adiós, Arlene. ¡Cuida del muchacho este!
    —Así lo haré —respondió Arlene.
    —¡Divertíos! —dijo Bill.
   —Por supuesto —dijo Jim, sujetando ligeramente a Bill del brazo—. Y gracias de nuevo.
   Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les dijeron adiós con la mano también.
    —Me gustaría que fuéramos nosotros quienes saliéramos de viaje —dijo Bill.
   —Dios sabe lo bien que nos vendrían unas vacaciones —dijo Arlene. Le cogió del brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las escaleras a su apartamento.
Después de cenar Arlene dijo:
   —No te olvides. Hay que darle a Kitty la de sabor a hígado la primera noche.
Estaba de pie en la entrada a la cocina, doblando el mantel hecho a mano que Harriet le había comprado el año anterior en su viaje a Santa Fe.


Bill respiró profundamente al entrar en el apartamento de los Stone. El aire ya estaba denso y era vagamente dulce. El reloj en forma de sol sobre la televisión indicaba las ocho y media. Dos años atrás, Harriet había vuelto a casa con el reloj meciendo la caja de latón en sus brazos y hablándole a través del papel del envoltorio, como si se tratase de un bebé, para mostrárselo a Arlene.
    Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después rodó en su costado, pero saltó rápidamente al moverse Bill a la cocina y seleccionar del reluciente escurridero una de las latas colocadas. Dejando a la gata que escogiera su comida, se dirigió al baño. Se miró en el espejo y a continuación cerró los ojos y volvió a mirarse. Abrió el armarito de las medicinas. Encontró un frasco con pastillas y leyó la etiqueta: “Harriet Stone. Una al día según prescripción”, y se la metió en el bolsillo. Regresó a la cocina, sacó una jarra de agua y volvió al salón. Terminó de regar, puso la jarra en la alfombra y abrió el aparador donde guardaban el licor. Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el aparador.
Kitty estaba en el sofá durmiendo. Apagó las luces y cerró la puerta despacio, asegurándose de que quedaba cerrada. Tenía la sensación de que se había dejado algo.
    —¿Por qué has tardado tanto? —dijo Arlene. Estaba sentada sobre las piernas, viendo la televisión.
    —Por nada. Jugaba con Kitty —dijo él, y se acercó a donde estaba ella y le tocó los pechos.
   —Vámonos a la cama, cariño —dijo él.


Al día siguiente, Bill se tomó solamente diez minutos de los veinte permitidos en su descanso de por la tarde y salió a las cinco menos cuarto. Dejó el coche en el estacionamiento en el mismo momento en que Arlene bajaba del autobús. Esperó hasta que ella entró en el edificio, entonces subió las escaleras para alcanzarla al salir del ascensor.
     —¡Bill! Dios mío, me has asustado. Llegas temprano —dijo ella.
    Se encogió de hombros.
    —No había nada que hacer en el trabajo —dijo. Ella le dejó que usará su llave para abrir la puerta. Él miró a la puerta al otro lado del vestíbulo antes de seguirla dentro—. Vámonos a la cama —dijo él.
    —¿Ahora? —rió ella—. ¿Qué mosca te ha picado?
    —Ninguna. Quítate el vestido.
    La agarró toscamente, y ella le dijo:
    —¡Dios mío!, Bill
    Él se quitó el cinturón.
   Más tarde pidieron comida china por teléfono, y cuando llegó la comieron con apetito, sin hablarse, y escuchando discos.
    —No nos olvidemos de dar de comer a Kitty —dijo ella.
    —Precisamente estaba pensando en eso —dijo él—. Iré ahora mismo.
   Escogió una lata de sabor de pescado, después llenó la jarra y fue a regar. Cuando regresó a la cocina, la gata estaba arañando su caja. Le miró fijamente antes de volver a su caja-dormitorio. Abrió todos los armarios y examinó las comidas enlatadas, los cereales, los comestibles empaquetados, los vasos de vino y de cocktail, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el frigorífico. Olió unos tallos de apio, dio un par de mordiscos al queso, y masticó una manzana de camino al dormitorio. La cama parecía enorme, con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de una mesilla de noche, encontró un paquete medio vacío de cigarrillos y se los metió en el bolsillo. A continuación se acercó al armario y estaba abriéndolo cuando llamaron a la puerta. Se paró en el baño y tiró de la cadena al ir a abrir la puerta.
    —¿Por qué has tardado tanto? —dijo Arlene—. Llevas aquí más de una hora.
    —¿De verdad? —respondió él.
    —Sí, de verdad —dijo ella.
   —Tuve que ir al baño —dijo él.
   —Tienes tu propio baño —dijo ella.
   —No me pude aguantar —dijo él.
   Aquella noche volvieron a hacer el amor.


Le había pedido a Arlene que le despertara por la mañana. Era sábado. Se dio una ducha, se vistió, y preparó un desayuno ligero. Trató de empezar a leer un libro. Salió a dar un paseo y se sintió mejor. Pero después de un rato, con las manos todavía en los bolsillos, regresó al apartamento. Se paró delante de la puerta de los Stone por si podía oír a la gata moviéndose. A continuación abrió su propia puerta y fue a la cocina a por la llave.
    El apartamento de los Stone le pareció más fresco que el suyo, y más oscuro también. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura ambiente. Miró por la ventana, y después se movió lentamente por cada una de las habitaciones considerando todo lo que iba viendo, cuidadosamente, objeto tras objeto. Vio ceniceros, artículos de mobiliario, utensilios de cocina, el reloj. Lo miró todo. Finalmente entró en el dormitorio, y la gata apareció a sus pies. La acarició una vez, la llevó al baño, y cuando la gata entró cerró la puerta.
    Se tumbó en la cama y se quedó allí mirando al techo. Siguió un rato tumbado con los ojos cerrados, y después movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de recordar qué día era. Trató de recordar cuándo regresarían los Stone, y a continuación se preguntó si regresarían algún día. No podía acordarse de sus caras ni de cómo hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo se dio la vuelta en la cama para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.
    Se levantó. Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró hasta encontrar unos pantalones cortos, perfectamente planchados y colgados sobre un par de pantalones de tela marrón. Se quitó la ropa y se puso los pantalones cortos y la camisa. Se miró en el espejo de nuevo. Fue a la sala y se sirvió una bebida y comenzó a beberla de vuelta al dormitorio. Se puso una camisa azul, un traje oscuro, una corbata blanca y azul, zapatos negros de cordones. El vaso estaba vacío y fue a servirse otra bebida.
    En el dormitorio de nuevo, se sentó en una silla, cruzó las piernas, y sonrió observándose a sí mismo en el espejo. El teléfono sonó dos veces y se volvió a quedar en silencio. Terminó la bebida y se quitó el traje. Rebuscó en el cajón superior hasta que encontró un par de medias y un sostén. Se puso las medias y el sostén, después buscó por el armario para encontrar un conjunto. Se puso una falda blanca y negra a cuadros e intentó subirse la cremallera. Se puso una blusa de color vino tinto que se abotonaba por delante. Consideró los zapatos de Harriet, pero comprendió que no le entrarían. Se quedó un buen rato mirando por la ventana del salón detrás de la cortina. A continuación volvió al dormitorio y puso todo en su sitio.


No tenía hambre. Tampoco ella comió mucho. Se miraron tímidamente y sonrieron. Ella se levantó de la mesa y comprobó que la llave estaba en la estantería y a continuación recogió los platos apresuradamente. Él se puso de pie en el pasillo de la cocina y fumó un cigarrillo y la miró mientras cogía la llave.
    —Ponte cómodo mientras voy a su casa —dijo ella—. Lee el periódico o haz algo. —Apretó los dedos contra la llave. Le dijo a Bill que parecía algo cansado.
Él trató de concentrarse en las noticias. Leyó el periódico y encendió la televisión. Finalmente, salió de casa y fue al otro lado del vestíbulo. La puerta estaba cerrada.
    —Soy yo. ¿Estás todavía ahí, cariño? —llamó él.
    Después de unos minutos se oyó abrir la cerradura y Arlene salió y cerró la puerta.
    —¿Estuve mucho tiempo aquí? —dijo ella.
    —Sí, has tardado —dijo él.
  —¿En serio? —dijo ella—. Habré estado jugando con Kitty. La observó. Ella desvió la mirada, su mano estaba apoyada en el pomo de la puerta—. Es extraño —continuó ella—. ¿Sabes?, entrar así en la casa de alguien.
Él asintió con la cabeza, tomó su mano que seguía sobre el pomo y condujo a Arlene hasta el otro lado del pasillo. Abrió la puerta de su propio apartamento.
—Sí, es extraño —dijo él.
Le descubrió una pelusa blanca en la espalda del suéter, y vio que sus mejillas estaban encendidas. Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y ella se dio la vuelta y le besó también.
    —¡Jolines! —dijo ella—, jooliines —cantó ella con voz de niña pequeña aplaudiendo con las manos—. Me acabo de acordar que me olvidé completamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty ni regué las plantas. —Le miró—. Qué tontería, ¿no?
    —No lo creo —dijo él—. Espera un momento. Cojo el tabaco y te acompaño.
Ella esperó hasta que él cerró con llave su puerta, y entonces se cogió de su brazo por encima del codo, y dijo:
    —Creo que tengo que contártelo. He encontrado unas fotos.
    Él se paró en medio del vestíbulo.
    —¿Qué clase de fotos?
    —Vas a verlas tú mismo —dijo ella y se quedó mirándole.
    —¿En serio? —Sonrió él—. ¿Dónde?
    —En un cajón —dijo ella.
    —¿En serio? —dijo él.
    Y después de un instante Arlene dijo:
    —Tal vez no vuelvan —e inmediatamente se sorprendió de sus palabras.
    —Es posible —dijo Bill—. Todo es posible.
    —O tal vez regresen y… —pero no terminó.
    Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo, y cuando él habló Arlene casi no pudo oír sus palabras.
    —La llave —dijo él—. Dámela.
    —¿Qué? —dijo ella—. Miró fijamente a la puerta.
    —La llave —dijo él—. La tienes tú.
    —¡Dios mío! —dijo ella—. Me la he dejado dentro.
    Él probó el pomo. Estaba bloqueado. A continuación lo intentó ella. No giraba. Arlene tenía los labios abiertos y su respiración era dificultosa. Bill abrió sus brazos y ella se echó en ellos.
    —No te preocupes —le dijo Bill al oído—, por el amor de Dios, no te preocupes.
Se quedaron allí, quietos. Abrazados. Se apoyaron sobre la puerta como en contra del viento, y se prepararon.

5ª SESIÓN. Comentario de Daniel Múgica

Un escritor español afirmaba que su mayor obsesión era la precisión. Como la de todos, por supuesto. Lo que ocurre es que ésta no se relaciona con el adjetivo anacrónico, la metáfora repetida en busca de la imagen, el escenario deformado, la psicología esquizoide, el abuso de las subordinadas, la violencia de aliento neutro y frase larga, las construcciones de hélice. No. La precisión es Carver: una mirada de rayos X. Lo más difícil en literatura es utilizar las palabras juntas, que suelen ser las más asequibles; escribir la oración con sujeto, verbo y predicado. El problema es que esa oración, ese sujeto, ese verbo y ese predicado deben funcionar como piezas independientes. No se trata de forzar la comodidad del lector, de la que abusan los best sellers, tomándolo a veces por un imbécil. Lo complicado es que el lector sea cómplice del personaje, que viva, disfrute y sufra como él. El personaje, cuando existe por sus hechos y no por las trampas del escritor -ganadas en años de oficio-, por ejemplo, no dice: te adoro. Dice: te quiero. Su lenguaje pertenece a la cotidianidad, de la que se nutre . Raymond Carver (Estados Unidos, 1939-1988) revoluciona el concepto de relato breve y, a juicio de este lector, eleva, más allá de sus contemporáneos, la sencillez al arte. Es, aparte de algunas poéticas, autor de tan sólo cuatro libros: Catedral, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, De qué hablamos cuando hablamos de amor y Tres rosas amarillas. Los libros tienen apenas un puñado de páginas; el más largo, 150; los relatos, 10 como media, exceptuando los contenidos en Tres rosas amarillas, de unas 30. Parte de la crítica especializada se empeña en asegurar que la buena literatura está conformada por cientos de folios de apretada letra. Raymond Carver, exponente del llamado realismo urbano, en un racimo de palabras, cuenta una existencia de sensaciones. Cuando el cielo es azul escribe "azul" y cuando alguien llora escribe "llora", en vez de "se le despeñaron las lágrimas mejillas abajo". Escribir de veras, con los puños y la cabeza, es una cuestión de contención y no de extensión. Carver desprecia la alquimia de la literatura, prescinde de los argumentos altisonantes y aborrece los discursos puramente narrativos. Él no busca, como tantos otros, literaturas miméticas, encuentra su literatura. Un problema con el alcohol en una noche de verano, una discusión con la pareja, la rueda del coche que se pincha, los invitados a cenar. Plasma situaciones insignificantes con una fuerza inusual. Horada en los contenidos, nunca en las apariencias. En un gesto de mujer, de alegría o ira, se puede explicar el nacimiento del mundo. Este lector se encuentra en el intento; el genio de Carver lo logra modelando sobre el presente.

Reinventar el tiempo
Además, en el cuento, se adelanta a su tiempo, lo reinventa. En algunas escuelas de letras explican que en la técnica del relato lo fundamental es el final. Los maestros de tan endiablada disciplina así lo habían dispuesto, hasta el norteamericano. La tradición marca que primero hay que imaginar un final, a ser posible explosivo, y luego obtener un nudo y un planteamiento creíbles. Cuando se habla de a lo sumo 10 páginas resulta difícil. También se tiene que anticipar la última situación. Carver la señala, pero no con acontecimientos, sino con pinceladas de inquietud, a la manera de Poe. A Carver le importa poco el párrafo que cierra la narración, le preocupan más las sensaciones del desarrollo. Por eso, en sus finales no suele ocurrir nada, es suficiente con urdir la historia, ajena a tramas artificiales y personajes únicos. Lo cierto es que sus relatos, tan cortos, no parecen terminar nunca. Al cerrarlos, en el lector ha quedado un poso de tiempo, un aire de desvanecimiento. Sus cuentos llevan sin estridencias, subidas o bajadas.

Pero Carver, empeñado en la belleza de las palabras, en su último trabajo, Tres rosas amarillas, da una vuelta de tuerca. Se dedica a narrar hechos aún más desnudos, situándose detrás de una ventana, a la misma altura que sus personajes, desde la que mira. Sólo mira, ni plantea ni critica. Eso se llama, realmente, ser preciso.

5º trabajo a realizar

El trabajo, por tanto, siguiendo a Carver, deberá tener las siguientes características:
1.-Narrador externo deficiente: es un narrador que ve como una cámara, no sabe lo que sienten ni piensan los personajes.
2.-Utilización de elipsis: saltos temporales, normalmente hacia adelante, que ayudan a agilizar la acción. Y
3.-Final abierto.

Estos relatos, usualmente, son más largos que los anteriores porque cuesta más tiempo construir los personajes y crear las acciones. Suelen llevar mucho diálogo.

miércoles, 15 de noviembre de 2023

4ª LECTURA: La conversión de los judíos, de Philip Roth

Narrador externo omnisciente.

Te animo a leer a continuación el siguiente maravilloso relato de Philip Roth y luego hablamos:

LA CONVERSIÓN DE LOS JUDÍOS

Por Philip Roth, del libro "Goodbye, Columbus" (Traducción de Cruz Rodríguez).

—A quién se le ocurre abrir la boca, para empezar —dijo Itzie—. ¿Por qué siempre tienes que abrir la boca?
    —Yo no saqué el tema, Itz, no lo hice —dijo Ozzie.
    —De todos modos, ¿a ti qué más te da Jesucristo?
    —Yo no saqué el tema de Jesucristo. Fue él. Yo ni siquiera sabía de qué me hablaba. Jesús es una figura histórica, decía una y otra vez. Jesús es una figura histórica. —Ozzie imitó la voz monumental del rabino Binder—. Jesús fue una persona que vivió como tú y como yo —continuó Ozzie—. Es lo que dijo Binder…
    —¿Ah, sí? ¡Y qué! A mí qué me va en lo que viviera o dejara de vivir. ¡¿Y por qué tienes que abrir la boca?!
    Itzie Lieberman estaba a favor de mantener la boca cerrada, sobre todo en relación a las preguntas de Ozzie Freedman. La señora Freedman ya había tenido que verse en dos ocasiones con el rabino Binder por las preguntas de Ozzie y este miércoles a las cuatro y media sería la tercera. Itzie prefería mantener a su madre en la cocina; él optaba por las sutilezas por la espalda tales como gestos, muecas, gruñidos y otros ruidos de corral menos delicados.
    —Jesús fue una persona normal, pero no fue como Dios y nosotros no creemos que sea Dios. —Poco a poco, Ozzie le explicaba la postura del rabino Binder a Itzie, que no había asistido a la escuela hebrea la tarde anterior.
    —Los católicos —intervino Itzie amablemente— creen en Jesucristo, creen que es Dios. —Itzie Lieberman empleaba la expresión “los católicos” en su sentido más amplio, para incluir a los protestantes.
    Ozzie recibió la observación de Itzie con una ligera inclinación de la cabeza, como si se tratara de una nota al pie, y continuó.
    —Su madre fue María y su padre, probablemente, José. Pero el Nuevo Testamento dice que su verdadero padre es Dios.
    —¿Su verdadero padre?
    —Sí. Ésa es la cuestión, se supone que su padre fue Dios.
    —Tonterías.
    —Lo mismo dice el rabino Binder, que es imposible…
    —Pues claro que es imposible. Todo eso son tonterías. Para tener un hijo tienes que tener relaciones —teologizó Itzie—. María tuvo que tener relaciones.
    —Es lo que dice Binder: “La única manera de que una mujer conciba es mantener relaciones sexuales con un hombre”.
    —¿Dijo eso, Ozz? —Por un momento pareció que Itzie dejaba de lado la cuestión teológica—. ¿Dijo eso, "relaciones sexuales"? —Una sonrisita ondulada se formó en la mitad inferior del rostro de Itzie como un mostacho blanco—. ¿Y vosotros qué hicisteis, Ozz? ¿Os reísteis o algo?
    —Levanté la mano.
    —¿Sí? ¿Qué dijiste?
    —Entonces le hice una pregunta.
    A Itzie se le iluminó la cara.
    —¿Sobre qué? ¿Las relaciones sexuales?
    —No. Le pregunté sobre Dios, sobre cómo si había sido capaz de crear el cielo y la tierra en seis días, y todos los animales y los peces y la luz en seis días (sobre todo la luz, esto siempre me sorprende, que creara la luz). Crear animales y los peces, eso está muy bien…
    —Está más que bien... —La apreciación de Itzie era honesta, pero carente de imaginación: como si Dios hubiera colado una pelota directa.
    —Pero crear la luz… O sea, si lo piensas, es muy fuerte. En fin, le pregunté a Binder que si Dios había podido hacer todo eso en seis días, y había podido elegir los seis días que quiso de la nada, por qué no iba a poder permitir que una mujer tuviera un hijo sin mantener relaciones sexuales.
    —¿Dijiste relaciones sexuales, Ozz? ¿A Binder?
    —Sí.
    —¿En medio de la clase?
    —Sí.
    Itzie se dio un manotazo en un lado de la cabeza.
    —En serio, no es broma —dijo Ozzie—, eso no fue nada. Después de todo lo demás, eso no fue nada.
Itzie lo consideró un instante.
    —¿Qué dijo Binder?
    —Volvió a empezar con la explicación de que Jesús era una figura histórica y que vivió como tú y como yo, pero que no era Dios. De modo que le dije que eso ya lo había entendido. Que lo que yo quería saber era otra cosa. —Lo que Ozzie quería saber siempre era otra cosa. La primera vez había querido saber cómo podía el rabino Binder llamar a los judíos “el pueblo elegido” si la Declaración de Independencia aseguraba que todos los hombres habían sido creados iguales. El rabino Binder intentó hacerle ver la distinción entre igualdad política y legitimidad espiritual, pero lo que Ozzie quería saber, insistió con vehemencia, era otra cosa. Ésa fue la primera vez que su madre tuvo que visitar al rabino. Luego vino el accidente aéreo. Cincuenta y ocho personas murieron en un accidente de avión en La Guardia. Al repasar la lista de bajas en el diario, la madre de Ozzie había descubierto ocho apellidos judíos entre los muertos (su abuela sumó nueve pero contaba Millar como apellido judío); debido a estos ocho su madre dijo que el accidente era “una tragedia”. Durante el debate de tema libre de los miércoles Ozzie había llamado la atención del rabino Binder sobre esta cuestión de que “algunos de sus parientes” siempre estuvieran buscando los apellidos judíos. El rabino Binder había empezado a explicar la unidad cultural y demás cosas cuando Ozzie se levantó y dijo desde su sitio que lo que él quería saber era otra cosa. El rabino Binder insistió en que se sentara y entonces Ozzie gritó que ojalá los cincuenta y ocho hubieran sido todos judíos. Esa fue la segunda vez que su madre visitó al rabino—. Y siguió explicando que Jesús fue una figura histórica, así que yo seguí preguntándole lo mismo. En serio, Itz, intentaba hacerme quedar como un estúpido.
    —¿Y al final qué hizo?
    —Al final se puso a gritar que me hacía el tonto a propósito y me creía muy listo y que viniera mi madre y que sería la última vez. Y que si dependiese de él yo nunca celebraría el bar-mitzvah. Entonces, Itz, empezó a hablar con esa voz de estatua, muy lenta y profunda, y me dijo que mejor que meditara lo que le había dicho sobre el Señor. Me mandó a su despacho a pensármelo —Ozzie se inclinó hacia Itzie—. Itz, estuve pensando durante una hora interminable y ahora estoy convencido de que Dios pudo hacerlo.

Ozzie había planeado confesar su última transgresión a su madre en cuanto ésta llegara a casa del trabajo. Pero era un viernes por la noche de noviembre y ya había oscurecido, y cuando la señora Freedman cruzó la puerta de casa, se quitó el abrigo, dio un beso rápido a Ozzie en la mejilla y se dirigió a la cocina para encender las tres velas amarillas, dos por el sabbat y una por el padre de Ozzie...
    Cuando su madre encendiera las velas se llevaría lentamente los brazos contra el pecho, arrastrándolos por el aire como para persuadir a las gentes de mente indecisa. Y las lágrimas anegarían sus ojos. Ozzie recordaba que los ojos de su madre se habían llenado de lágrimas incluso en vida de su padre, así que no tenía nada que ver con la muerte del esposo. Tenía que ver con... encender las velas.
    Mientras su madre acercaba una cerilla encendida a la mecha apagada de una vela de sabbat sonó el teléfono y Ozzie, que estaba al lado, levantó el auricular y amortiguó el ruido apoyándoselo en el pecho. Tenía la impresión de que no debía oírse ningún ruido cuando su madre encendía las velas, hasta la respiración, si sabías hacerlo, debía suavizarse. Ozzie apretó el auricular contra el pecho y contempló a su madre arrastrar lo que fuera que arrastraba y sintió que también sus ojos se llenaban de lágrimas. Su madre era un pingüino de pelo canoso, cansado y rechoncho cuya piel gris había empezado a sentir la fuerza de la gravedad y el peso de su propia historia. Ni siquiera cuando se arreglaba tenía aspecto de una elegida. Pero cuando encendía las velas tenía mejor aspecto, como el de una mujer que supiera, por un momento, que Dios podía hacer cualquier cosa.
    Al cabo de unos minutos misteriosos acabó. Ozzie colgó el teléfono y se acercó a la mesa de la cocina, donde su madre había empezado a preparar los dos servicios para la comida de cuatro platos del sabbat. Le dijo que tenía que ver al rabino Binder el miércoles siguiente a las cuatro y media y luego le explicó por qué. Por primera vez en su vida en común, su madre le cruzó la cara de un bofetón.
Durante el hígado y la sopa Ozzie no paró de llorar; no le quedaba apetito para el resto.


El miércoles, en el aula más grande del sótano de la sinagoga, el rabino Marvin Binder, un hombre de treinta años, alto, guapo, de espalda ancha y pelo negro y fuerte, se sacó el reloj del bolsillo y vio que eran las cuatro. Al fondo de la sala, Yakov Blotnik, el cuidador de setenta años, limpiaba lentamente el ventanal, murmurando por lo bajo, sin saber si eran las cuatro o las seis, lunes o miércoles. Para la mayoría de los estudiantes, los murmullos de Yakov Blotnik, junto con su barba castaña y rizada, la nariz aguileña y los gatos negros que siempre iban pisándole los talones, lo convertían en una maravilla, un extranjero, una reliquia, hacia quien mostrar alternativamente miedo o irreverencia. A Ozzie los murmullos siempre le habían parecido una curiosa y monótona oración; curiosa porque el viejo Blonik llevaba murmurando sin parar tantos años que Ozzie sospechaba que el viejo había memorizado las oraciones y se había olvidado de Dios.
    —Hora de debate —anunció el rabino Binder—. Sois libres para hablar sobre cualquier cuestión judía: religión, familia, política, deporte…
Se hizo el silencio. Era una tarde de noviembre ventosa y nublada y no parecía que existiera ni pudiera existir algo llamado béisbol. Así que esta semana nadie dijo nada acerca de aquel héroe del pasado, Hank Greenberg, cosa que limitaba considerablemente los temas de debate. Y la paliza espiritual que Ozzie Freedman acababa de recibir del rabino Binder había impuesto sus límites. Cuando llegó el turno de que Ozzie leyera del libro de hebreo, el rabino le preguntó enfurruñado por qué no leía más deprisa. Ozzie no progresaba. Ozzie dijo que podía leer más rápido pero que si lo hacía estaba seguro de que no entendería lo que leía. No obstante, ante la insistencia del rabino, lo intentó y demostró gran talento pero en mitad de un pasaje largo se paró en seco y dijo que no entendía ni una palabra de lo que leía y volvió a empezar a ritmo de tortuga. Entonces recibió la paliza espiritual. En consecuencia, cuando llegó la hora del debate, ninguno de los estudiantes se sentía demasiado libre para opinar. Sólo el murmullo del viejo Blotnik respondió a la invitación del rabino—. ¿Hay algo que os gustaría debatir? —volvió a preguntar el rabino Binder mirándose el reloj—. ¿Alguna pregunta? ¿Algún comentario?
    Se oyó una tímida queja en la tercera fila. El rabino pidió a Ozzie que se levantara y compartiera sus pensamientos con el resto de la clase.
Ozzie se levantó.
    —Se me ha olvidado —dijo, y se sentó en su sitio.
    El rabino Binder se aproximó un asiento más a Ozzie y se apoyó en el borde del pupitre. Era la mesa de Itzie y la figura del rabino a un palmo de su cara le obligó de golpe a prestar atención.
    —Vuelve a levantarte, Oscar —dijo el rabino Binder con calma—, y trata de ordenar tus ideas.
    Ozzie se levantó. Todos los compañeros de clase se volvieron y le observaron rascarse la frente sin convencimiento.
    —No se me ocurre nada —anunció, y se dejó caer en el asiento.
    —¡Levántate! —el rabino Binder se adelantó desde el pupitre de Itzie al que quedaba justo enfrente de Ozzie; cuando la espalda rabínica lo dejó atrás, Itzie se llevó la mano a la nariz para burlarse de él, provocando las risitas ahogadas de la sala. El rabino Binder estaba demasiado ocupado en sofocar las tonterías de Ozzie de una vez por todas para preocuparse de las risitas—. Levántate, Oscar. ¿Sobre qué querías preguntarme?
    Ozzie eligió una palabra al azar. La que le quedaba más cerca.
    —Religión.
    —Vaya, ¿ahora sí te acuerdas?
    —Sí.
    —¿Cuál es la pregunta?
    Atrapado, Ozzie escupió lo primero que se lo ocurrió.
    —¿Por qué Dios no puede hacer lo que se le antoja? —Mientras el rabino Binder se preparaba una respuesta, una respuesta definitiva, Itzie, tres metros por detrás de él, levantó un dedo de la mano izquierda, lo movió con gesto harto significativo hacia la espalda del rabino y casi consiguió que la clase entera se viniera abajo. El rabino se volvió rápidamente para ver qué había ocurrido y en mitad de la conmoción Ozzie le gritó a la espalda lo que no le habría dicho a la cara. Fue un sonido monótono y fuerte con el timbre de algo que llevaba guardado desde hacía unos seis días—. ¡No lo sabe! ¡No sabe nada sobre Dios!
    El rabino se volvió de nuevo hacia Ozzie.
    —¿Qué?
    —No lo sabe…, no sabe…
    —Discúlpate, Oscar, ¡discúlpate! —Era una amenaza.
    —No sabe… —La mano del rabino golpeó la mejilla de Ozzie. Quizá sólo pretendiera cerrarle la boca al chico, pero Ozzie se agachó y la palma le dio de lleno en la nariz. Un chorro de sangre rojo y breve cayó en la pechera de Ozzie. Siguió un momento de confusión generalizada. Ozzi gritó:— ¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta!”. —Y salió corriendo de la clase. El rabino Binder se tambaleó hacia atrás, como si la sangre hubiera empezado a circularle con fuerza en sentido contrario, luego dio un paso torpe hacia delante, y salió en pos de Ozzie. La clase siguió la enorme espalda con traje azul del rabino y antes de que el viejo Blotnik tuviera tiempo de darse la vuelta, la sala estaba vacía y todo el mundo subía a toda velocidad los tres pisos que conducían al tejado.


Si comparásemos la luz del día con la vida del hombre: el amanecer con el nacimiento y el crepúsculo —la desaparición por el horizonte— con la muerte, entonces, cuando Ozzie Freedman se coló por la trampilla del tejado de la sinagoga, coceando como un potro los brazos extendidos del rabino Binder, en ese momento el día tenía cincuenta años de edad. Como regla general, cincuenta o cincuenta y cinco refleja fielmente la edad de las tardes de noviembre puesto que es en ese mes, en esas horas, cuando la percepción de la luz no parece ya una cuestión de visión sino de oído: la luz se aleja chasqueando. De hecho, cuando Ozzie cerró la trampilla en las narices del rabino, el agudo chasquido del cerrojo se podría haber confundido por un momento con el sonido de un gris más denso que acababa de cruzar zumbando el cielo.
    Ozzie se arrodilló cargando todo su peso sobre la puerta cerrada; estaba convencido de que en cualquier momento el rabino la abriría con el hombro, convertiría la madera en astilla y la catapultaría hacia el cielo. Pero la puerta no se movió y lo único que oyó por debajo de él fueron pies que se arrastraban, primero pasos fuertes y luego débiles, como un trueno al alejarse.
    Una pregunta le vino repentinamente a la cabeza. “¿Es posible que éste sea yo?”. No era una pregunta fuera de lugar para un niño de trece años que acaba de calificar a su líder religioso de hijo de puta, dos veces. La pregunta se la repetía cada vez más fuerte —“¿Soy yo? ¿Soy yo?”— hasta que descubrió que ya no estaba arrodillado, sino que corría como un loco hacia el borde del tejado; le lloraban los ojos, su garganta chillaba y los brazos se le agitaban en todas direcciones como si no le pertenecieran. “¿Soy yo? ¡Soy yo YO YO YO YO! Tengo que serlo… pero ¿lo soy?”. Es la pregunta que un ladrón debe plantearse la noche que fuerza su primera ventana, y se dice que es la pregunta con que los novios se interrogan ante el altar.
    En los pocos segundos de locura que le llevó al cuerpo de Ozzie propulsarlo hasta el borde del tejado, su autoexamen empezó a volverse confuso. Al bajar la vista hacia la calle comenzó a hacerse un lío con el problema que subyacía a la pregunta: ¿era-soy-yo-el-que-llamó-hijo-de-puta-a-Binder o soy-yo-el-que-brinca-por-el-tejado? Sin embargo, la escena de abajo lo aclaró todo, porque hay un instante en toda acción en que si eres tú o algún otro es una cuestión meramente teórica. El ladrón se embute el dinero en los bolsillos y sale pitando por la ventana. El novio firma por dos en el registro del hotel. Y el chico del tejado se encuentra una calle llena de gente que lo mira, con los cuellos estirados hacia atrás, los rostros levantados, como si él fuera el techo del planetario Hayden. De repente sabes que eres tú.
    —¡Oscar! ¡Oscar Freedman! —Una voz se elevó desde el centro del gentío, una voz que, de haberse visto, se habría parecido a la escritura de los pergaminos—. ¡Oscar Freedman, baja de ahí! ¡Inmediatamente! —El rabino Binder le señalaba con un brazo rígido y al final de dicho brazo, un dedo le apuntaba amenazador. Era la actitud de un dictador, pero uno (los ojos lo confesaban todo) a quien el ayuda de cámara le había escupido en la cara. Ozzie no contestó. Sólo miró al rabino Binder lo que dura un parpadeo. En cambio sus ojos comenzaron a encajar las piezas del mundo de abajo, a separar personas de lugares, amigos de enemigos, participantes de espectadores. Sus amigos rodeaban al rabino Binder, que seguía señalando, en grupitos irregulares parecidos a estrellas. El punto más alto de una de aquellas estrellas compuestas por niños en vez de ángeles era Itzie. Menudo mundo, con todas aquellas estrellas allá abajo y el rabino Binder… Ozzie, que un momento antes no había sido capaz de controlar su propio cuerpo, empezó a intuir el significado del control mundial: sintió paz y sintió poder—. Oscar Freedman, cuento hasta tres y te quiero abajo. —Pocos dictadores cuentan hasta tres para que sus sometidos hagan algo; pero, como siempre, el rabino Binder sólo parecía dictatorial—.¿Listo, Oscar? —Ozzie dijo que sí con la cabeza, aunque no tenía la menor intención en este mundo —ni en el de abajo, ni en el celestial al que acababa de acceder— de bajar, ni siquiera si el rabino Binder contaba hasta un millón—. Muy bien —dijo el rabino Binder. Se pasó una mano por su pelo negro de Sansón como si tal fuera el gesto prescrito para pronunciar el primer dígito. Luego, cortando un círculo en el cielo con la otra mano, habló:— ¡Uno!
No se oyó ningún trueno. Al contrario, en ese momento, como si “uno” fuera la entrada que había estado esperando, la persona menos atronadora del mundo apareció en la escalinata de la sinagoga. Más que salir por la puerta de la sinagoga, se asomó a la oscuridad exterior. Agarró el pomo de la puerta con una mano y levantó la vista hacia el tejado.
    —¡Oy!
    La vieja mente de Yakov Blotnik se movía con lentitud, como si llevara muletas, y aunque no lograba precisar qué hacía el chico en el tejado, sabía que no era nada bueno, es decir, no-era-bueno-para-los-judíos. Para Yakov Blotnik la vida se dividía de forma simple: las cosas eran buenas-para-los-judíos o no-buenas-para-los-judíos.
    El viejo se palmeó la mejilla chupada con la mano libre, con suavidad. “¡Oy, Gut!”. Y luego, tan rápido como pudo, bajó la cabeza y escudriñó la calle. Estaba el rabino Binder (como un hombre en una subasta con sólo tres mil dólares en el bolsillo, acababa de pronunciar un tembloroso “¡Dos!”), estaban los estudiantes y poco más. De momento no-era-demasiado-malo-para-los-judíos. Pero el chico tenía que bajar inmediatamente, antes de que alguien lo viera. El problema: ¿cómo bajar al chico del tejado?
    Cualquiera que haya tenido alguna vez un gato en el tejado sabe cómo bajarlo. Llamas a los bomberos. O primero llamas a la operadora y le preguntas por el número de los bomberos. Y después sigue un gran lío de frenazos y campanas y gritos de instrucciones. Y luego el gato está fuera del tejado. Para sacar a un chico del tejado haces lo mismo. Es decir, haces lo mismo si eres Yakov Blotnik y una vez tuviste un gato en el tejado.


Cuando llegaron los coches de bomberos, cuatro en total, el rabino Binder había contado cuatro veces hasta tres para Ozzie. Mientras el camión grúa daba la vuelta a la esquina, uno de los bomberos saltó en marcha y se lanzó de cabeza hacia la boca de incendios amarilla de delante de la sinagoga. Empezó a desenroscar la tobera superior con una llave inglesa enorme. El rabino Binder se le acercó corriendo y le tiró del hombro.
    —No hay ningún fuego… —El bombero farfulló algo por encima del hombro y siguió manipulando la tobera acaloradamente—. Pero si no hay fuego, no hay ningún fuego… —gritó Binder.
    Cuando el bombero farfulló otra vez, el rabino le asió la cabeza con ambas manos y la apuntó hacia el tejado.
    A Ozzie le pareció que el rabino Binder intentaba arrancarle la cabeza al bombero, como si descorchara una botella. No pudo evitar reírse ante la estampa que formaban: era un retrato de familia, rabino con solideo negro, bombero con casco rojo y la pequeña boca de agua agachada a un lado como un hermano menor, con la cabeza descubierta. Desde el borde del tejado Ozzie saludó al retrato, agitando una mano con sorna; al hacerlo se le resbaló el pie derecho. El rabino Binder se cubrió los ojos con las manos.
    Los bomberos trabajaban rápido. Antes de que Ozzie hubiera recuperado el equilibrio ya sostenían una gran red amarillenta y redonda sobre el césped de la sinagoga. Los bomberos que la aguantaban miraron a Ozzie con expresión severa, insensible.
Uno de los bomberos volvió la cabeza hacia el rabino Binder.
    —¿Qué le pasa al chico? ¿Está loco o algo así?
    El rabino Binder se retiró las manos de los ojos, despacio, dolorido, como si fueran esparadrapo. Luego comprobó: nada en la acera, ningún bulto en la red.
    —¿Va a saltar o qué? —gritó el bombero.
    Con una voz que en nada recordaba a una estatua, el rabino Binder contestó por fin.
    —Sí, sí, creo que sí… Ha amenazado con saltar…
    ¿"Amenazar con saltar"? Bueno, la razón por la que estaba en el tejado, recordaba Ozzie, era escapar; ni siquiera se le había ocurrido lo de saltar. Solamente había escapado corriendo y la verdad era que en realidad no se había dirigido hacia el tejado, más bien lo habían empujado hasta allí sus perseguidores.
    —¿Cómo se llama el chico?
    —Freedman —contestó el rabino Binder—. Oscar Freedman.
    El bombero miró a Ozzie.
    —¿Qué te ocurre, Oscar? ¿Es que quieres saltar?
    Ozzie no contestó. Francamente, estaba aturdido.
    —Mira, Oscar, si vas a saltar, salta… y si no vas a saltar, no saltes. Pero no nos hagas perder el tiempo, ¿quieres?
    Ozzie miró al bombero y luego al rabino Binder. Quería ver al rabino Binder cubriéndose los ojos otra vez.
    —Voy a saltar.
    Y correteó por el borde del tejado hasta la punta, donde no le esperaba ninguna red más abajo, y batió los brazos a los lados, haciéndolos silbar en el aire y palmeándose los pantalones para acentuar el compás. Empezó a gritar como un motor, “Uiii… uiiii…” y a asomar la mitad superior del cuerpo por el borde del tejado. Los bomberos iban de un lado para otro intentando cubrir el suelo con la red. El rabino Binder le murmuró unas palabras a alguien y se cubrió los ojos. Todo ocurrió muy rápido, entrecortadamente, como en una película muda. La muchedumbre, que había llegado con los coches de los bomberos, emitió un largo oooh-aaah de fuegos artificiales del Cuatro de julio. Con los nervios nadie le había prestado demasiada atención al gentío salvo, por supuesto, Yakov Blotnik, que contaba cabezas colgando del pomo. “Fier und tsvansik… finf und tsvantsik… Oy, Gut!”. No era como con el gato.
          El rabino Binder oteó entre los dedos, comprobó la acera y la red. Vacías. Pero allí estaba Ozzie corriendo hasta la otra punta. Los bomberos corrían con él pero no lograban igualarlo. Ozzie podía saltar y aplastarse contra el suelo cuando quisiera y para cuando los bomberos salieran pitando hacia allá, lo único que podrían hacer con la red sería cubrir el revoltijo.
    —Uiii… uiiii…
    —Eh, Oscar…
    Pero Oscar ya había salido hacia la otra punta, blandiendo sus alas con fuerza. El rabino Binder no podía soportarlo más: los bomberos salidos de ninguna parte, el niño suicida gritón, la red. Cayó de rodillas, exhausto, y con las manos recogidas delante del pecho como una pequeña cúpula, rogó:
    —Oscar, detente, Oscar. No saltes, Oscar. Baja, por favor… Por favor, no saltes.
    Y desde el fondo de la muchedumbre una voz, una voz joven, gritó una única palabra al chico del tejado:
    —¡Salta!
    Era Itzie. Ozzie dejó de aletear un momento.
    —Adelante, Ozz: ¡salta! —Itzie rompió la punta de la estrella y, valerosamente, con la inspiración no de un listillo sino de un discípulo, se desmarcó:— ¡Salta, Ozz, salta!
    Todavía de rodillas, con las manos aún recogidas, el rabino Binder se retorció hacia atrás. Miró a Itzie y luego, agonizante, otra vez a Ozzie.
    —¡Oscar, no saltes! Por favor, no saltes… por favor, por favor…
    —¡Salta! —Esta vez no fue Itzie, sino otra punta de la estrella.       

Para cuando la señora Freedman llegó a su cita de las cuatro y media con el rabino Binder, todo el pequeño cielo patas arriba le gritaba y le rogaba a Oscar que saltara y el rabino Binder ya no le suplicaba que no saltara, sino que lloraba en la cúpula de sus manos.
    Como es comprensible, la señora Freedman no lograba imaginar qué hacía su hijo en el tejado. Así que lo preguntó.
    —Ozzie, Ozzie mío, ¿qué haces? Ozzie mío, ¿qué ocurre? —Ozzie dejó de gritar y aminoró el aleteo de los brazos hasta una velocidad de crucero, del tipo que los pájaros adoptan con los vientos suaves, pero no contestó. Se quedó de pie contra el cielo bajo, nublado y cada vez más oscuro —ahora la luz chasqueaba rápidamente, como un motor pequeño—, aleteando suavemente y contemplando a aquel pequeño fardo que era su madre—. ¿Qué estás haciendo, Ozzie? —La señora Freedman se volvió hacia el rabino arrodillado y se acercó tanto que entre su estómago y los hombros de Binder sólo quedó una tira de anochecer del grosor de una hoja de papel—. ¿Qué está haciendo mi niño? —El rabino Binder la miró pero también él enmudeció. Lo único que movía era la cúpula de sus manos; la sacudía adelante y atrás como un pulso débil—. Rabino, ¡bájelo de ahí! Se matará. Bájelo, mi único niño…
    —No puedo —dijo el rabino Binder—, no puedo… —Y volvió su hermosa cabeza hacia la muchedumbre de niños detrás de él—. Son ellos. Escúchelos.
    Y por primera vez la señora Freedman vio a la muchedumbre de niños y oyó lo que bramaban.
    —Lo hace por ellos. A mí no me escuchará. Son ellos. —El rabino Binder hablaba como si estuviera en trance.
    —¿Por ellos?
    —Sí.
    —¿Por qué por ellos?
    —Ellos quieren que él…
    La señora Freedman alzó ambos brazos como si dirigiera el cielo.
    —¡Lo hace por ellos! —Y luego, en un gesto más viejo que las pirámides, más viejo que los profetas y los diluvios, dejó caer los brazos a los lados—. Tengo un mártir. ¡Mire! —Ladeó la cabeza hacia el tejado. Ozzie seguía aleteando suavemente—. Mi mártir.
    —Oscar, baja, por favor. —gimió el rabino Binder.
    Con una voz sorprendentemente inalterada, la señora Freedman llamó al chico del tejado:
    —Ozzie, baja, Ozzie. No seas un mártir, mi niño.
    Como si de una letanía se tratara, el rabino Binder repitió sus palabras:
    —No seas un mártir, mi niño. No seas un mártir.
    —Adelante, Ozz: ¡sé un Martin! —Era Itzie—. Sé un Martin, sé un Martin. Y todas las voces se unieron en el canto por el martinio, fuera lo que fuera—. Sé un Martin, sé un Martin…

Por alguna razón cuando estás en un tejado cuanto más oscurece menos oyes. Ozzie solamente sabía que dos grupos querían dos cosas nuevas: sus amigos se mostraban musicales y enérgicos en su petición; su madre y el rabino salmodiaban monótonamente lo que no querían. La voz del rabino ya no iba acompañada de lágrimas, como la de su madre.
    La gran red miraba a Ozzie fijamente como un ojo ciego. El gran cielo encapotado empujaba hacia abajo. Desde abajo parecía una chapa ondulada gris. De repente, al mirar ese cielo indiferente, Ozzie comprendió extrañado lo que esa gente, sus amigos, pedía: querían que saltara, que se matara; lo cantaban: tan felices los hacía. Y había otra cosa más extraña: el rabino Binder estaba de rodillas, temblando. Si había algo que preguntarse ahora no era “¿soy yo?”, sino “¿somos nosotros?... ¿somos nosotros?”
    Resultó que estar en el tejado era cosa seria. Si saltaba, ¿se convertirían los cantos en baile? ¿Lo harían? ¿Con qué acabaría el salto? Ansiosamente Ozzie deseó poder rajar el cielo, hundir en él las manos y sacar al sol; y el sol, como una moneda, llevaría impreso saltar o no saltar.
    Las rodillas de Ozzie se balanceaban y doblaban como si le estuvieran preparando para zambullirse. Se le tensaron los brazos, rígidos, congelados, desde los hombros hasta la punta de los dedos. Sintió como si cada parte de su cuerpo fuera a votar si debía matarse o no… como si cada parte fuera independiente de él.
    La luz dio un chasquido inesperado y la nueva oscuridad, como una mordaza, acalló el canto de los amigos por un lado y la letanía de la madre y el rabino por el otro.
     Ozzie paró de contar votos, y con una voz curiosamente aguda, como la de alguien que no estuviera listo para pronunciar un discurso, habló.
    —¿Mamá?
    —Sí, Oscar.
    —Mamá, arrodíllate, como el rabino Binder.
    —Oscar…
    —Arrodíllate —le dijo— o salto.
    Ozzie oyó un quejido, luego un ruido rápido de ropas, y cuando miró abajo hacia donde estaba su madre vio la coronilla de una cabeza y un círculo de vestido por debajo. Estaba arrodillada junto al rabino Binder.
    Ozzie habló de nuevo.
    —¡Todo el mundo de rodillas!
    Se oyó a todo el mundo arrodillarse.
    Ozzie miró alrededor. Con una mano señaló hacia la entrada de la sinagoga.
    —¡Haced que se arrodille!
    Siguió un ruido, no de gente arrodillándose, sino de miembros y ropa estirándose. Ozzie oyó al rabino Binder susurrar con brusquedad “…o se matará” y cuando volvió a mirar, Yakov Blotnik había soltado el pomo de la puerta y por primera vez en su vida estaba de rodillas en la postura gentil para orar.
    En cuanto a los bomberos… no es tan difícil como cabría imaginar sostener una red de rodillas.
    Ozzie volvió a mirar alrededor; y luego llamó al rabino Binder.
    —¿Rabino?
    —Sí, Oscar.
    —¿Cree en Dios, rabino Binder?
    —Sí.
    —¿Cree que Dios puede hacer cualquier cosa? —Ozzie asomó la cabeza en la oscuridad—. ¿Cualquier cosa?
    —Oscar, yo creo que…
    —Dígame que cree que Dios puede hacer cualquier cosa.
    Siguió un segundo de duda. Luego:
    —Dios puede hacer cualquier cosa.
    —Dígame que Dios puede hacer un niño sin que haya relaciones sexuales.
    —Puede.
    —¡Que me lo diga!
    —Dios —admitió el rabino Binder— puede hacer un niño sin que haya relaciones sexuales.
    —Haga que lo diga él. —No cabía duda sobre quién era él.
    Pasado un momento, Ozzie oyó una cómica voz de viejo decirle algo a la oscuridad creciente acerca de Dios.
    A continuación, Ozzie hizo que todos lo dijeran. Y luego les hizo decir que creían en Jesucristo: primero uno por uno y luego todos juntos.
    Cuando acabó la catequesis caía la noche. Desde la calle pareció que el chico del tejado suspiraba.
    —¿Ozzie? —se atrevió a decir una voz femenina—. ¿Ahora bajarás?
    No hubo respuesta, pero la mujer esperó, y cuando por fin una voz contestó se oyó débil y llorosa, cansada como la de un viejo que acabara de tañer las campanas.
    —Mamá, ¿no lo comprendes? No deberías pegarme. Él tampoco debería pegarme. No deberías pegarme por Dios, mamá. No deberías pegarle a nadie por Dios…
    —Ozzie, por favor, baja.
    —Prométemelo, prométeme que no le pegarás nunca a nadie por Dios.
    Sólo se lo había pedido a su madre pero, por alguna razón, todos los que estaban arrodillados en la calle prometieron que nunca le pegarían a nadie por Dios.
    Una vez más, se hizo el silencio.
    —Ahora puedo bajar, mamá —dijo por fin el chico del tejado. Miró a ambos lados como si comprobara los semáforos de la calle—. Ahora puedo bajar…
    Y lo hizo, justo en el centro de la red amarilla que brillaba en el filo de la noche como una aureola demasiado grande.


4ª Tarea


¿Qué tal? Genial, ¿verdad?
Hoy por hoy, Philip Roth es mi autor preferido. Siempre que le leo busco las claves de sus textos y creo que últimamente estoy averiguándolo: aparte de buenos temas y mucha, mucha, inteligencia, se despreocupa de las descripciones de los entornos (excepto lo imprescindible) y lo cuenta todo por medio de ideas, acciones de los personajes y diálogos. En uno de sus últimos libros, “Sale el espectro”, define su forma de escritura en una carta. En ella empieza diciendo: “Hubo un tiempo en que las personas inteligentes utilizaban la literatura para pensar. Esa época está llegando a su fin”. Luego se queja de la literatura banal y es entonces cuando comenta: “La narrativa seria elude la paráfrasis y la descripción, obligando así a recurrir al pensamiento”. Esta es una de sus características principales. Pero ese no es tu trabajo para el próximo relato.
Tienes que hacer (es el ejercicio más fácil) un relato con un narrador externo omnisciente, esto es, un narrador que narra en tercera persona, desde fuera, y que sabe lo que piensan y sienten todos los personajes. Si te fijas en este relato, se sabe lo que piensa el niño y la madre y el rabino. Es el narrador clásico del siglo XIX, que actúa como un dios: lo sabe todo de todos. Además de esto, tienes que trabajar mucho el diálogo. Sólo estas dos condiciones: narrador externo omnisciente y diálogo. Si quieres puedes probar lo de hacer pocas descripciones y dejar todo el peso a las acciones y palabras de los personajes. (Recuerda que el narrador no puede opinar porque parecería él un personaje). Y fíjate cómo puestos a contar una anécdota consigue que la anécdota tenga un calado filosófico final de gran envergadura.
Otra tarea: hemos observado en clase cómo hace que pase el tiempo en la acción: primero en varios días y luego toda una tarde hasta el anochecer. Procura escribir un relato donde pase el tiempo y usando de las elipsis y otros detalles de transcurso del tiempo, sintamos cómo se despliega esa temporalidad.
    El relato tiene humor. El humor es una cosa seria. Si te animas...
Dedícale tiempo. No escribas apresuradamente.